El 24 de noviembre, una demanda judicial presentada por la ‘American Civil Liberties Union’ en nombre de Martha Hernandez y Ana Susa contra la policía de control de la frontera de Estados Unidos, la ‘U.S. Customs and Border Protection Agency’, se resolvió mediante un acuerdo de solución en el que la agencia federal pagó una determinada cantidad de dinero a la acusación para que retirara la demanda.
¿Qué había pasado para que la A.C.L.U. la interpusiera? El 16 de mayo de 2018, Hernandez y Susa, residentes de Havre, una pequeña población de Montana a 56 kilómetros de la frontera con Canadá, hacían cola en la caja de una tienda donde acababan de comprar leche y huevos. Tras ellas, Paul O’Neill, un agente de la policía de la frontera, esperaba para pagar una botella de agua. Las dos mujeres hablaban entre ellas en español y O’Neill les preguntó de dónde eran. Respondieron que eran de Havre y él les preguntó donde habían nacido. La una respondió que en Texas y la otra, que en California. El policía hizo un comentario sobre su acento y les pidió la identificación. Ellas le mostraron el permiso de conducir, documento que en Estados Unidos hace la función de DNI.
Una de las mujeres tuvo la precaución de grabar el encuentro sin que el policía se opusiera. La grabación muestra que el agente se dirige a ellas en un tono neutro, profesional. Durante su deposición en la sede de la A.C.L.U. O’Neill indicó que las mujeres le habían respondido en un tono agitado y sarcástico, algo provocador. Al preguntarle por qué les había pedido identificarse, respondió que las había escuchado hablar en español y eso era muy raro en aquellos lugares. Después de un rato, se presentó en la tienda el superior de O’Neill y las detenidas le preguntaron si les habrían abordado en caso de haber hablado en francés. El oficial admitió que no (recordemos que esto pasaba cerca de la frontera con Canadá).
La demanda de la A.C.L.U. acusaba a O’Neill de discriminar a Hernandez y Susa delegando en la lengua la aplicación de un perfil racial. Argumentaba que el agente había violado la cuarta enmienda de la constitución y el derecho de las dos mujeres de tener la misma protección de la ley, un derecho garantizado por la enmienda catorce. La cuarta enmienda afirma el derecho de seguridad de las personas, sus hogares y efectos contra registros y confiscaciones sin causa probable. O’Neill había aplicado torpemente el concepto de causa probable, violando al menos la cuarta enmienda. El hecho de hablar en español entre ellas no constituía ningún indicio racional de que fueran inmigrantes ilegales. Por otra parte, la acusación de racismo por procuración lingüística era más discutible. O’Neill la había negado cuando Hernandez y Susa, violentadas por el interrogatorio, la habían acusado de aplicar un criterio racial. Su argumento era estadístico: es muy raro -dijo- que la gente hable español en esta parte del país. En ningún caso, sin embargo, la improbabilidad puede servir de excusa para discriminar. Tal y como se cuidó de recordar la A.C.L.U., cuarenta millones de ciudadanos americanos hablan español en familia. Que dos ciudadanas lo hablen en cualquier lugar del país no puede ser nunca causa razonable de detención. Todo lo más, el criterio demográfico podía servir de atenuante. Pero desgraciadamente para O’Neill, la investigación descubrió que formaba parte de un grupo de agentes que hacían comentarios adversos contra los latinos en Facebook y, aunque no se le pudiera atribuir personalmente opiniones hostiles, la participación en este grupo se le volvió en contra. El caso pintaba muy mal para la Border Patrol y un acuerdo de solución era la salida más discreta.
El lector ya habrá comprendido por qué he considerado interesante presentarle un caso que sin duda recibirá el aplauso de muchos españoles, no por la protección de los derechos en Estados Unidos sino porque lo considerarán una victoria en su cruzada por la lengua. Durante una visita a la Universidad de Berkeley en septiembre de 1987, en seguimiento de la que había hecho Jordi Pujol el año anterior, el ahora emérito rey Juan Carlos I se pronunció (se podría decir que se inmiscuyó) en el derecho de ese estado, donde en noviembre del año anterior el inglés se había convertido en el idioma oficial mediante la aprobación de la proposición 63. Sin ningún rubor y aludiendo a un inexistente conflicto lingüístico en California, el rey dijo que en España estos conflictos ya los habían superado. Años después, proclamaría que la lengua española no había sido nunca impuesta en ninguna parte. Es interesante resaltar que Juan Carlos criticaba la oficialización del inglés no porque defendiera el multilingüismo en un estado donde se hablan muchas más lenguas en el entorno familiar, sino porque creía que instituir la primacía de la realidad iba en detrimento del español. Para remacharlo, en 1991 la casa real otorgó el premio ‘literario’ Príncipe de Asturias a Puerto Rico por haber declarado el español oficial aunque la isla esté bajo la soberanía de los Estados Unidos. Al gobierno estadounidense esta provocación no le dio ni frío ni calor, pues los Estados Unidos son un país pragmático y entonces ni siquiera tenían idioma oficial a nivel federal.
