Joan Ramon Resina (Barcelona, 1956), profesor de la Universidad de Stanford, acaba de publicar el libro «Cataluña con ojos extrañados» (Comanegra), una selección de artículos publicados en VilaWeb, con prólogo del autor y prólogo de Salvador Cardús. Resina ha contestado esta entrevista vía mail desde la Universidad de Stanford, donde es el jefe del programa de Estudios Ibéricos.
– ¿Para qué deben servir estas elecciones?
– Se han planteado como un ‘litmus test’ («prueba de fuego») del independentismo. Según la respuesta del electorado, se legitimará la intención de descender al vivac, es decir, de revertir el proceso al estadio autonómico (a eso lo llaman ‘desescalar’), o bien se reforzará el espíritu del Primero de Octubre con voluntad de sostener la confrontación con el Estado.
– ¿Y qué cree que pasará?
– Todo ello podría quedar en tablas. Incluso es probable que quede, pues en ninguna parte se ve un desenlace de esta lucha con los papeles cambiados, donde los conservadores ahora son los que recientemente amenazaban el sistema y los rompedores quienes antes pasaban por moderados. La confusión es enorme. ERC parece anclada en el pasado. Para ellos todo es Convergencia, igual que para Aznar todo era ETA. Atemorizados por el Estado, les conviene un perro de paja y aporrean al viejo fantasma tratando de reanimarlo para poder vencerlo después de muerto. Lo único cierto en todo este teatro es la degradación de la política como no se había visto nunca. Gabriel Rufián avisa que esta será la campaña más sucia de la historia y, viniendo de él, la amenaza es creíble. Esto sitúa las elecciones en un eje que no es el de confrontación contra colaboración ni el eje derecha-izquierda, sino el eje decencia-indecencia. Con esta táctica, ERC comete un error capital, porque el catalán medio no suele premiar la grosería. Rufián es el mascarón de proa de la españolización de ERC; es el precio que el partido más antiguo de Cataluña, el partido de Macià, paga para crecer en el cinturón metropolitano. La estrategia es arriesgada, pues, por la teoría de los vasos comunicantes, la infusión de independentismo en los núcleos del españolismo implica una transfusión equivalente de lerrouxismo al partido. La estrategia de atraer hijos y nietos de inmigrantes al bloque independentista es valiente, pero, aplicada con ineptitud, sólo consigue partir el bloque por el medio y enfrentar las dos mitades. En estas condiciones lo más probable es que las elecciones certifiquen la parálisis que atenaza al país y confirmen una incompatibilidad insuperable entre aspiraciones y voluntad.
– ¿Se puede esperar algo de España?
– España no falla nunca. Si el problema catalán, como ellos llaman la existencia de un cuerpo extraño en su nación, la hubieran encarado de manera inteligente, hoy Cataluña sería una memoria histórica y poco más. Pero los españoles tienen interiorizado el conquistador y no se puede esperar la integración respetuosa de las diversas naciones en una arquitectura federal ni una solución salomónica con reparto de la deuda y de los haberes para reencontrarse amigablemente dentro del espacio sin fronteras de la Unión Europea. Antes España aplicará aquello de «la maté porque era mía» y se suicidará a continuación como democracia.
– En el libro se centra en el periodo que va desde el 9 de noviembre de 2014 hasta octubre de 2019. ¿Cómo define este período? ¿Considera estos cinco años como un ciclo cerrado?
– Dar cohesión a una elección de artículos publicados a lo largo de años es muy difícil. Una manera de hacerlo es poniendo una fecha ‘ab quo’ y una ‘ad quem’. Basta con que coincidan con algún evento señalado. Es lo que hacen los historiadores cuando periodizan el pasado. Desde San Agustín, sabemos que el tiempo es un hecho de conciencia. ¿Cuándo comienza el proceso? Hay quien sitúa el origen en 2010, con la sentencia del estatuto. ¿Pero por qué no contar desde la LOAPA o el 23-F, o retroceder a 1714 o incluso la guerra de Separación, que inspira el himno que sonó en el parlamento el 27 de octubre de 2017? Una lucha de liberación nacional no se cierra nunca si no es con la independencia o la extinción de la nacionalidad. En medio hay guerras calientes o frías, exilios, cárceles, prohibiciones, castigos, y también resistencia, conjuras y rebeliones, con períodos de calma y otros en los que el conflicto entra en erupción y el sistema entra en crisis. Para este libro pareció adecuado poner las puertas al campo en los dos referendos con que la población del Principado fue llamada a las urnas y por primera vez pudo expresar su voluntad democráticamente como sujeto político. El 9-N, entendido como ensayo general del Primero de Octubre, abrió el período en que el Estado pasó de la burla y la incredulidad a activar la operación Cataluña. Y el 27 de octubre fue otro punto de inflexión que desvaneció la esperanza de un divorcio pacífico y abrió el escenario de represión en el que nos encontramos inmersos.
