Las dos guerras de los Treinta Años

El pasado día 8 se celebró el 75.º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial tras la rendición incondicional de Alemania. Terminó entonces la “segunda guerra de los Treinta Años” (Tony Judt), que, con un largo intervalo, se extendió desde 1914 –comienzo de la Guerra Europea– hasta 1945. Esta segunda guerra de los Treinta Años supuso el suicidio de Europa, que acarreó la extinción de su hegemonía mundial, construida a partir de la primera guerra de los Treinta Años (1618-1648), consolidada con la revolución industrial y traspasada a Estados Unidos tras la debacle europea.

La primera guerra de los Treinta Años fue, en efecto, el momento germinal de Europa como nuevo concepto político, que hizo tránsito decisivo hacia los tiempos modernos, dibujando un nuevo escenario –la Europa de los estados nacionales– en sustitución del sacro imperio romano-germánico, es decir, de la cristiandad ya escindida irreversiblemente por la reforma protestante. El viejo imperio medieval quedó liquidado; el intento de restablecer la unidad religiosa fracasó; Alemania quedó pulverizada entre múltiples estados independientes; Francia se convirtió en la potencia militar y política más importante del continente, y, en suma, el mundo feudal retrocedió y dio paso al Estado moderno. España defendió –con su ejército y con todos sus recursos– la Contrarreforma y la unidad religiosa (la casa de Austria, de los Habsburgo, reinaba tanto en Madrid como en Viena); disputó a Francia la hegemonía europea; luchó en todos los frentes, y perdió la apuesta. Después del tratado de Westfalia, que puso fin a la guerra, España quedó derrotada, ensimismada y marginada a todos los efectos del escenario europeo. La decadencia, ya antes apuntada, cristalizó.

Y fue esta nueva Europa la que se hizo con la hegemonía mundial. Lo que fue posible porque se formó un sistema de poder político integrado por incipientes estados en equilibrio inestable, más interesados en proteger el comercio de sus súbditos que en acaparar toda la riqueza para destinarla, como hicieron otros imperios coetáneos, a financiar una arbitraria política de reacción ideológica y consumo suntuario. Este nuevo marco europeo propició, además, el avance tecnológico, el cambio estructural, el crecimiento de la renta y, al fin, el estallido de la Ilustración. Después vino la plenitud imperial europea. Por ejemplo, en el Congreso de Berlín celebrado en 1885, las potencias europeas se repartieron como si tal cosa buena parte del mundo. Pero pocos años después, en 1914, el nacionalismo supremacista y excluyente, que es para las naciones lo mismo que el individualismo narcisista y egoísta es para las personas, provocó el suicidio de Europa cuya consumación acabamos de conmemorar.

Lo que vino después ya es nuestra época, al menos la de aquellos que hoy constituimos la categoría de los confinados máximos , que nacimos poco antes o después de aquel 8 de mayo de 1945. Todos los europeos que vivieron entonces los desastres de la guerra tenían una meta clara: tamaño desatino no podía repetirse jamás, y para ello concibieron dos ideas: 1) Evitar la lucha de clases mediante el desarrollo del Estado de bienestar. 2) Impedir una nueva guerra entre estados mediante creación de un organismo paneuropeo que articulase primero los intereses económicos de los enemigos seculares, como paso previo inevitable para llegar luego a una unión política. Este fue el benéfico legado de los padres fundadores de la actual Unión Europea.

Hannah Arendt hizo una descripción vívida de los primeros momentos de paz. Cuenta que Georges Bidault, antiguo jefe de la resistencia francesa y luego ministro de Asuntos Exteriores de Francia, se dirigió inmediatamente después de la liberación de París a los soldados alemanes heridos con estas palabras: “Soldados alemanes, soy el jefe de la Resistencia. He venido para desearles un rápido restablecimiento. Ojalá se encuentren ustedes pronto en una Alemania libre y en una Europa libre”.

Durante los años que siguieron –los de gran parte de la vida de mi generación– Europa vivió la guerra fría en paz gracias al paraguas norteamericano; y, a pesar de la descolonización y de sus efectos, gozó de una etapa de crecimiento económico que permitió hablar, de forma hiperbólica, de un milagro europeo basado en la paz, la recuperación económica, la normalización de la prosperidad y la creciente implantación de instituciones comunitarias. Europa parecía haber resurgido para siempre de su pasado cainita. ¿Seguro? Otro día hablaré de ello.

LA VANGUARDIA