La ignominiosa muerte (ignominiosa para los que la causaron) de George Floyd ha dado lugar a una reacción social en cadena que comenzó con la protesta contra la violencia policial selectiva en Estados Unidos (la culminación, esperamos que definitiva, del ‘Black Lives Matter’), se extendió con movilizaciones transnacionales contra el racismo cotidiano subsistente en nuestras sociedades y ha derivado en una cruzada contra estatuas y monumentos de personajes tenidos por «esclavistas», «racistas», «colonialistas», etcétera, desde Cristóbal Colón hasta Winston Churchill. Es esta proyección retrospectiva, hasta cinco siglos atrás, de los valores y las categorías de 2020, la que interpela al historiador y le invita a la reflexión. Porque habría que tener cuidado de que, con el agua sucia, no tiramos también al niño.
En primer lugar, sería bueno un cierto rigor en los conceptos. El esclavismo (es decir, la transformación de un ser humano en propiedad legal de otro) fue criticado y combatido desde la Ilustración, y gradualmente abolido lo largo del siglo XIX: el Reino Unido en 1834, en Francia en 1848, en Estados Unidos en 1865, en la Cuba española en 1880… Que beneficiarios directos de esta práctica ya entonces vergonzosa (Antonio López en Barcelona, Edward Colston en Bristol, Robert Mulligan en Londres…) o defensores armados de su persistencia (Robert Lee y los otros generales confederados) dejen de tener monumentos en su memoria está justificado por completo y puede ser, si se explica bien, altamente pedagógico.
En relación con el colonialismo (el dominio y la explotación europea sobre los otros continentes) ya es más difícil establecer un cordón sanitario retrospectivo, porque fue una práctica general en el Viejo Continente desde el siglo XV hasta el XX; si algún país no tuvo colonias fue por incapacidad, no por motivos de conciencia. Podemos y debemos criticarlo, naturalmente, y explicar sus abusos y atrocidades; pero renegar del mismo equivaldría a desear que Europa se hubiera quedado detenida en la Edad Media, y América en las civilizaciones precolombinas. En cuanto al racismo (entendido como la creencia en la superioridad -biológica o, al menos, civilizatoria- de los blancos y su «derecho» a imponerse sobre los demás habitantes del planeta), esto, hasta hace menos de cien años, en Occidente lo creía prácticamente todo el mundo.
En estos días le ha tocado recibir a la estatua de Churchill en Westminster, en Londres, ensuciada con la inscripción ‘¡Racist!’. Y, sí, Sir Winston era un imperialista desacomplejado que consideraba tan legítimo suprimir derviches rebeldes en Sudán como inventarse las fronteras políticas de Oriente Próximo, lo que hizo como ministro de Colonias en 1921-22. Pero también era «racista» en el sentido actual del término Franklin D. Roosevelt, que mantuvo contra viento y marea la segregación racial dentro de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. O Charles de Gaulle. En 1959, ya presidente, con la guerra de Argelia sobre la mesa y en conversación con su colaborador Alain Peyrefitte, el general descartó conceder la nacionalidad francesa a los musulmanes argelinos porque -dijo- se instalarían en masa en el ‘Hexágono’, atraídos por el superior nivel de vida, y entonces «¡mi pueblo ya no se llamaría ‘Colombey-les-Deux-Églises’, sino ‘Colombey-les-Deux-Mosquées!» (1)
Y no, contra lo que muchos pueden pensar hoy, esto no era cosa sólo de aristócratas, militares y grandes capitalistas; este «racismo» teñía transversalmente a toda la sociedad. He aquí por qué decenas de millones de europeos pobres, campesinos y obreros, desde noruegos hasta sicilianos, atravesaron los océanos con destino a Australia o a las Américas, sin ningún escrúpulo de legitimidad ni complejo de culpa sobre si estarían arrebatando las tierras a los indígenas de un continente u otro.
Tampoco era una cuestión ideológica, de derechas racistas frente de izquierdas antirracistas. Si, en la Europa del último tercio del siglo XIX, hubo ejemplos de una izquierda consecuente, radical, revolucionaria, fueron los defensores de la Comuna de París, la insurrección de la primavera de 1871 en la capital francesa. Una vez vencida ésta, una parte de los que habían sobrevivido a los combates y a los fusilamientos posteriores -unas 3.500 personas- fueron condenados en consejos de guerra a la deportación y a los trabajos forzados en el territorio de Nueva Caledonia, situado en el otro extremo del mundo. Estaban allí desde hacía cinco o seis años cuando, en 1878, estalló en la isla una gran revuelta de los aborígenes kanakas (2) contra el dominio francés. ¿Y cuál fue la reacción de aquellos deportados políticos, de aquellos curtidos luchadores por la revolución? Pues acudieron en bloque a los militares que los custodiaban y les pidieron armas para sumarse a la tropa y aplastar juntos a unos «negros salvajes» que querían degollar a todos los blancos de la colonia.
¿A que nadie calificaría a los ‘communards’ -todavía hoy, uno de los grandes mitos de la izquierda francesa- como un grupo de racistas? Pues igualmente injusto y, sobre todo, anacrónico es colocar esta etiqueta a Churchill, Roosevelt, De Gaulle, Gladstone, Baden-Powell o la reina Victoria. Soltarlas lo bruto no es nunca una buena receta.
(1) Colombey ‘las dos iglesias’, frente a ‘las dos mezquitas’.
(2) https://es.wikipedia.org/wiki/Canaco
ARA