¿El cincuenta y uno por ciento de qué?

No quisiera parecer pesado, y si se considera que no tengo suficiente autoridad para ser escuchado, puedo citar bibliografía. Por ejemplo, el libro ‘Faire l’opinion’ de Patrick Champagne, discípulo de Pierre Bourdieu. Pero tengo que volver a recordar que votar no es opinar. La opinión es gratis, no conlleva obligaciones prácticas, no compromete a nada. Te la piden en una encuesta, generalmente anónima, y ​​dices lo que te parece sin pensar en las consecuencias de lo que piensas. Es un brindis al sol. En cambio, votar es hacer. Tiene consecuencias, y hay que valorarlas. Por eso existe el llamado «voto útil», a menudo emitido en contra de la propia opinión. O el «voto en contra» de los tuyos, para castigar un gobierno que no ha cumplido los compromisos. También hay votos incondicionales, como el «voto de adhesión al líder», o el «voto militante al partido» o, si se está enamorado de la mascota, el voto a los animalistas. También son acciones. Con más o menos cálculo, votar es hacer y tiene consecuencias prácticas. Y los que votan como quien opina, al día siguiente de las elecciones lo suelen lamentar cuando ven las consecuencias de lo que hicieron sólo con el corazón y no con la cabeza.

Todo esto lo digo porque ahora que ya hay fecha para las próximas elecciones catalanas, ya se ha comenzado a especular sobre el sentido del voto, como si se tratara de una encuesta de opinión para saber cuántos están a favor y cuántos en contra de la independencia. Y es un gran error. En las elecciones del 14 de febrero, mal me parece recordarlo, votaremos la composición de un Parlamento que deberá elegir un gobierno. Y muchos ciudadanos responderán a lo que se les pregunta, y no sólo -o nada- a si quieren o no la independencia. Que esto pesará en la toma de decisión, es obvio. Pero habrá otros factores a tener en cuenta, especialmente a la vista de la enorme incertidumbre en que vivimos.

Como en otras ocasiones hay quien querrá hacer la campaña y leer los resultados en clave plebiscitaria. Entiendo la pretensión, pero no serán plebiscitarias. Y cuando se haga el recuento, puede venir el drama. Ahora ya sabemos que hay votantes de partidos independentistas que en las encuestas dicen que no quieren la independencia. Y probablemente habrá votantes independentistas que lo harán por opciones no soberanistas para castigar a quienes creen que les ha traicionado. Me parece un gran error querer convertir unas elecciones en lo que no son porque uno se puede pillar los dedos. Por no decir las dificultades que habrá a la hora de saber cuáles son los partidos independentistas: ¿dónde sumaremos los votos del Partido Nacionalista de Cataluña, por poner un ejemplo? Saber si ha habido o no un 51 por ciento de voto independentista será imposible, ¡y eso sin hacer caso a los enrabiados que encuentran que ni siquiera los partidos que se declaran independentistas, lo son!

Pero, además, la cuestión del «51 por ciento» de voto independentista que algunos encuentran tan determinante, más allá de la retórica propagandística, topará con otro handicap. ¿Será un 51 por ciento en una participación del 50, del 60 o 70 por ciento? Seamos optimistas y supongamos que irá a votar un 60 por ciento de catalanes. Un 50 por ciento de un 60 por ciento es un 30 por ciento del censo. Nos podemos encontrar que con menos voto absoluto independentista que nunca tengamos el porcentaje de voto independentista más alto de todos los tiempos. Una victoria pírrica desde el punto de vista de su fuerza social. En estas elecciones, viniendo de casi un 80 por ciento de participación el 21-D-2017, el resultado lo decidirán quienes se abstengan, aunque al día siguiente de las elecciones hagamos ver que no existen. Es cierto que en democracia, como en la mesa de Bernat, quien no está no cuenta («quien no parece, perece»). Pero para hacer la independencia, incluso más que necesitar ampliar la base independentista, lo que hace falta es que los unionistas catalanes también quieran sentarse en la mesa donde se debe tomar la decisión.

Entendámonos: como independentista que soy, pienso que sería moralmente muy importante conseguir superar el 50 por ciento de voto independentista el 14-2-2021. Pienso que con más del 50 por ciento de voto, internacionalmente, tendríamos una carta más para enseñar. Pienso que esto animaría a los desencantados y que exasperaría el unionismo y lo llevaría a hacer ese tipo de cosas que tanto nos ayudan a avanzar. Pero sería un error esperar más que eso. Sobre todo, porque si nos hacemos demasiadas ilusiones -ya lo sabemos- después todo son disgustos.

En definitiva: que el único 51 por ciento de voto que valdría para hacer la independencia es el que se consiguiera con un referéndum donde todas las partes estuvieran dispuestas a participar, aunque se hiciera sin el visto bueno del Estado. Como en el caso del Brexit, que con una participación del 70 por ciento pero sólo un 52 por ciento a favor de salir de Europa, se aceptó el resultado. Es decir, el apoyo de un poco más del 36 por ciento del censo electoral. En cambio, en España, ni con un 90 por ciento de voto independentista haríamos que el Estado se apeara del burro. En resumen: hay que ir pensando en más cosas que el 51 por ciento.

Publicado el 12 de octubre de 2020

Núm. 1896

EL TEMPS