– En el libro desmonta algunos mantras. Por ejemplo, al hacer esta afirmación: «Culpar al independentismo del rebrote de intolerancia es desconocer el mecanismo interno de la sociedad hispana». Esta idea ha arraigado en algunos sectores.
– En el libro ‘The Ghost in the Constitution’ explico la persistencia del franquismo en el régimen del 78. Hay un capítulo en el que intento explicar el origen de la violencia que en los años treinta toma la forma de guerra civil. La intolerancia, la polarización en mentalidades esquemáticas, el impulso de destruir todo lo que represente un obstáculo, el vuelco repentino de las emociones y el espíritu vengativo, que Schopenhauer ya resaltaba en los españoles en el siglo XIX, todo esto no lo ha generado el independentismo. Pero, como parte constitutiva de la sociedad hispana, el independentismo exhibe en algunos sectores esta misma intolerancia y esquematismo mental. Y eso no es una buena noticia, pues la legitimidad del proyecto de república radica en la esperanza de una sociedad gobernada por razones morales superiores. La utopía es un deber.
– Dice «Nos engañamos si lo fiáramos todo a una ampliación numérica», que remataba con una cita de Paine: «No es en las cifras sino en la unidad donde radica nuestra gran fuerza». ¿La ampliación numérica no serviría?
– La dicotomía está mal planteada. Nadie ha dicho que ser más no sea deseable, incluso imprescindible. Máxime si la independencia se ensaya democráticamente. El conflicto que divide el independentismo no radica en el objetivo sino en el método. Es como el tejido de Penélope. En la noche de la represión, el miedo deshace la fuerza numérica acumulada durante el día. ¿De qué sirve ganar unos cuantos miles o decenas de miles de votos si se daña la fuerza troncal del independentismo oponiéndolo consigo mismo? También hay que poner en cuestión el coste del proselitismo. Si el precio es dar carta de naturaleza al castellano, renunciar a la integración cultural y sucumbir al «criollismo» hispánico, se corre el riesgo de cegar la fuente de la capacidad histórica de recuperación. El catalanismo político surgió del catalanismo cultural y este renació porque el pueblo conservaba la lengua y el castellano, a pesar de decretos y prohibiciones, era anecdótico en Cataluña. Ahora estamos en un momento en que el catalán, a pesar de la oficialidad, está cerca de convertirse en en algo de sobra. En un par de generaciones podría quedar arrinconado en el desván de la historia. Y una vez desaparezcan las generaciones que han construido el puente de la resistencia cultural al independentismo, el país, privado de esta energía espiritual, podría quedarse sin combustible.
– ¿En la unidad radica nuestra gran fuerza? ¿Por qué este principio tan elemental no ha arraigado?
– El otro día hablaba en un artículo sobre la estrategia de Napoleón de atacar a la coalición extranjera por separado y de cómo la división de su ejército puso fin a sus sueños imperiales. Los catalanes no han tenido grandes estadistas ni militares; desconocen el sentido del poder y la disciplina. La envidia, vicio nacional, genera desunión. El país está roto no sólo en diferentes «países» sino en mil pedazos. Y cuanto más ambición de protagonismo, menos capacidad de acción. Le contaré una anécdota que me dio la clave para entender el país. Una fundación me había invitado a dar una conferencia y el local elegido era un casino. Yendo hacia la entidad, el organizador se detuvo ante un muro y, mostrándome los restos del anuncio de la conferencia, maldijo a los vándalos del otro casino, sospechosos de haberlo desgarrado. Un pueblo con dos casinos rivales, como en las novelas del siglo XIX. Este provincianismo de odios ancestrales, cuyo origen nadie recuerda y ningún extranjero no entendería, se camufla a escala de país en una división ideológica no ya del siglo XIX sino del XVIII. En Cataluña, país minúsculo, la división entre el casino de derechas y el casino de izquierdas no tiene valor político real sino valor metafísico, de predestinación casi calvinista. A sus partidarios parece que les vaya en ello el alma. Las facciones se remontan a los » nyerros» y «cadells» del siglo XVII, cuya filiación, digámoslo todo, ya opuso a los catalanes durante la guerra de «Els Segadors». En el panorama actual de los partidos, en los que las diferencias en las cuestiones sociales resultan imperceptibles al lado de la cuestión nacional, las pugnas fratricidas son como los títeres de buenos y malos, con ventriloquia y palos secos al demonio mientras los niños chillan encantados y no piensan en hacer los deberes.
