De Perpiñán en Alicante, con las cuatro Islas adyacentes, somos un país de buena gente, de bellísimas personas, con muy buen corazón y, al parecer, en el Principado de una manera más destacada, se produce una concentración más masiva de bondad individual. No es que esta sea una situación de la que tengamos que lamentarnos, ni que personalmente me disguste, pero tampoco se trata de confundir las cosas y deducir que la bondad personal es el requisito que ya capacita para el desarrollo de una tarea determinada.
Cuando llamamos al electricista para que nos resuelva un problema con la electricidad, al técnico del gas para que nos haga la revisión de la caldera, al albañil para hacer obras en casa o vamos a la consulta con el médico porque tenemos alguna enfermedad, no los buscamos para que sean buenas personas, sino competentes en su trabajo. De hecho, en la mayoría de los casos desconocemos su vida personal, sus valores éticos o su conducta moral, porque lo único que esperamos es que sean buenos profesionales. Ante problemas concretos, buscamos expertos que nos los puedan resolver, en la lista de profesionales de cada sector, lista en la que, al menos antes de la independencia, no consta, todavía, ningún apartado de «buenas personas». Cuando hacemos una gestión con profesionales, no esperamos que comparezca en nuestra casa una buena persona para solucionar un problema técnico, sino un buen fontanero, un buen albañil o un buen médico.
Para hacer frente a la molestia ocasionada por un cristal roto, un grifo que gotea, una cerradura que no se abre o un dolor de muelas, no es lo que más nos tranquiliza que el profesional pedido para solucionar el inconveniente exhiba su condición de buena persona como garantía para quitarnos la preocupación y resolver el problema. Sinceramente, lo que necesitamos es que sea un buen vidriero, un buen fontanero, un buen cerrajero o un buen dentista. Si resulta que, además, es buena persona, ¡pues hoy paz y mañana gloria! Algo parecido podríamos decir en relación con el patriotismo. Está bien que la gente ame su país, defienda su identidad nacional e intereses colectivos, actitud que ya se atribuye por supuesto a los dirigentes políticos, pero bondad y patriotismo no son, en absoluto, sinónimos de experiencia. En caso de que, tal vez en más de una ocasión, un concepto y otro han disimulado la escasa competencia de los que se reclamaban sus depositarios. Y, viendo cómo ha ido todo los últimos años, por estos lares, está claro que, en general, ha habido más patriotismo que ciencia y más pan que queso.
El hecho de que una causa sea noble y justa no es garantía segura de éxito. Ni tampoco que los abanderados de esta causa sean sólo patriotas y buenas personas. Si así fuera, ya hace mucho tiempo que seríamos un país independiente. El independentismo no es una ONG, ni sus miembros hermanitas de la caridad o seguidores de las conferencias de San Vicente de Paúl. Desconozco si José Martí, Andrés Bonifacio, Michael Collins, Ho Chi Minh, Amilcar Cabral, Patrice Lumumba, Agostinho Neto o Eduardo dos Santos eran o no buenas personas. Doy por hecho, claro, que eran patriotas, pero sobre todo que su compromiso e inteligencia fueron decisivos para la independencia de Cuba, Filipinas, Irlanda, Vietnam, Guinea Bissau, Congo, Angola o Mozambique.
Quizá no acabamos de ser conscientes del todo de qué significa la lucha de un pueblo por su independencia nacional y, particularmente en nuestro caso, que luchamos no sólo contra un Estado, sino contra un negocio. Porque España no es sólo un Estado, también es, sobre todo, un negocio del que se benefician unas élites extractivas, con sede en Madrid y corresponsales cómplices de la empresa en todo el territorio. Un negocio que permite todo tipo de privilegios a los núcleos dirigentes: de la casa real a la administración civil y militar, en el mundo empresarial, en los lobbys mediáticos, en la estructura judicial, en la conferencia episcopal y en todo el lumpen televisivo pleno de toreros, cantantes, discursistas haraganes, amantes y expertos en nada, pero todos ellos especialistas en desplomar fiscalmente a los Países Catalanes y a impedir y limitar el progreso y el bienestar de buena parte del territorio del Estado y de sus habitantes. Eso sí, sobre la base del virus del nacionalismo español más rancio, beligerante con la diversidad.
Nuestra independencia nacional no comportará sólo cambios en las fronteras territoriales en el sur de Europa, sino también el fin de un negocio. Hacerle frente, presentar batalla, combatirlo con todas las consecuencias requiere no sólo bondad personal y patriotismo, sino también sentido de Estado, visión política y mirada larga. Y España se resistirá, por todos los medios, a perder privilegios, mediante mentiras, el uso partidista de la legalidad y de la maquinaria judicial, intoxicaciones diplomáticas, juego sucio y violencias diversas. Dirigentes y pueblo, todos nos encomendamos a un entusiasmo ‘naïf’, confiando en la respuesta democrática de la Unión Europea y no previendo como hubiera hecho falta la reacción violenta del Estado. Poco o mucho, todos pecamos de candidez y todos tenemos nuestra parte de responsabilidad, en esta ingenuidad, cuando creíamos que los nuestros tenían más cabos atados y más trabajo subterráneo hecho. Ahora no podemos volver de nuevo, no podemos lanzarnos a la piscina para nadar, sin comprobar, previamente, si tiene agua o no. Ni subir al coche con el depósito de gasolina vacío, confiando en que corra. Ni invitar a cenar a los amigos con la nevera vacía, esperando que vuelvan a su casa con el estómago lleno.
No podemos repetir los mismos errores. Y cuando venga la hora de la verdad, el momento del embate definitivo por la independencia, no podemos ir con la misma alegría inocente con la que los niños se van de colonias; los adolescentes, de excursión o las parejas y familias, de casa rural, un fin de semana o un puente largo. Sólo con la dirección de buenas personas no será posible llevar a cabo una lucha exitosa, efectiva e inteligente. Necesitaremos otra cosa distinta y bastante más. No se trata de hacer, exactamente, un elogio de la mala leche, pero sí es hora de abandonar la ingenuidad y echar por la borda los lirios en la mano que caracterizan tantas procesiones independentistas. Es la hora de la inteligencia, la sagacidad, la valentía, la audacia, la mala baba, la putería, la astucia, el coraje, la habilidad, la agudeza, la perspicacia, la sutileza, la ingenio, la intuición. La hora de activar todas nuestras fortalezas, identificar sus debilidades y actuar en consecuencia, sin rodeos. Ojo, todo ello si, de verdad, queremos, algún día, ser independientes.
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