El año pasado, el congreso aprobó el proyecto de ley HR 997, el ‘English Language Unity Act’, con la que el inglés era adoptado como idioma oficial para las funciones de gobierno y a efectos de solicitar la ciudadanía, con el fin de que todos los ciudadanos pudieran entender las leyes. El proyecto de ley especificaba una serie de excepciones, entre las que vale la pena destacar los procedimientos judiciales. La nueva ley no tendrá ningún efecto en las acciones destinadas a proteger los derechos de las víctimas o de los acusados en procedimientos criminales. Es decir, se podrá asistir a demandantes y demandados en el idioma que hablen. La oficialidad del inglés no podrá interpretarse en el sentido de prohibir la comunicación extraoficial de los miembros del gobierno en cualquier idioma aunque sea en el ejercicio de funciones oficiales. La ley no se podrá invocar para restringir la conservación de las leguas nativas de América, a que obliga la ‘Native American Languages Act’. Ni se podrá invocar para menospreciar ningún idioma ni para disuadir a nadie de aprender o utilizar cualquier idioma.
Obsérvese que este proyecto de ley, presentado y aprobado durante la legislatura de Donald Trump con apoyo bicameral, no prevé la imposición del inglés, declarado oficial por primera vez por el gobierno de Estados Unidos. En el ‘país de Trump’, como a algunos periodistas poco escrupulosos les gustaba llamar a los Estados Unidos en estos últimos años, con la misma justificación con que habrían podido decir ‘el país del Pato Donald’ o ‘de Marilyn Monroe’, la decisión de hacer oficial el idioma en que se redactó la constitución y se ha legislado a lo largo de la historia no tiene ninguna consecuencia en la vida civil. Aún más, la misma ley preserva las libertades lingüísticas y ampara las lenguas autóctonas.
Comparen con el trato que recibe el catalán en el Estado español, hasta en los territorios donde es cooficial. Y hagan memoria si, más allá de una vaga alusión a algunas «otras» lenguas españolas en la ‘Constitución’, se ha creado nunca ley específica alguna ni ninguna agencia para garantizar su conservación. Consideren si la monarquía constitucional que, según el rey, ya había resuelto el problema secular de la persecución lingüística en los años ochenta, ha hecho nada más que despenalizar su uso, sin garantizar sin embargo su inviolabilidad ni siquiera en los territorios donde son oficiales. Recuerden los ataques a la Generalitat por haber anunciado sanciones, raramente impuestas, a los comercios que no observaran la norma de rotular al menos en catalán, o la guerra sin tregua contra la inmersión, los obstáculos a la ley de doblaje de una pequeña parte del cine de importación, el desprecio generalizado del catalán y la hostilidad a sus hablantes, o la obstrucción de partidos, asociaciones profesionales e instituciones públicas al uso del catalán en sus respectivas esferas de actividad. Y acaben la comparación sopesando el hecho de que, en California, como en otros estados, el conocimiento del español se considera una ventaja en muchas profesiones sin que nadie lo tilde de discriminatorio. Al contrario, es el principal estímulo para el aprendizaje de este idioma en las escuelas y las universidades.
Ahora consideren la hipótesis de que la detención de unas personas por razón de lengua se hubiera producido no en Montana sino en cualquier lugar del Estado español. Que el policía hubiera sido un agente de la Guardia Civil y las mujeres importunadas, catalanohablantes. Es, insisto, un caso hipotético, porque nunca ningún policía español ha molestado a nadie que hablara en catalán, ni lo ha denunciado por falta de respeto, resistencia a la autoridad o agresión con el idioma. Nada de esto ha pasado y toda semejanza con la realidad es pura coincidencia. Pero hagan la transposición como un ejercicio académico puramente especulativo y imaginen que un agente español, con el comportamiento neutro y respetuoso de O’Neill, interroga a unas catalanohablantes con voz sosegada y ecuánime, sin amenazas ni subidas de tono. Sin gritarles diciendo: estamos en España y en España se habla español. Ponderen las circunstancias, la rareza del idioma catalán en cualquier lugar de Asturias o de Cádiz, añadan tantos atenuantes como te les apetezca, por más inverosímiles que sean, y ahora díganme si alguna vez en alguna coyuntura la Guardia civil sufriría por la posibilidad de ser demandada y perder el juicio. Si alguna vez algún tribunal tendría la ecuanimidad o el coraje de imponer la igualdad de protección de la ley a favor de un catalanoparlante en contra del criterio de un cuerpo del Estado. Si alguna vez la ‘Benemérita’ u otra agencia estatal ha sido condenada por trato discriminatorio o vejatorio a un catalanoparlante. Y una reflexión más sangrante aún, si alguna vez alguna organización civil española ha invertido sus recursos y su pasión democrática en la defensa jurídica de las víctimas de la discriminación lingüística de una minoría del Estado.
¿La pregunta es retórica, dicen? Y les respondo: ¡y claro que lo es! Tan retórico como decir que España es un estado de derecho o poner en duda que lo sea ‘el país de Trump’. La comparación es abusiva. Las palabras esconden cualidades inconmensurables. O como dicen los que, pobres de idioma, se sirven del argot español para expresarse: no hay color.
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