– También se ha puesto el foco en la forma en que se ha apartado la identidad del centro de la reivindicación. Dice: «A pesar de la euforia de la transversalidad del independentismo, los catalanes han sufrido un revés importante cuando han interiorizado el ataque a la identidad». ¿Se ha claudicado en este aspecto?
– Los catalanes somos esclavos de las palabras. Como los realistas medievales, creemos que las palabras son sustancias. Creemos en la magia del lenguaje y una superstición muy extendida hace que mucha gente «sea» de izquierdas religiosamente, poniendo la esencia por delante de la existencia. Otra superstición, de efecto contrario, es el miedo de la identidad. La gente huye de ella como de un hechizo. La identidad es un concepto filosófico inseparable del concepto de diferencia. La uno no existe sin la otra. Son, por decirlo con pedantería, las dos caras de una misma intuición ontológica. Cuando se reclama la independencia se supone que es en nombre de un sujeto político; más exactamente, se entiende que la reclama este mismo sujeto. Entonces hay que preguntar quién es este sujeto y con qué legitimidad la reclama. A principios de siglo se habló mucho de identidades líquidas, cambiantes, híbridas o compartidas, identidades de quita y pon y de un solo uso. Como siempre que aparece una novedad, la liquidez hizo furor en el país. Pero el caso es que estas identidades que no lo son en sentido estricto no sostienen un sujeto político durable y confiable de tipo alguno. Aunque puedan ser ilusorias, ya que cambian a lo largo de la historia, las identidades nacionales también cambian, pero morosamente y de manera generalmente imperceptible. Por ello han demostrado ser las más duraderas en la estructuración de los estados modernos.
– ¿Por qué la identidad está proscrita? ¿A qué relato corresponde?
– Un cierto «universalismo» francés, que en realidad siempre ha sido jacobinismo, es decir, una particularidad de Estado, se asustó con el regreso de las singularidades tras derrumbarse los grandes relatos ideológicos. A la ética levinasiana (1) del reconocimiento de la alteridad algunos respondieron demonizando las identidades culturales y cargando el mochuelo al benemérito Herder, en una lamentable resurrección filosófica de la partición europea a ambos lados del Rin. En realidad, se cuestionaban sobre todo las identidades subestatales, pues el Estado, como es sabido, redime la identidad universalizándola. Entonces se publicaron libros con títulos alarmistas como ‘Las identidades asesinas’ (2) que aquí encontraron el terreno abonado, pues nada tiene más sentido para los españoles que incriminar las identidades que hay en conflicto con la suya. Al mismo tiempo, al otro lado del Atlántico la identidad se imponía con todos los grupos reclamándose de alguna: racial, étnica, religiosa o sexual. Y eso, mira por donde, el progresismo local lo veneraba como si fuera la Moreneta. No hace mucho la señora Colau agradecía la derrota de Trump arrabatadamente, como si le fuera el cargo en ello. Pero no era a Joe Biden a quien se lo agradecía, sino a los colectivos de las identidades mencionadas, reduciendo las elecciones estadounidenses a la medida de su ideología de papel maché.
La identidad no es autotélica (3); no es causa de sí misma. Fueron otros que de pequeño me informaron de que yo era catalán, es decir, diferente. En los ‘Tagebucher’ Victor Klemperer, refiriéndose a los nazis, exclama: «Ellos me han hecho judío». Nadie nos ha preguntado si queríamos ser catalanes. Nos hemos encontrado diferencialmente, la mayoría porque enfrente tenemos una identidad que nos rechaza y define como inasimilables nuestra lengua, nuestro acento, determinados reflejos y formas de reaccionar a los estímulos. Pero esta presión definitoria es mutua. El español se españoliza por reacción a la catalanidad, también toma conciencia de lo que es a partir de lo que considera extraño, de lo que expulsa de su esencia.
– «Cataluña es una sociedad distinta a la española». Esta idea está por todo el libro, pero a veces parece que nos vamos pareciendo, cada vez más.
