Sin problema no hay solución

Tenemos, por estos lares, una tendencia innata para convertir en incompatibles conceptos y actitudes que no lo son, sino todo lo contrario. Se necesitan el uno al otro, son complementarios e inseparables, como en la noche las llamas en la oscuridad, que decía el poeta. Hay, pues, quien hace una defensa cerrada de la idea de gobernabilidad de las instituciones, de disponer de un gobierno competente para adoptar medidas que hagan que la gente viva mejor y que la vida sea más fácil y placentera a todos. Pero este se supone que es, en cualquier circunstancia, el objetivo normal de todo gobierno. Algunos defensores de la gobernabilidad como concepto superior suelen ser contrarios al hecho de simultanear con otros objetivos o comportamientos, tales como la adopción de determinados gestos simbólicos, llenos de carga política, vinculados directamente al momento colectivo que se vive en un territorio concreto.

Otros son de la opinión que hay que aprovechar al máximo toda la potencialidad mediática y todo el poder icónico que representa un simple gesto, protagonizado por un gobernante, y que, por tanto, es lógico beneficiarse del aparato mediático institucional en beneficio de una causa política y sacar rédito del eco que obtienen gestos y palabras de los dirigentes gubernamentales más destacados. En ocasiones, la dimensión más simbólica del gobierno puede llegar a pesar más que la propiamente ejecutiva, con el peligro que no sean pocos los ciudadanos que se cuestionen la eficacia de ciertas medidas sobre su cotidianidad, sus problemas y sus expectativas de bienestar.

En realidad, aunque no siempre se reconozca, gestión y simbolismo van de la mano en la mayoría de gobiernos, por más que, a menudo, se intente disimular. Si esto ya es así en situaciones políticas estabilizadas, más lo es aún en momentos de conflicto político abierto como el que vivimos entre Cataluña y España. Por eso tan erróneo es reducir el gobierno a una simple buena gestión, desaprovechando su potencial simbólico como si aquí no pasara nada, como, bien al contrario, olvidar o minusvalorar la primera obligación de todo gobierno que es gobernar, en beneficio de un activismo simbólico que corre el riesgo de alejar las instituciones de las necesidades de los ciudadanos y convertir el propio ejecutivo en una institución inútil para hacer frente a la realidad y mejorarla. Las dos dimensiones, pues, están condenadas a entenderse.

Dicho esto, los independentistas irlandeses siempre consideraron que «la dificultad de Inglaterra era la oportunidad de Irlanda». Es decir, que había que sacar el máximo provecho, en beneficio propio, de los problemas por los que podía pasar el Estado del que deseaban separarse. En todos los procesos de emancipación nacional en los dos últimos siglos, las independencias han sido posible tras un proceso de lucha armada, culminado con una victoria militar de las fuerzas secesionistas, o bien aprovechando unos momentos de debilidad de la «metrópoli», de crisis profunda del Estado dominante. Teniendo en cuenta que la vía catalana no es la militar, no parece lo más sensato desaprovechar el contexto de dificultades por las que pueda pasar España y utilizar esta debilidad como fortaleza para nuestra causa. Y aquí hay quien parece que le sabe mal una crisis institucional profunda en el Estado español y, con un comportamiento incomprensible, no se atreven sacar provecho por una mala entendida «responsabilidad» gubernamental. Cuando ven que el Estado hace aguas, ante la posibilidad de un naufragio definitivo, le echan un salvavidas o le envían una lancha de salvamento marítimo, no sea que España se hundiera.

Ya sé que es una obviedad, pero conviene no olvidarla: con la independencia de Cataluña ganamos nosotros y sale perdiendo España, desde todos los puntos de vista: económico, político, demográfico, en cuanto a la imagen internacional, etc. Es una ingenuidad, pues, imaginar que España no hará todo lo necesario para impedirlo, tal y como ha demostrado a lo largo de los siglos y hasta el día de hoy. Y todo significa todo. Tanta como creer que porque tenemos la razón, la nuestra es una bella y justa causa democrática y nuestra revolución plena de sonrisas, buena gente y camisetas de colores variados, ya lo tenemos todo ganado y la opinión pública internacional se movilizará en defensa de nuestra noble causa.

Hasta que no convirtamos nuestra opresión nacional (no reconocimiento de nuestra existencia como comunidad nacional y negación de nuestro derecho a determinar su futuro) en un problema (económico, político, democrático), percibido así por España, la UE y la comunidad internacional, no habrá una solución. Y, más allá de los problemas internos bastante evidentes que España ya tiene y genera por sí sola, una estrategia catalana de acentuación de España como problema internacional también contribuiría a ello. Claro que, para eso, sería necesario disponer de estrategia y, además, que fuera catalana, es decir, nacional y no de un partido, un movimiento o unas siglas. Un día, estoy seguro, aprenderemos. ¡Y me gustaría verlo y vivirlo!

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