Con motivo de la nueva crisis entre Armenia y Azerbaiyán, algunos amigos y algunos medios han recordado que el año 2010 el Parlamento de las Islas Baleares aprobó una proposición no de ley de reconocimiento del genocidio armenio. Naturalmente, la crisis actual y aquellas masacres son hechos históricos muy diferentes, pero es imposible no sentir un escalofrío leyendo que Turquía, el país responsable de los asesinatos masivos que comenzaron en 1915, da apoyo incondicional a la agresión azerbadjaina de ahora. Recuerdo con cierta satisfacción la aprobación de aquella resolución, por el agradecimiento con que fue recibida por la comunidad armenia de Mallorca. Las resoluciones internacionalistas de un parlamento autonómico tienen siempre un cierto aire de brindis al sol, pero aquella tenía un plus de sentido. Era una modesta aportación a la campaña del pueblo armenio para que hubiera un reconocimiento internacional de su genocidio: el asesinato de entre un millón y medio y dos millones de armenios por parte de Turquía sin más motivo que la pertenencia étnica de las víctimas. La prueba definitiva y contundente de la naturaleza de aquellos hechos es una frase de Hitler: «¿Quién se acuerda hoy del exterminio de los armenios?», dijo en julio de 1939. Una campaña que le sirvió de inspiración.
A poco que uno se acerque a la realidad de los armenios se sorprenderá de hasta qué punto ligan su sentido de identidad y de pertenencia a la memoria de las víctimas y al deseo de reconocimiento del genocidio. Y, en sentido contrario, es muy notable la virulencia con la que Turquía responde a cualquiera que pretenda insinuar que hubo algo más que unos hechos violentos, sin agresores claros, en el contexto de la Primera Guerra Mundial. El Parlamento de las Islas Baleares tuvo la prueba de la beligerancia turca, en forma de carta de protesta ni más ni menos que del embajador del país en España. Para los intelectuales turcos que han tratado de poner en cuestión la verdad histórica oficial (la mentira histórica oficial), la respuesta ha sido siempre mucho más contundente.
El afán de los regímenes autoritarios de contar los hechos del pasado de acuerdo con sus intereses es un hecho universal, y no parece existir límite temporal al respecto. Hace poco leía la curiosa noticia de que el Museo de Historia de Nantes ha renunciado a hacer una exposición sobre la Mongolia de Gengis Kan, el hombre que en el siglo XIII construyó uno de los imperios más vastos de la historia. El motivo de la renuncia ha sido la censura que quería ejercer China, de donde provienen buena parte de las piezas que se habían de exponer. Los representantes chinos querían incluso cambiar el topónimo Mongolia por «las estepas del norte de China». En el trasfondo hay, naturalmente, cuestiones de política actual: la llamada Mongolia interior es una de las regiones autónomas de China donde se está acentuando la presión unformizadora de Pekín. No hace mucho, precisamente, fueron noticia las protestas de la población mongola de la región contra la imposición de la cultura china y del chino mandarín en las escuelas. En septiembre hubo manifestaciones en toda la región, que todo parece indicar que será embestida por la misma apisonadora que actúa contra tibetanos y uigures. En este contexto, que se recuerde aquel mítico emperador medieval de mostachos finos es toda una amenaza a la integridad territorial china.
Todo esto sucede en torno al 12 de octubre, Día de la hispanidad, que llega con su ya tradicional pifia en el desfile. La actitud de los poderes españoles respecto a lo que sucedió en las Américas a partir de 1492 no es sustancialmente diferente a la de Turquía o China: negar la historia en nombre del amor a la patria, negar la historia en nombre de la negación de la diversidad. Aún recordamos cómo, con motivo del quinto centenario, el eslogan ‘encuentro de dos mundos’ hacía avergonzar a cualquier persona que se hubiera informado mínimamente de lo que había supuesto para las poblaciones americanas la llegada de los europeos. Más de cincuenta millones de indígenas murieron, la mayor parte debido a enfermedades, pero en muchos casos debido a otro tipo de heroicidades de los nueve conquistadores. Hay incluso evidencias geológicas: el abandono masivo de tierras de cultivo tuvo incidencia en las emisiones globales de dióxido de carbono y, por tanto, en el clima. Todo ello, en España, molesta. Si buscan por Internet, verán que la prensa madrileña continúa publicando regularmente crónicas que desmontan, dicen, lo que ellos llaman el «mito» o la «leyenda negra» de las muertes masivas. Y cuando las huestes de la extrema derecha exaltan de manera patética la conquista de América no hacen otra cosa que ejercer de versión extrema de lo que piensa mucha más gente. De lo que piensa el conglomerado institucional y cultural que se expresa a través de las sentencias del Supremo. Turquía, China, España: la vulgaridad de la exaltación nacional rancia, la ignominia de la ocultación.
ARA