– La gente se adapta a todo, sobre todo cuando no tiene suficiente fuerza para oponer. Como la transición la viví durante poco tiempo, cada vez que volvía a Cataluña me sorprendía que, a pesar la oficialidad del catalán, lingüísticamente todo continuara como la dictadura. La dimisión lingüística en masa da una idea del alcance de la adaptación. Por primera vez en la historia, una mayoría de catalanes habla el castellano según los cánones españoles. Inidentificables por el acento, han borrado las señas de identidad más propias, como aquel que se arranca la piel a mordiscos para deshacerse de un estigma. Algunos van hasta el extremo de imitar la dicción madrileña y adornarse con una identidad postiza. Tenemos un ejemplo en la presidenta del congreso.
– Dice que el libro de Xavier Rubert de Ventós ‘De la identidad a la independencia’ es un punto de inflexión. ¿Por qué?
– A pesar de que alguien lo ha caracterizado de panfleto, el libro de Rubert de Ventós se apoya en un pensamiento teórico complejo y original. Rubert es amigo de la paradoja juguetona, lo que puede dar impresión de ligereza. En su momento el libro fue importante porque aportaba un razonamiento teórico que, desde la amabilidad y sin crispación, elevaba el discurso por encima de la reivindicación y lo ponía en el plano de la inteligencia. Es un texto que pueden entender y compartir personas de otras culturas. Lo he comprobado a menudo adoptándolo en algunos de mis cursos.
– A pesar de ser muy crítico, dice que la declaración de la independencia fue útil. ¿Por qué?
– He criticado la forma en que se hizo una declaración seguida de retractación el día 10 y otra sin convicción el 27, con el gobierno a punto de irse por la puerta trasera. Con el tiempo se ha sabido que las estructuras de Etado anunciadas no se habían preparado y, lo más sangrante aún, que el jefe de los Mossos había urdido un plan para detener el gobierno. Una situación similar ya había pasado el 23-F, cuando empezó la involución del estado de las autonomías. Pero treinta y seis años más tarde, un gobierno que impulsa una declaración de independencia se tenía que haber preparado para controlar el territorio. El hecho más triste y que revela mejor la penuria del momento es que los dirigentes no contaban ni siquiera con la fidelidad de la propia policía. La sensación de amateurismo es insoslayable. Pero en cierto sentido el gesto no fue del todo inútil. Estableció un hito histórico como los de 1640, 1714 y 14 de abril de 1931. Aunque señalen derrotas, las efemérides tienen algo positivo. Son momentos culminantes de una historia nacional que durante largos períodos transcurre mortecina. Nutren la imaginación popular y se convierten en referentes para volver a intentarlo. El techo histórico ya no puede volver a ser la autonomía y eso el Estado español tarde o temprano lo tendrá que digerir.
– En 2018 decía que el independentismo debía tomar conciencia de la importancia de los ritmos de los cambios en Europa y de los peligros de la asincronía. Y acababa diciendo: «Si se sabe discernir el nadir (4) de la decadencia del opresor, y uno se mueve rápidamente en la dirección de la historia, entonces acontece lo que a veces parece un milagro y no es sino la liberación repentina de la fuerza retenida durante mucho tiempo por las estructuras que se derrumban».
– En su ensayo sobre la vida mental en la metrópoli, Georg Simmel observa que la vida moderna es sincrónica. Lo advertía a principios del siglo XX, pero con la revolución digital esto se ha convertido en mucho más evidente. Cataluña es una partícula del mundo, una célula del cuerpo político de la humanidad. No pasa nada que no responda a los estímulos generales, a la acción de los otros órganos. Estos pueden dar curso o impedir los eventos según las fuerzas dominantes en cada momento. Cataluña suele ir desacompasada de los grandes movimientos de la historia. En el siglo XIX combate contra Napoleón, a pesar de que éste le otorga una especie de autonomía que España tardará más de un siglo en concederle. Descubre el nacionalismo cuando el país se ha agotado con las guerras carlistas y enseguida se reproduce la división entre nacionalistas de derecha y de izquierda. Se sumerge en la revolución cuando la sombra del fascismo se extiende sobre Europa. Manchándose con los ‘Hechos de mayo’ (5), repugna el liberalismo y la decanta a mantener a Franco durante cuarenta años. Pero en los años cincuenta y sesenta, la lucha por los derechos de las minorías en Estados Unidos y la descolonización en Asia y África abren un horizonte a las reivindicaciones catalanas y este clima de opinión acaba imponiéndose a los franquistas, que se avienen a restituir la Generalitat y aprueban el estatuto de autonomía. El viento de la historia volvía a soplar a favor, pero los catalanes ni siquiera pidieron el concierto económico, que Adolfo Suárez tenía asumido.
