Hasta hace poco, la última vez que los militares birmanos supervisaron una elección general cuyos resultados no les agradaron fue allá por 1990. En esa ocasión, una junta militar se negó a reconocer los resultados, arrestó a los líderes democráticamente electos de la Liga Nacional para la Democracia (LND), el partido de Aung San Suu Kyi, que había obtenido una victoria aplastante, y siguió gobernando el país a través del Concilio del Estado para el Restablecimiento del Orden y la Ley (SLORC, por su sigla en inglés).
Lo mismo volvió a ocurrir el 1 de febrero cuando Suu Kyi —ahora líder de facto del país— y otros políticos, entre los que se contaban ministros del LND, fueron arrestados en una redada por la madrugada. Los militares asumieron el mando, declararon el estado de emergencia por un año y transfirieron rápidamente el poder al comandante en jefe del ejército, el general Min Aung Hlaing. El vicepresidente Myint Swe, un exgeneral, fue nombrado presidente, pero transfirió el poder a Hlaing.
Una vez más los uniformados, que gobernaron el país desde 1962 hasta 2011 y coexistieron con los líderes civiles en una transición política que avanzó con lentitud durante la última década, dejaron en claro que la democracia no es de su agrado. En las elecciones generales del pasado noviembre, hubo una nueva victoria arrasadora para el LND de Suu Kyi, que ganó 396 de 476 los escaños en juego en el parlamento y limitó los del frente político que representa a los militares, el Partido de la Unión, la Solidaridad y el Desarrollo, a solo 33.
Aunque los humillados militares rápidamente alegaron que hubo fraude electoral, el resultado de la elección no amenazó de manera fundamental su poder. La constitución birmana pre-2011 garantiza al ejército un cuarto de los escaños en el parlamento, le otorga el control de los ministerios clave, y prohíbe a quienes tienen cónyuges o hijos extranjeros sean presidentes, lo que impidió que Suu Kyi asumiera el cargo.
Bajo estas condiciones surgió una especie de modus vivendi: las elecciones previas en 2015 llevaron a Suu Kyi y su partido —lleno de ex prisioneros políticos— al poder en una coalición de facto con sus antiguos carceleros. La democracia birmana era claramente algo en lo que aún se estaba trabajando, pero estos avances se detuvieron bruscamente. De hecho, los militares llevaron a cabo el golpe el mismo día en que el parlamento recientemente electo debía sesionar.
Los eventos recientes en Birmania no son novedosos, desde que el país logró su independencia en 1948, los militares, ahora conocidos como Tatmadaw, mantuvieron el poder durante mucho más tiempo que los líderes civiles. La propia Suu Kyi pasó 15 años en arresto domiciliario entre 1989 y su liberación en noviembre de 2010. Se convirtió en un famoso ícono de resistencia y recibió el Premio Nobel de la paz en 1991. Después de su liberación, ejerció la autoridad bajo acuerdos constitucionales para compartir el poder, que enraizaron la influencia militar y hasta permitieron que el ejército interviniera en las decisiones gubernamentales cuando consideraba que favorecía el interés nacional.
Fue uno coexistencia incómoda, complicada aún más por el contraste entre la imagen casi divina que la gente tenía de Suu Kyi y la impertérrita falta de popularidad del ejército, pero parecía estar funcionando. Suu Kyi llegó a un compromiso con sus socios políticos uniformados, incluso al precio de manchar su halo por apoyarlos en los amargos debates globales sobre la persecución de la minoría musulmana rohinyá en Birmania.
El poder local de Suu Kyi parecía crecer, incluso mientras caía en desgracia en el extranjero, en particular ante los ojos de sus admiradores en Occidente y especialmente de los miembros de la comunidad de derechos humanos, que consideraban la brutal campaña militar contra los rohinyás como una limpieza étnica y hasta un intento de genocidio. En un testimonio desafiante frente a la Corte Internacional de Justicia en La Haya, se negó a mencionar la palabra «rohinyás», respaldando así implícitamente la percepción de la mayoría en Birmania de que las víctimas eran «intrusos» de Bangladés y no una minoría étnica.
Los críticos hicieron todo tipo de acusaciones a Suu Kyi, desde apaciguamiento hasta chovinismo y racismo, mientras que sus admiradores sostenían que su pragmatismo era la única forma de lograr que la democracia avanzara en un país que aún estaba bajo el yugo militar. Su aquiescencia en acuerdos que dejaron a cientos de prisioneros políticos en prisión y continuaron castigando a las minorías éticas desilusionaron a muchos, lo que llevó a Amnistía Internacional a retirarle su máximo galardón en 2018 y a pedidos de que se le quitara también el Premio Nobel de la Paz.
Después del reciente arresto de Suu Kyi, los reproches cesaron. Muchos gobiernos expresaron preocupación y solicitaron su liberación y la reinstauración de la democracia. Los militares, por otra parte, insisten en que sus acciones son constitucionales.
Los vecinos de Birmania muestran cautela después del golpe y es posible que algunas posiciones iniciales se reviertan curiosamente. Durante mucho tiempo la India estuvo decididamente del lado de la democracia, la libertad y los derechos humanos en Birmania, no solo en forma retórica como los críticos occidentales del régimen. Cuando el SLORC reprimió violentamente un levantamiento popular en todo el país en 1988, el gobierno de la India ofreció asilo a los estudiantes que huyeron, permitiéndoles operar su movimiento de resistencia desde la India (con cierta ayuda financiera), y apoyó un periódico y una estación de radio prodemocráticos.
Pero entonces China avanzó sobre Birmania y Pakistán se amigó con los militares. La construcción de un puerto chino y el descubrimiento de grandes depósitos de gas natural en Birmania, así como el apoyo del SLORC a los insurgentes étnicos en la India, molestaron al noreste porque implicaban peligros concretos para la India. La consecuencia fue que los líderes indios llegaron a su propio acuerdo con el régimen de Rangún.
Actualmente, China acercó su postura a la de Suu Kyi, mientras que la India se consuela con la desconfianza de los militares birmanos hacia China, que desde hace mucho tiempo patrocina algunas de las propias insurgencias étnicas birmanas. Aunque muchos indios creen que su país debe defender la democracia y los derechos humanos en el país vecino, otros recomiendan el pragmatismo y la cautela como la forma más eficaz de evitar que se repitan los reveses del período 1988-2001.
«Se me encoge el corazón cuando siento que nadie podrá realmente controlar lo que se viene» tuiteó el distinguido historiador Thant Myint-U después del golpe. «Y recuerden que Birmania es un país repleto de armas, con profundas divisiones entre las líneas étnicas y religiosas, donde millones de personas a duras penas pueden alimentarse». Es un recordatorio aleccionador para toda la región.
Traducción al español por Ant-Translation
Shashi Tharoor, a former UN under-secretary-general and former Indian Minister of State for External Affairs and Minister of State for Human Resource Development, is an MP for the Indian National Congress. He is the author of Pax Indica: India and the World of the 21st Century.
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