Siempre me llama la atención la aportación nórdica a la modernidad cultural europea. Kierkegaard, Strindberg. En ellos hay una profundidad diferente, entre inocente y furiosa, a la hora de observar la naturaleza humana. Ya en el siglo XX, y en el cine, Dreyer o Bergman son continuadores de esta mirada. Quien la consiguió sintetizar de manera insuperable fue el pintor noruego Edvard Munch, especialmente en el conjunto de pinturas conocido como ‘El friso de la vida’, un viaje por las pasiones humanas de enormes repercusiones en el arte contemporáneo.
Sin embargo, tal vez quien ostenta el papel de precursor en este desarrollo es Henrik Ibsen, el dramaturgo compatriota de Munch. Ibsen es de los pocos autores de teatro modernos que han mantenido una presencia constante en los escenarios, desde su época hasta la actualidad. Pero, además de representado, Ibsen puede ser leído con plena autonomía de sus textos dada su calidad literaria y su alcance filosófico. En su momento Nietzsche fue uno de sus entusiastas lectores y uno de los primeros en resaltar el carácter moralmente transgresor de las obras del dramaturgo noruego. Crítica de la tradición protestante, repudio del puritanismo, demolición de los valores burgueses.
La ‘Casa de muñecas’ es probablemente su obra más representada y un referente al que el feminismo puede apelar: la subversión de la mentalidad patriarcal es planteada con una franqueza sin precedentes. Sin embargo, la más perfecta es para mí ‘Espectros’, una denuncia violenta de la doble moral de la sociedad de su época (y, me temo, de la sociedad de cualquier época). ‘Espectros’ fue un escándalo y estuvo rodeada de prohibiciones. Pero, además, tuvo una consecuencia teatral, ‘Un enemigo del pueblo’, la respuesta que Ibsen dio a escandalizados y una de sus mejores obras. El dramaturgo desnudó las jerarquías morales de su tiempo pero no debe sorprendernos que, más allá de su tiempo, continúe despojando el orden del presente.
ARA