– No se aprovecha…
– En lugar de jugar fuerte, pactaron cuarenta años más de inmovilismo. La última década ha abierto grietas en el régimen del 78, que se tambalea bajo el peso de una corrupción sin parangón en Europa. Este momento de peligro explica la dureza de la represión y la reconstitución de la ultraderecha como última línea de defensa de un régimen acosado por todo tipo de crisis. Pero esta misma desesperación da opciones al independentismo para llevar al Estado al borde del abismo y dejarlo a merced de su vértigo. Apuntalarlo ahora es el error más grave que puede cometer el independentismo. Es verdad que la única esperanza del régimen es una dictadura ‘de iure’ o ‘de facto’ y, ante esta amenaza, se comprende que el independentismo sienta escalofríos. Pero un régimen abiertamente fascista en España sólo sería viable si se consolidara el autoritarismo emergente en otros países y Europa volviera a un escenario como el de los años treinta. Algunas dinámicas apuntan en este sentido y si el independentismo aplaza la acción hasta dentro de quince o veinte años, como proponen algunos de sus partidarios, Cataluña podría volver a marchar con el reloj histórico con hora cambiada.
– ¿Considera un error que se argumente la nación a partir de la cultura?
– En absoluto. Las naciones son compuestos de materia biológica y elementos de transmisión social: normas, costumbres, lenguaje, mitos o, modernamente, historia. La materia biológica es universal, pero los elementos sociales suelen ser privativos, aunque también los haya de compartidos. Por ejemplo, a lo largo de la historia europea están los elementos formativos comunes procedentes de las culturas grecolatina y judeocristiana. Tampoco costaría nada encontrar elementos comunes a las naciones española y catalana. Pero incluso los elementos que son comunes, cada pueblo los modula a su manera. Y luego están los elementos privativos, de donde resultan diferencias no necesariamente incompatibles, pero sí distintivas. Sin una cultura diferenciada y a la vez compartida por todo el mundo no se puede hablar de comunidad nacional. Y así como no tiene ningún sentido reclamar la independencia si no es mediante el derecho de autodeterminación, tampoco se puede defender la existencia de la nación si no la avala una cultura. Esto lo sabía el viejo catalanismo y lo sabe el Estado, que por esta razón niega a Cataluña incluso la condición de nación cultural. Y por eso hace siglos que trata de extirparle la lengua y destruir la cultura en la que se ampara. La novedad es que en el asalto a la nación colabore una parte del independentismo, creyendo que con un conjuro se puede hacer aparecer una entidad estatal dentro del hueco nacional. El problema, como decía André Gide, es que nadie puede salir de un sistema sin caer instantáneamente en otro. Y esto tanto vale para la cultura como para la filiación nacional.
– Cuando explica esta mirada con ojos extrañados dice que la Cataluña que era su casa ya no existe. ¿Cómo era y cómo es? ¿Podría sintetizar las diferencias?
– Nací en 1956 y eso me sitúa, desde el punto de vista formativo, en los años sesenta y primeros setenta. He convivido con los niños de la inmigración. He recibido el impacto de ese cambio cultural profundo sin darme cuenta. Un impacto que debía registrar mi inconsciente, porque todavía recuerdo la extrañeza que me hablaran en castellano en los primeros días de ir a colegio. Tendría tres años. Pero también recuerdo una sociedad menos convulsa y una Barcelona llena de tabúes pero menos agresiva y más respetuosa; quizás también más confiada en la cultura como modelo de vida. Seguramente perduraban hábitos de antes de la guerra, que se iban perdiendo. Recuerdo con admiración a personas de expresión correctísima, que no levantaban la voz, que exponían la razón de las cosas. Gente como de otra época, que contrastaba con el tono grosero, de barrio, que iba tomando la ciudad. El catalán, a pesar del franquismo, estaba más presente en las conversaciones, era casi general entre los vecinos de la escalera. Y se conservaba intacto fuera de la ciudad. Los veranos pasados en un pueblo del Maresme implicaban sumergirse en un medio lingüístico sin fisuras, donde los inmigrantes que empezaban a llegar adoptaban el idioma y sus hijos hablaban el catalán exactamente como los otros niños. Desde aquellos años, la situación se ha invertido, los referentes se han desplazado y el trato en el país se ha vuelto áspero, incluso hostil. En el ambiente hay una agresividad siempre a punto de descargarse como en una tormenta eléctrica, una desconfianza que envenena las relaciones y un egoísmo punzante, tal vez porque la gente está muy escarmentada. Pero el contraste podría ser fruto de una memoria falsa, la distorsión resultante de haber trasladado mi vida a otro país con normas de sociabilidad diferentes. Quizá soy yo el que ha cambiado y no Cataluña. En todo caso, aquel niño y aquel joven que se formaron una conciencia y se forjaron una memoria tampoco existen.
