Como denunció Marx, la acumulación capitalista en Europa estuvo muy ligada a la esclavitud. Sin embargo, la memoria de esa infamia, a diferencia de lo que ocurre en EEUU, aquí apenas está presente
La muerte de George Floyd asfixiado tras soportar casi nueve minutos de tortura ha vuelto a evidenciar el abuso policial al que es sometida la población afroamericana, víctima habitual del racismo imperante en la sociedad estadounidense. El testimonio grabado de su calvario, mientras esposado repetía que no podía respirar («I can’t breathe») se ha convertido en un eslogan global contra el racismo, la discriminación y la violencia policial. Sus repetidas suplicas: «por favor», «señor», «no puedo respirar» fueron en vano. La falta de compasión que demostró el agente que le martirizaba ha sido expuesta ante el mundo mediante tecnologías que como los smartphones proporcionan testimonios que contradicen los atestados policiales con los que se encubren y falsificaban los abusos. Aunque las grabaciones de imagen y sonido permiten considerar que se ha podido tratar más bien de un asesinato, la fiscalía de Minnesota ha acusado por homicidio en segundo grado. Pero más relevante que la tipificación acusatoria es, en mi opinión, que se haya involucrado también a los otros tres policías que participaron en la detención, porque resulta aterrador comprobar que quienes deben proteger y servir a la ciudadanía asisten pasivamente a una suerte de linchamiento. El fin de la impunidad es clave para cambiar una cultura de abusos donde anualmente la policía mata cerca de mil personas, la mayoría afroamericanos.
Claro que la brutalidad policial no es exclusiva de Estados Unidos. En la Unión Europea, el maltrato a los inmigrantes y los abusos contra las minorías están muy extendidos. La violencia policial en las fronteras, en campos de refugiados o en centros de internamiento se ha convertido en una práctica común. Y qué decir de la impunidad policial con la tortura, que en Euskadi ha sido practicada durante décadas en cuartelillos y comisarías españolas como método punitivo y mensaje para aterrorizar a la población. Sin embargo, hasta la fecha, ni la Guardia Civil ni la Policía Nacional se han disculpado. Por el contrario, las condecoraciones, promociones y el indulto a los torturadores han caracterizado a la democracia española realmente existente. Así, por ejemplo, el pasado mes de mayo ha muerto condecorado el conocido torturador Billy el Niño, y una víctima de torturas, Pello Alcantarilla, ha acusado públicamente al coronel Pérez de los Cobos, el responsable del apaleamiento de votantes en Catalunya, luego promovido a responsable de seguridad en Madrid, y recientemente cesado «por perdida de confianza», de estar presente durante «los interrogatorios». Qué decir también sobre la connivencia sistemática de la judicatura española con el tormento, sobre su falta de interés en investigar las denuncias, o sobre el juez Marlasca, aupado a ministro español de Justicia aunque varias sentencias europeas hubieran condenado antes su inacción ante las denuncias por maltratos. En España la impunidad de los torturadores, la promoción de sus mandos y la de sus encubridores en la judicatura, en la política, o en los medios de comunicación tiene una larga tradición.
Aunque la violencia contra la población afroamericana tiene unas raíces históricas que se remontan a la esclavitud, el origen de la trata está en Europa. Puertos como Cádiz, Sevilla o Barcelona; Lisboa y Porto; Nantes, Liverpool, Burdeos o Bristol traficaron con millones de seres humanos y muchas fortunas, blanqueadas con posterioridad, se acumularon con la trata. También entre nosotros algunos indianos, compañías mercantiles y capitanes estuvieron asociados a ese infame negocio en el que España y Portugal, Inglaterra o Francia cuentan con un horrendo historial de abusos. Como denunció Marx, la acumulación capitalista en Europa estuvo muy ligada a la esclavitud. Sin embargo, la memoria de esa infamia, a diferencia de lo que ocurre en EEUU, aquí apenas está presente. Por el contrario, el nacionalismo de Estado sigue glorificando la colonización y el pasado imperialista. No suele recordarse que, por ejemplo, la Constitución de Cádiz, no abolió la esclavitud, sino que evitó ese debate; que las revoluciones americanas, o la francesa, la mantuvieron o que la esclavitud fue un enorme negocio que se dirigió hasta el siglo XIX desde Londres y Madrid, París o Lisboa. El indecible sufrimiento que procuró sobre millones de seres humanos estuvo avalado además por las iglesias cristianas y el islam.
Esclavitud y racismo forman parte de la historia universal de la infamia y el supremacismo blanco que eclosiona a través de crímenes como los de Minneapolis sigue amparado por un sistema que tiene a un personaje como Trump como anticipo de su decadencia. Las propuestas de la extrema derecha de desplegar al ejercito frente a las protestas, como en el Brasil de Bolsonaro, advierten sobre el extremismo que se enmascara como «ley y orden». Que personajes tan disparatados hayan sido elegidos con el voto popular es una seria advertencia sobre el deterioro de las democracias, orientadas hacia modelos populistas autoritarios. No es un consuelo que las alternativas de Putin o Modi o la que encabeza Xi sean perspectivas todavía peores.
Entre los políticos más representativos de la violencia generada por el imperialismo contemporáneo tal vez sea Henry Kissinger el mayor criminal de estado vivo. Sus políticas represivas como secretario de Estado americano para Chile o Vietnam, Sudamérica e Indonesia son un ejemplo de cómo la ideología capitalista también se puede asociar, en nombre de la libertad y la democracia, con la desposesión, la persecución, o el asesinato de masas. Kissinger, quien de profesor universitario pasó a ser un político que recurría a arrojar napalm y quemar vivos a miles de vietnamitas; a impulsar, como en Chile, golpes militares; o a dar el visto bueno a invasiones y masacres, como las de Timor Oriental o el Sahara Occidental, también representa la turbia connivencia de la academia con la criminalidad política. Esa vocación criminal enmascarada como realpolitik incluso fue galardonada con el premio Nobel de la paz en una suerte de apología del sarcasmo institucional. La banalidad con la que se interpreta el crimen político asociado a semejante curriculum ha permitido que Kissinger haya disfrutado durante su largo retiro de una completa impunidad. Morirá en Manhattan, sin ser inculpado, rodeado de un halo de admiración política y académica que le ha procurado enormes beneficios mediante millonarios pagos por conferencias. Una retribución habitual que suele acompañar en diferido a otros criminales de Estado.
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