En las páginas de Opinión de la edición digital del The Guardian aparece destacada la figura de C.P. Scott sobre una frase escrita por él en 1921 y que ha pasado a la posteridad: “Los comentarios son libres pero los hechos son sagrados”. Scott dirigió durante 57 años el Manchester Guardian, desde 1872 a 1929, y es considerado un periodista mítico desde los tiempos en los que Manchester era la capital de la revolución industrial, a caballo entre los condados de Lancashire y Cheshire.
Esta frase figuraba en la portada del diario que en 1959 eliminó la palabra Manchester de su cabecera y en 1964 se trasladó definitivamente a Londres para seguir siendo uno de los periódicos más liberales del espectro de la prensa británica. Se ha ironizado sobre que The Times era leído por los que gobernaban el país y The Guardian por aquellos a los que les gustaría gobernar el país, mientras que el Financial Times es leído por los dueños del país.
El hecho es que un diario fundado en 1821 es hoy un referente que choca con la polaridad que se ha establecido entre los hechos y las opiniones. La periodista y politóloga Anne Applebaum lo describe en su libro reciente, Twilight of democracy, al decir que siempre han existido diferentes opiniones, pero ahora lo que hay son diferentes hechos sobre una misma realidad hasta el punto de que es muy difícil distinguir entre las teorías conspirativas y los relatos verdaderos. Hemos llegado a un punto en el que las opiniones pueden tener más fuerza que los hechos objetivados. La tertulia tiene tanta o más credibilidad que la información contrastada.
Applebaum analiza el declive de las democracias liberales siguiendo los análisis recientes que hace de Gran Bretaña, Estados Unidos y Polonia, país que conoce bien por estar casada con un exministro de Defensa y de Asuntos Exteriores de ese país.
El populismo no puede prosperar sin enviar mensajes falsos repetidos una y mil veces. También emite certezas que bajan río abajo confundidas por las aguas turbias de la mentira. El populismo del partido Ley y Justicia en Polonia, los brexiters en Inglaterra y los republicanos que han aceptado como hechos ciertos los centenares de mentiras que ha tuiteado Donald Trump a todas horas del día han conducido a una inestabilidad democrática en esos países.
La mentira ha ido frecuentemente acompañada por ataques personales a quienes pensaban distinto e, incluso, a funcionarios de las administraciones que no se plegaban a decisiones arbitrarias basadas en falsedades. Cuando Donald Trump apoyaba el miércoles pasado la insurrección y el asalto al Capitolio de Washington lo hacía basándose en que él había ganado las elecciones sin aportar pruebas que lo demostraran. Los escrutinios de los estados habían confirmado la victoria de Biden, los jueces del Supremo, de tendencia mayoritariamente conservadora, se pronunciaron en contra de su demanda y Mike Pence, su vicepresidente y presidente del Senado, confirmaba la derrota de Trump, minutos antes de que la turba entrara con violencia en el Congreso.
Los populismos han introducido un mundo en blanco y negro, de buenos y malos, de patriotas y traidores, de amigos y enemigos. Sin debates ni matices. Son partidarios de que no haya instituciones neutras que se rijan por las leyes al servicio de todos.
Benjamin Disraeli, un primer ministro conservador de la época victoriana, el que inventó la mística del imperio, decía que ningún gobierno puede mantenerse sólido mucho tiempo sin una oposición temible. Pero las críticas tienen que pasar por el tamiz del debate y la discusión y nunca basarse en hechos inciertos o mentiras agresivas.