– No podemos terminar la entrevista sin hablar de estas elecciones americanas. ¿Cómo interpreta el resultado?
– A ello dediqué un artículo (6) y no tengo mucho más que añadir. Quizás reaccionar a algunos comentarios de la prensa catalana. Quienes durante cuatro años han hecho pasar a Trump por detonante del populismo y el modelo del autoritarismo ascendente en el mundo deberían ir al rincón de pensar un rato. Trump no ha inventado nada. Ni Putin, ni Xi-Jinping, ni Erdogan, ni Salvini, ni Orbán, ni Aznar, ni siquiera Bolsonaro. Simplemente ha tenido la habilidad de captar un estado de opinión y expresarlo sin reparos. Trump es el portavoz de millones de personas que lo votan por razones de todo tipo, como no podría ser de otra manera, pero muchos, sin duda, porque ven alguien que expresa sin ni la mínima reticencia la rabia y la indignación con una serie de cambios y de inercias que identifican con «Washington». El mundo ha cambiado mucho en pocas décadas y ha generado ganadores y perdedores. Sobre todo perdedores. Y los cambios de esta envergadura tarde o temprano tienen traducción política. La inseguridad de millones de americanos ha terminado proyectándose en la figura de un presidente narcisista, inestable, agresivo y rencoroso y, aunque no lo parezca, muy inseguro y por tanto autoritario. Ahora miren a su entorno y diganme si no son estas las cualidades que suben por todas partes; si la grosería, la desvergüenza, la agresividad, la improvisación, el autoritarismo, la irracionalidad, los incumplimientos y el rechazo del compromiso no forman parte del panorama político. El trumpisme puede entenderse como expresión y metáfora de un fenómeno global.
– ¿Quiere añadir algo?
– No me ha preguntado por qué valía la pena recoger en un libro artículos publicados antes en el diario.
– Tiene razón, ¿por qué lo ha hecho?
– Un cambio de formato como éste no se puede dar por supuesto. Cambia las condiciones de lectura. El diario, y hablo muy en general, se lee deprisa, con tendencia a simplificar, a pasar por alto los matices y descuidar la expresión modulada. Este régimen de lectura genera lectores reactivos más que reflexivos. La lectura periódica descontextualiza y leer sin contexto no es propiamente leer; es descifrar, decodificar, a menudo buscando la confirmación de lo que el lector sabe o cree saber, de lo que le afianza en un prejuicio. Leer es interpretar, ponderar, dudar, mirar las cosas a distancia, considerar, palabra que etimológicamente significa mirar las estrellas. Y eso el lector de periódicos, y aún más el de diarios digitales, no suele hacerlo. El libro permite encararse con el texto de manera pausada, discerniendo su hilo conductor, la consistencia mayor o menor del punto de vista, el surgimiento y la evolución de un relato. También permite cotejar los textos entre ellos, simultaneando la recepción de materiales de diferentes fechas, y comprobar el efecto de la elección en la mirada vertida sobre la historia reciente; una mirada que es inseparable de la subjetividad del autor, que la examina desde un lugar determinado y en condiciones muy diferentes de las del lector.
– No hemos hablado de literatura. ¿Algún día tendremos tiempo de hablar?
– Acabamos de hablar un poco al hablar de lectura, pero valdría la pena volver a ella con más detención, aunque sólo sea porque debe ser evidente a todos que muchos de mis artículos se inspiran en experiencias literarias. Con más tiempo, explicaré por qué la literatura es una técnica de conocimiento y no un trasto de una época en la que la gente tenía más tiempo que perder.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Emmanuel_L%C3%A9vinas
(2) https://www.casadellibro.com/libro-identidades-asesinas/9788420609010/2031169
(3) https://definiciona.com/autotelico/
(4) https://es.wikipedia.org/wiki/Nadir
(5) https://es.wikipedia.org/wiki/Jornadas_de_Mayo_de_1937
(6) https://www.vilaweb.cat/noticies/incertesa-electoral-estats-units-article-joan-ramon-resina/
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