Una de las lecciones que los europeos habrán sacado de la negociación del plan de recuperación para las economías dañadas por Covid-19 es la altivez y el desagradecimiento de los españoles. Siendo el segundo país más beneficiado, con 72.000 millones de euros no retornables, que equivalen a casi un cuarto del presupuesto del Estado, todavía algunos se han permitido vilipendiar a los benefactores, en especial al primer ministro holandés, Mark Rutte, principal defensor de la responsabilidad de vivir y gobernar sin estirar más el brazo que la manga. Durante la negociación el españolismo ya se había desgañitado reclamando una ‘solidaridad’ que siempre ha entendido en clave extractiva. En un país tan frágilmente europeo como España, capaz de levantar barreras ferroviarias con el continente y de convertir en eslogan su ‘diferencia’, es de rigor tratar de insolidarios a países donantes por el simple hecho de objetar una solidaridad mal entendida. Porque las transferencias-limosna que ha arañado el gobierno español ni han sido las primeras ni serán las últimas, según el engreído pronóstico sobre el efecto políticamente irreversible de esta medida de urgencia.
Ser europeos, en estas condiciones, vale un Perú. Y de esta ganga hay quien dispone como de un derecho heredado. Así piensan los nuevos europeos que tachan a holandeses, austriacos, suecos, daneses y finlandeses de tacaños por negarse a financiar la España de mano agujereada, por donde se han colado 190.000 millones de euros de los fondos de cohesión -por cierto, distribuidos de manera muy desequilibrada, con La Rioja recibiendo 624.635.934 euros más que Cataluña únicamente entre 2014 y 2020. España no sólo ha sido el país más beneficiado con estas transferencias sino que, en términos relativos, ha recibido más dinero que toda Europa con el Plan Marshall. Y todavía hay quien rechaza la comparación porque, dice, el Plan Marshall era la ayuda de una potencia extranjera, mientras que ahora se trata de transferencias intraeuropeas, o sea, de uno mismo a uno mismo.
El debate no es entre euroescépticos y proeuropeos, sino entre sensatos e irresponsables, con Alemania jugando un difícil papel arbitral con responsabilidad compartida entre una política fiscal exigente, por un lado, y la voluntad de salvar la zona euro de la descomposición a la que lo arrastran países indisciplinados como España, por otro. Se hace muy difícil de digerir a quienes deben abrir la bolsa que un primer ministro que va al trabajo en bicicleta tenga que aguantar la impertinencia de quien pone la mano mientras se pasea con un Audi blindado y escolta con ametralladora y se gasta 2.100 millones de euros en tanques sin más utilidad que lanzarlos sobre Cataluña si alguna vez intenta materializar la República Catalana. O el despilfarro de quien crea toda una Secretaría de Estado para emitir la infantil propaganda de España Global, como si estuviéramos en la época de Manuel Fraga Iribarne. Valga como ejemplo de la sutileza que gasta la secretaría de Irene Lozano en el spot sobre la invención española de
‘Thanksgiving’ para informar a los estadounidenses de lo que les une con España. Se podrían detallar todavía los lujos de falso nuevo rico y pseudo-potencia, como los kilómetros inútiles de TGV, el metro faraónico de Madrid, las fabulosas autopistas para atravesar el desierto, los aeropuertos infrarregionales, la multiplicación de una burocracia saprofítica -Estados Unidos tiene una Vicepresidencia mientras que Pedro Sánchez tiene cuatro- o la proliferación de Institutos Cervantes con una misión expansionista que no pasa por la cabeza a países de ámbito más reducido y bolsillos más profundos, como los que hace tiempo que pagan la fiesta española.
Desde un pretendido europeísmo hay quien, refiriéndose al independentismo catalán, ha osado tachar de mezquinos a quienes consideramos justas las reticencias de los pagadores. Desde un cierto punto de vista, la reducción de la cifra de ayudas directas pretendida por España perjudica a Cataluña como parte del Estado, pero visto el método de reparto decretado por Pedro Sánchez, quien desde hace un tiempo gobierna por decreto, es dudoso que la diferencia sea apreciable. Y el perjuicio será aún mayor, porque la disminución del botín la compensará el Estado por el método infalible de la expoliación fiscal. Esto, efectivamente, no es ninguna buena noticia. Pero de un gran mal surge un gran bien y los catalanes pueden alegrarse de que este último asalto a los ahorros ajenos, lejos de representar la institucionalización de una anomalía, abre una etapa en la que España tendrá cada vez más difícil defender el privilegio. Abriendo la mano por enésima vez, países que durante décadas han practicado la solidaridad incondicional anuncian que en el futuro exigirán más responsabilidad de un miembro que en treinta años no ha sido capaz de europeizar muchos tramos de la vida pública. Lo demuestran de manera descarnada la corrupción tercermundista del poder, la insubordinación latente de las Fuerzas Armadas, la degradación de los derechos humanos entre las fuerzas de orden público y la perversión de la justicia que, reiteradamente, no logra pasar los filtros europeos ni tan sólo en aspectos procedimentales y de forma.
Lo que, de momento, Cataluña pierde de una ayuda que, sin embargo, Madrid se encargará de repartir desproporcionadamente al impacto económico de la pandemia, a la larga lo ganará con una mayor intervención de Europa en la arbitrariedad española. Porque este ha sido y todavía es el principal problema catalán en la Unión Europea: la carta blanca de la que goza España en los asuntos llamados internos y la desprotección de los catalanes como europeos. Por otra parte, sin embargo, la extrema dependencia económica de España asegura que, en tanto que democracia fallida, cada vez le resultará más difícil dar libre curso al instinto totalitario sin toparse con el marco legal europeo. Y de ello, es lógico que se alegren no sólo los independentistas catalanes sino también los buenos europeos.
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