Un relato propio

El mal catalán es en parte malicioso porque no tiene nombre. No tenerlo es consecuencia de una de las represiones a las que España ha sometido Catalunya. Se trata de una epistémica, es decir, destinada a borrar el conocimiento producido y evitar que se genere. La finalidad de la violencia epistémica es que la nación oprimida no pueda explicarse a sí misma, ni la opresión que sufre, según sus propias herramientas, y tenga que hacerlo mediante las de la nación dominante.

El mal que asola Catalunya se llama imperialismo españolista. Se trata de una ideología que sitúa las naciones no castellanas en una relación de subalternidad hacia un sentimiento de españolidad hegemónico de profunda matriz castellana, que asigna la soberanía a un pueblo español homogéneo. El españolismo es inherente al estado español, igual que lo es el colonialismo. No obstante, colonialismo e imperialismo no son lo mismo. El colonialismo utilizó el supremacismo blanco para justificar la dominación europea hacia el resto de países del mundo. Para hacerlo, tuvo que construir una idea de Europa como blanca y cristiana, discriminante, e incluso exterminando judíos, musulmanes y gitanos. Todos ellos europeos. Por eso el equivalente europeo del racismo estructural que estos días se denuncia en los Estados Unidos no es el que, como afirman algunos independentistas, afecta a catalanes o vascos, sino lo que históricamente han sufrido los gitanos y los inmigrantes y refugiados no blancos. Muchos catalanes se beneficiaron del colonialismo. Muchos catalanes independentistas han recibido una represión más fuerte de lo habitual por no ser blancos.

El imperialismo españolista y el colonialismo no son fenómenos equiparables, pero sí comparables. No sólo porque se entrecruzan, de manera que una persona oprimida en un ámbito, el nacional, puede ser opresora en otro, el racial; o porque una persona oprimida nacionalmente y racial sufrirá situaciones que ni los catalanes blancos ni los españoles racializados vivirán. Colonialismo e imperialismo han sido promovidos por el mismo Estado, el español, que ha querido dominar económicamente, culturalmente y políticamente todo tipo de tierras. Lo que cambia es la ideología y las estructuras de poder para hacerlo: en Catalunya, el imperialismo; en Sudamérica, África y las Filipinas, el colonialismo. Imperialismo y colonialismo son comparables porque los instrumentos de dominación utilizados por España son parecidos: uso de la ley y del aparato carcelario y policial para criminalizar la alteridad, asimilación cultural y violencia contra la población, ya sea de forma indirecta —pobreza estructural— como directa —guerras y conflictos. Lo que varía de un caso imperialista a uno colonial suele ser la intensidad y la frecuencia en la aplicación de cada una de estas violencias.

Además, el caso catalán tiene una particularidad que hace que sea bastante excepcional a nivel mundial. A grandes rasgos, la metrópoli imperial y/o colonial suele ser, según los parámetros eurocéntricos sobre progreso y modernidad, más desarrollada económica y técnicamente que las dominadas. En el caso catalán, no ha sido así. Por eso los independentistas que arrinconan la lengua y la historia para evitar un supuesto etnicismo catalán yerran el tiro: el etnicismo catalán siempre ha sido de perfil cívico, porque es en los valores cívicos, y en aquellos indicadores de progreso marcados por el europeísmo, que Catalunya puede reclamar algún tipo de superioridad hacia España.

De hecho, el españolismo niega la opresión catalana blandiendo su desarrollo económico y científico. Una táctica comparable con la que ha utilizado el antisemitismo, que pinta a los judíos como una casta rica que tiene la intención de dominar el mundo. Incluso el colonialismo ha servido para estigmatizar a los catalanes. Allí donde España ha impuesto un relato sobre la colonización americana como la de un encuentro entre pueblos que enriqueció las dos orillas del Atlántico, no se ha privado de añadir que los principales beneficiarios del esclavismo y del comercio con las colonias fueron los pérfidos catalanes. Como consecuencia, buena parte de discursos de la izquierda catalana y española contrarios al colonialismo han perpetuado el imperialismo. La solución no es negar el colonialismo ejercido por catalanes, ni el racismo estructural presente en el país, sino crear una reflexión propia, catalana, sobre los procesos de descolonización cultural, política, social y económica que tenemos que emprender. A menudo, el «Catalunya no es una colonia» no se ha orientado tanto a reivindicar una sociedad catalana antirracista, sino más bien para negar el dominio castellano.

Parte del problema de no tener nombre es que no te permite comparar y, por lo tanto encontrar, puntos en común de lucha y resistencia con otras luchas y resistencias que hay por el mundo. La imagen de una mujer blanca estadounidense arrancando la simbología en el espacio público que recuerda el asesinato de George Floyd sí que es comparable a la de los pelotones arranca lazos que pululan por Catalunya, así como a la decisión de los tribunales españoles de vetar de las instituciones cualquier símbolo que no sean los constitucionales. Los instrumentos de resistencia en la calle contra Mossos y las fuerzas de ocupación españolas, Guardia Civil y Policía Nacional, como lanzarles pintura, han sido recomendados por la Federación Anarquista de Indígenas de los Estados Unidos. De la misma manera, grupos independentistas catalanes han establecido lazos con entidades kurdas y vascas. En la misma época que las activistas afroamericanas denunciaban las opresiones específicas que sufrían por ser mujeres y negras, Maria-Mercè Marçal entonaba el “tres voltes rebel”, y se articulaban movimientos feministas de resistencia indígena en América Latina.

La materialización de la República catalana no es sólo cosa de estrategias políticas institucionales y sociales. Necesita un sustrato cultural que entienda la naturaleza de la subalternidad catalana y que construya tanto vías para combatirla como un imaginario emancipador propio. Poner nombre a su opresión es un primer paso. Yo propongo imperialismo españolista. Si tenéis algún otro más preciso, no dudéis en decirlo. Pero decidlo. Porque ya es hora de que tengamos un nombre.

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