el final un tanto rocambolesco al que ha abocado la negociación del brexit, ha dado pie a que se contemple este acontecimiento como el paso errado por parte de Inglaterra, quien terminará por sufrir los perjuicios de la equivocada marcha a su independencia auspiciada por los lideres británicos. Tendremos ocasión de confirmar o no tal perspectiva. Parece, no obstante, poco sensato el intento de hacer recaer la responsabilidad de este final sobre la obcecación inglesa. Es cierta la cortedad de miras de la actitud inglesa, en la línea de la tradicional desconfianza con que han actuado los responsables de su política en ocasiones decisivas. En cualquier caso, no es de mayor sensatez la postura europea de resguardarse tras la incuestionable irresponsabilidad de los impulsores ingleses de la separación, cuando los actuales dirigentes de la Unión Europea se resisten a modificar la marcha de una organización política, llamada a hacer frente a una problemática tan compleja en la que Europa se juega su futuro. Son las raíces de los profundos conflictos históricos que han convulsionado este espacio grandilocuentemente denominado continente, cuestiones que afloran en la actual configuración de la presunta Unión. El diferente ritmo al que marchan los territorios del Este y Sur europeo frente a un Occidente que se tiene a sí mismo como la luz del Mundo; la dificultad en acomodar los parámetros culturales de parte de esos países al modelo político-económico de quienes han condescendido en admitirlos como europeos; países todos ellos obligados a asimilar las pautas de sus mentores, a las que tradicionalmente se venían resistiendo. La Unidad europea, por lo demás, está obligada a revisar el papel representado por Europa ante los centros de poder reales surgidos en el conjunto de la superficie de la Tierra. Quedan muy lejos los tiempos de la imposición ante los viejos dominios, hoy potencias regionales, que han superado el status de emergentes. Frente a ellos la impositiva Europa no pasa de ser una potencia regional, disminuida en su capacidad de decisión del medio siglo precedente.
El brexit no constituye el fracaso de Europa. Es más bien el fracaso de un modelo de unión que busca simplemente rectificar la minoración de la potencia europea, a fin de conservar la posición privilegiada sobre el globo terráqueo conseguida durante la fase de expansión colonial. La obstinación de las potencias europeas en sus planteamientos hegemónicos evidenció la endeblez de las bases en que asentaban su poder, despilfarrando recursos, humanos y materiales, en lo que terminó siendo la derrota fáctica de los contendientes en los dos conflictos mundiales que propiciaron en su lucha por la hegemonía, obligados a dejar paso a potencias exteriores. En cierta medida quienes inspiraron la Unidad europea buscaban la superación de las rivalidades interestatales a la vista de los desastres bélicos, que habían hecho de los rivales guiñapos de su anterior potencialidad, perdida por completo en el intento. La cortedad de miras de los dirigentes europeos pretendía una simple rectificación de las secuelas derivadas de conflictos que arriesgaban la propia existencia de los adversarios. No tenían intención de renunciar ni a sus imperios, ni a su objetivo de hegemonía, y, caso de no ser posible este último, alcanzar cuando menos el puesto más alto posible en el ranking de las principales potencias. La Europa que se creó se encontraba lastrada, ante la negativa a cuestionar el sistema territorial, basado en el viejo modelo del Estado-Nación. Europa quedaba configurada frente al exterior, acomodada al esquema de amigo-enemigo definido por el jurista autoritario alemán Carl Smith. Sobre el papel el extraeuropeo era el adversario a vencer, pero quien se encontraba en el interior de Europa no perdía tal condición de adversario, caso de pertenecer a un Estado diferente del propio.
Es este un procedimiento que permite designar al enemigo atendiendo a la limitada capacidad propia; hecho que obliga al acuerdo con el similar, con el fin de alcanzar el potencial adecuado para un enfrentamiento exitoso en contra del más lejano y fuerte –ayer USA y Japón, hoy también China y cualquier potencia emergente–. El acuerdo entre los más débiles y cercanos resulta condición insoslayable en el marco de la mancomunidad previamente constituida. Esta es la Unidad europea que agrupa a adversarios tradicionales, Inglaterra, Francia, Alemania… Es la organización que elimina el conflicto abierto, no la rivalidad; factor este que actúa con criterios de equilibrio basado en el potencial de cada miembro, junto a cierto grado de equidad que no defraude las expectativas de cada integrante de la organización. Es la Unidad europea dirigida por los ejecutivos de cada Estado; quienes designan a sus representantes encargados de establecer la dirección a seguir, mediante la imposición de sus términos a cualquier instancia de poder, incluso representativo; obligados todos a transigir ante la voluntad de Europa. La realidad es que la presunta voluntad europea es marcada por políticos, simples ejecutores de las propuestas de tecnócratas ligados a las macro-corporaciones empresariales y financieras; todos renuentes a una democratización del procedimiento. Porque, aquí reside la clave del presente fracaso de Europa; la actual Unidad europea –parangonando a Clausewitz– es la lucha por la supremacía mediante otros procedimientos.
En efecto, los Estados que han aceptado conformar esta Unidad, empiezan por no renunciar al proyecto de Estado-Nación que les dio entidad. Recogen los objetivos fundacionales que convirtieron en nación los reinos históricos e imperios surgidos por iniciativa de reyes con apoyo de su nobleza primero y finalmente de su burguesía; hasta que esta última arrastró a la mayoría social a aceptar que la nación no era propiedad del rey, sino del conjunto de una colectividad, que la burguesía triunfante se encargó de delimitar, mediante la reclamación de la presunta igualdad y libertad. Son estos, derechos proclamados universales, pero que los grupos sociales predominantes se encargaron de gestionar, estableciendo los requisitos para el disfrute de los mismos. Desde la Revolución gloriosa inglesa, a la francesa liberadora del Tercer Estado –la nación de Sieyes–, la alemana de Bismarck que se sacudió el viejo Imperio, la italiana que destituyó a príncipes incompetentes gracias al ardor de Garibaldi… Las sociedades triunfantes proclamaron la libertad nacional. El peligro para esta quedó localizado en los vecinos que sometían a nacionales irredentos –la Alsacia francesa, el Trentino de los italianos–, pero particularmente se patentizó la enemiga de los rivales, decididos al enfrentamiento bélico por territorios coloniales considerados irrenunciables para la existencia de la nación propia; desde Fachoda a Agadir. Es cierto que el movimiento socialista denunció la usurpación de libertad e igualdad por parte de la burguesía, al igual que la burguesía había denunciado en su momento la usurpación de la nación por parte de la monarquía y privilegiados. El movimiento obrero impulsado por los socialistas proclamó la Hermandad Universal. A la larga, sin embargo, se mostró incapaz de impedir la identificación prioritaria de los obreros con la nación, mejor que con la hermandad de trabajadores. La primera de las guerras mundiales lo evidenció con la Union Sacrée. El proletariado no aprendió y en gran medida se dejó arrastrar por el fascismo… ¡El horror infernal!
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