“La he escrito para mantener ocupados a los expertos en literatura durante los próximos trescientos años”, afirmó James Joyce justo después de publicar Ulises (1922), una de las novelas en las que se fundamenta la literatura contemporánea. No ha pasado una tercera parte de este tiempo y los críticos siguen indagando en los engranajes de uno de los primeros textos en traducir al lenguaje escrito los mecanismos del inconsciente.
James (1882-1941) fue el mayor de diez hermanos. Su padre, John Joyce, funcionario y aficionado a la bebida, malgastó el rico patrimonio familiar (levantado por el tatarabuelo del escritor) y alcanzó la cima de la saga en inversiones fallidas. La familia se veía obligada a cambiar de casa casi cada año y los niños, de escuela. Pero John adoraba a su hijo y pasaba largas horas con él hablando sobre nacionalismo irlandés; incluso le compraba libros cuando apenas tenían para comer.
Su madre, Mary Jane Murray, hija de un comerciante de licores, se refugió en la fe católica. Así, nacionalismo y religión guiaron la vida del escritor hasta la edad adulta. De hecho, James se educó siempre en centros jesuitas. En ellos incubó el complejo de culpa que le acompañaría y sufrió la represión de la sexualidad que convertiría posteriormente en literatura.
A los diecisiete años ingresó en el University College de Dublín, regentado por la misma orden religiosa, para estudiar lenguas modernas. Allí fue cuando rompió definitivamente con la fe cristiana. Ni siquiera su madre, agonizando en su lecho de muerte pocos años después, logró recuperarlo para la Iglesia. Ni James ni su hermano Stanislaus –a quien estuvo siempre muy unido– la complacieron en este doloroso trance. A cambio, los remordimientos le acompañarían siempre.
Su musa
Tras graduarse, Joyce conoció a Nora Barnacle, una humilde chica irlandesa que había viajado a Dublín para servir. Ella nunca le comprendería intelectualmente. “No he leído ninguno de tus libros, pero tendré que hacerlo. Deben de ser buenos si se venden tanto”, le dijo cuando ya era un escritor consagrado.
Sin embargo, Nora dio a Joyce todo lo que necesitaba, incluso se convirtió en la musa de la que se nutrieron sus protagonistas. Las cartas que Nora escribió a Joyce, por ejemplo, sin puntos ni comas, son un calco del monólogo final de la ficticia Molly Bloom en Ulises.
Nora habría querido una vida más convencional, pero a los pocos meses de conocer a Joyce aceptó acompañarle en sus viajes para convertirse en gran escritor. Primero fue Zúrich, después Trieste, Londres, Roma, París… Joyce parecía haber heredado de su padre las dificultades para echar raíces; también su talento irlandés para explicar anécdotas y ser la atracción de los cafés.
Comienzos difíciles
Durante más de una década, la pareja y sus dos hijos, Giorgio y Lucia, vivieron en la miseria, a menudo mantenidos por Stanislaus. Joyce sobrevivía como profesor de inglés, aunque gastaba su sueldo emborrachándose, amargado por sus dificultades para publicar. A pesar de ellas, muchos seguían viendo en él a un escritor muy prometedor y algunos empezaron a enviarle dinero, a veces de forma anónima, como en un principio la socialista estadounidense Edith Rockefeller McCormick.
En 1917 Joyce pudo concentrarse en la escritura, aunque aquel año también empezaron sus problemas con la vista, que le exigirían más de diez operaciones quirúrgicas y el característico parche en su ojo izquierdo que lució desde 1926.
Los reveses
Lo más duro para él fue, no obstante, la esquizofrenia de Lucia. Se desató tras el matrimonio de sus padres (por el que Lucia se sintió relegada) y tras recibir el rechazo sentimental del dramaturgo Samuel Beckett, uno de los últimos grandes amigos del escritor. Beckett visitaba a Joyce casi a diario. Este le dictaba Finnegans Wake, su última obra.
Algunos críticos consideran que Joyce y su hija eran almas gemelas, aunque él supo canalizar su excentricidad hacia la literatura. La enfermedad de Lucia y su propia ceguera, que le impidió seguir escribiendo, le sumieron en la depresión. Una úlcera duodenal perforada acabó con su vida en enero de 1941 en Zúrich. Fue enterrado en el cementerio de esta ciudad suiza.
Genio busca editor
Las dificultades de Joyce para publicar fueron una constante a lo largo de su vida. Sus obras, hoy reconocidas como esenciales en la revolución de la literatura moderna, vivieron uno y mil rechazos hasta que pudieron ver la luz:
Retrato de un artista adolescente: veinte impresores de Inglaterra y Escocia se negaron a componer esta novela autobiográfica, ya que la ley de la época les daba la misma responsabilidad legal que al autor y al editor. La historia apareció por episodios en la revista londinense Egoist entre febrero y septiembre de 1915.
Dublineses: la primera impresión inglesa (de 1906) de este volumen de cuentos fue destruida. La segunda (de 1912), también; esta vez por parte del editor, George Roberts, y del impresor. Solo se salvó un ejemplar de mil. El libro salió a la luz en Londres el 15 de junio de 1914 gracias a Grant Richards. Atrás quedaban una inversión de 3.000 francos, 40 rechazos de editores, tratos con siete abogados y 120 publicaciones.
Ulises: Joyce comenzó la redacción de esta novela en 1906, en Roma, donde viajó para trabajar en un banco. La revista estadounidense Little Review empezó a publicarla por entregas en 1918. Sus propietarias, Margaret Anderson y Jane Heap, recurrieron a un impresor de origen serbio que casi no entendía inglés. La Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York, que consideró el material inmoral y pornográfico, detuvo la publicación en 1920.
Antes, algunas entregas ya habían sido confiscadas y quemadas. Las editoras fueron condenadas a pagar 50 dólares por cabeza. La librera norteamericana Sylvia Beach editó la obra en París en 1922 con una artimaña repetida: un impresor de Dijon que no entendía inglés. En Estados Unidos el veto no se levantaría hasta 1933. En 1934 apareció la primera edición, dos años antes que la inglesa.
Este artículo se publicó en el número 454 de la revista Historia y Vida.
LA VANGUARDIA