Estos días, todas las tertulias de radio y televisión, y también muchas columnas periodísticas, han centrado buena parte de su atención en los disturbios producidos a raíz del encarcelamiento del rapero lleidatà (leridano) Pablo Hasél. Las consecuencias, en cuanto a daños personales, son bastante conocidas, y la más triste de todas es la pérdida de un ojo por parte de una chica de 19 años. Todos hemos podido ver las imágenes de las batallas campales que se han sucedido en diferentes ciudades de Cataluña y realmente hacen daño a los ojos. Cabe decir, sin embargo, que cada día los telediarios nos muestran situaciones idénticas o mucho más crudas de otros lugares del mundo sin que las tertulias se hagan eco de ellas, lo que nos indica que nuestra percepción de la violencia varía según el grado de proximidad que nos une a la misma, ya sea física o emocional. Las cosas que pasan cerca de casa nos motivan o nos golpean más que las que pasan lejos. Por eso los medios de comunicación dimensionan los hechos en función de los vínculos emocionales que tiene su audiencia.
Capítulo aparte lo ocupan los infiltrados en todo tipo de manifestaciones, algunos pagados por intereses opuestos a lo que se reivindica, y también los muchos agentes de ultraderecha de la Brimo, la mayoría de los cuales entraron en los Mossos por gentileza de la exconsellera Montserrat Tura, generando la actual desnaturalización del cuerpo. De ello, sin embargo, hablaremos otro día con más profundidad.
Yo, personalmente, detesto la violencia. No creo que suponga nunca la solución de nada. De nada. Más bien al contrario. Pero entiendo que el ser humano tiene unos límites que estallan cuando se ve sometido a la opresión o cuando es víctima de injusticias por parte de un poder despótico. Dicho esto, la violencia es violencia siempre. Siempre. Ocurre, sin embargo, que tendemos a cometer un error de base, que es identificar como violencia únicamente aquella que se expresa a través de puñetazos, lanzamiento de objetos, quema de contenedores, rotura de cristales, saqueo o tiros y palizas policiales. Todo esto es violencia, claro. Pero hay una violencia mucho más perversa y nociva que ésta, que es la que no se ve. Hablo de la violencia ‘oficial’, de la violencia ‘legal’, de la violencia ‘jurídica’que oprime a las personas y viola los derechos humanos revestida siempre de autoridad a golpes de ley por parte de un Estado o a golpes de mazo por parte de sus tribunales. Es la violencia más feroz, más repugnante, más cobarde, más inadmisible de todas, porque es el origen y la causa de todas las violencias posteriores.
Cuando un Estado despoja a la gente de sus derechos fundamentales, como lo son el derecho al trabajo, el derecho a la vivienda, el derecho a un salario digno, el derecho a una pensión digna, el derecho a la disidencia, el derecho a la libertad de expresión, el derecho a la autodeterminación…, nos encontramos con una ciudadanía sometida a un régimen de violencia estatal que sólo puede desembocar, por muy civilizada que sea aquella sociedad, en estallidos de violencia física grupuscular contra todo lo que representa ese Estado, ya sean instituciones o la propia policía. En otras palabras, si quieres paz, no siembres la semilla de la guerra. Si quieres estabilidad, no aplastes ni oprimas a la gente. Si quieres democracia, gobierna con justicia, no con autoridad.
Desahuciar a la gente sin recursos y dejar a la juventud sin futuro es violencia; favorecer la explotación de los trabajadores y condenar a la gente a la miseria es violencia; favorecer los intereses de ciertos depredadores del Ibex 35 y prohibir la celebración de un referéndum de autodeterminación es violencia; llevar a la ruina a los autónomos y a los pequeños empresarios con las restricciones para Covid-19 y dedicar 56 millones de euros diarios a la elaboración de guerras contra enemigos imaginarios es violencia; elevar a la categoría de Dios a un individuo coronado por vía coital obligando a la ciudadanía a mantenerlo sin ni siquiera poder censurarlo es violencia; negar el derecho de asilo a la gente que huye del terror, o cerrar las fronteras marítimas a los refugiados, o recluir miles de inmigrantes en centros de internamiento que son en realidad campos de concentración es violencia. Violencia con V mayúscula.
Prestemos atención a las declaraciones que han hecho sobre los disturbios por el caso Hasél el presidente de España, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta de ese país, Carmen Calvo. Sánchez dice que «en una democracia plena como España la violencia es inadmisible»; y Calvo resalta que «ningún derecho puede defenderse ni expresarse con violencia, es una línea roja absoluta». Sánchez y Calvo osan decirnos con total descaro que «España es una democracia plena», que «la violencia (de los otros) es inadmisible» y que «ningún derecho puede defenderse con violencia». Lo dicen a pesar de saber, como saben, que esta violencia es consecuencia directa de la violencia primigenia que ellos, a través de todos los organismos del Estado, ejercen día a día contra los derechos fundamentales. Una violencia dolorosamente sufrida en propia piel por Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, por los políticos y por los artistas catalanes en el exilio o en la cárcel, por los miles de personas perseguidas por el referéndum del Uno de Octubre y para todas aquellas que, en el ejercicio del derecho a votar, fueron golpeadas por la policía española y la Guardia Civil.
¿Quieren hablar de violencia, señor Sánchez y señora Calvo? ¿Lo quieren? Pues bien, toda esta violencia suya impune es la causa de la rabia, de la impotencia y de la desesperación de millones de personas. Otra cosa es que estas personas se equivoquen creyendo que lanzando adoquines y quemando contenedores tendrán salarios y pensiones dignas o conseguirán la libertad de Cataluña. Se equivocan, porque la herramienta de trabajo del Estado español no es el intelecto, es la porra, y quien tiene una porra en la cabeza no razona, pega. Pega e impone su voluntad. Si el Uno de Octubre Cataluña derrotó espectacularmente al Estado español ante todo el mundo, fue porque no usó la violencia contra la violencia que recibía. Y es gracias a ello que las imágenes históricas de ese día perseguirán a España para siempre, hasta el punto de que, si pudiera, las destruiría ahora mismo.
Recordemos que Sánchez, Calvo, PSOE, PP y compañía son los mismos que ahora hace unos años nos decían que «sin violencia se puede hablar de todo». Pero ya ha quedado claro que no, que se puede hablar de todo menos de la libertad de Cataluña, aunque el independentismo supere el 50%. Cuando la presencia de cerca de tres millones de personas en la calle un 1 de octubre reivindicando el derecho a la autodeterminación de Cataluña no sirve para que el Estado español reaccione como reaccionaron los gobiernos de Canadá, con Quebec, y del Reino Unido, con Escocia, se hace patente que el Estado español ha optado por el camino de la violencia, dado que su obsesión para encadenar Cataluña a España constituye un acto de violencia extrema que no tiene cabida en ningún marco que se rija por la Declaración Universal de los derechos Humanos.
Sólo hay una estrategia posible contra un Estado así: la estrategia de la inteligencia y la firmeza articuladas por medio de una confrontación pacífica permanente con acciones deliberadas y con políticos -políticos, no gestores- que estén dispuestos a asumir todas las consecuencias que conlleva la lucha por la libertad. Si no nos resistimos, nos vencerán.
EL MÓN