Este año, encerrados y abalconados, el Día de la Patria ha servido para recordar otros tipos de virus que padecemos: la desvertebración del país y la falta de una simbología común que nos represente, salvedad hecha de nuestro icono más importante, el euskera.
No faltan progres que «pasan» de banderas y símbolos, lo cual suele ser una buena forma de colaborar a que las cosas, y sus símbolos, sigan como están. Yo soy de los que siguen emocionándose cuando en la película Casablanca cantan La Marsellesa, y paso envidia cuando escucho Els Segadors a toda la ciudadanía catalana.
Tenemos un territorio en tres pedazos, dos banderas vascas, dos himnos autonómicos y otros tantos estatales. Y como parece que disfrutamos con estos desgarros familiares, nos permitimos el lujo de dejar a un lado un símbolo nacional que ha tenido una historia, una épica y una aceptación general como pocos en el mundo.
Cuando en 1853 Iparraguirre cantó por vez primera el Gernikako Arbola, tocó de tal modo la sensibilidad del país que de inmediato se convirtió en el himno político más popular que jamás tuvieron los vascos. Al instante fue denominado «Himno nacional de Euskal Herria», se identificó con la recuperación de las libertades forales y la identidad vasca, y fundió con la misma pasión a tradicionalistas, liberales, republicanos e incipientes nacio
La arrogancia española contribuyó a dotarle la épica que precisa todo símbolo: a los dos años de cantarlo su autor fue desterrado, pero el himno quedó para siempre. Por cantarlo hubo muertos, heridos y presos en la Sanrocada; Navarra lo cantó hasta la extenuación en la Gamazada; fue colofón de todos los encuentros del renacimiento vasco, Fiestas Euskaras, Eusko Ikaskuntza, Asociación Euskara de Navarra; presidió el movimiento de reintegración foral del 18; recibió a la II República junto a La Marsellesa y La Internacional; lo cantaron los alcaldes en las Asambleas pro-estatuto vasconavarro; se hermanó con catalanes y gallegos en las jornadas de Galeuzka; se tradujo a numerosas lenguas; duerme en los archivos musicales de todo el país, desde el más renombrado al de la banda de gaiteros de cualquier aldea. Y será quizás el tema vasco con mayor abundancia de versiones.
El himno, su primer verso sobre todo, hizo que un símbolo territorial representara a todo Euskal Herria. Desde óperas hasta órganos parroquiales; desde recepciones reales a algaradas callejeras; desde juglares locales a gigantes de nuestra lírica, como Gayarre, Sarasate, Arrieta o Fagoaga; desde paloteados de la Ribera a pastorales suletinas; desde cancioneros populares a grandes referencias literarias: Ce?nac-Moncaut, Unamuno, Valle Inclán, Iturralde y Suit, Campión, Pérez Galdós, Roberto Arlt€ Para Carmelo Echegaray, «del himno nacional podrá discutirse el mérito literario o musical, pero algo tiene de grande cuando promueve las tempestades de entusiasmo que todos hemos presenciado».
El PSOE lo incorporó a su iconografía: «ante todo y sobre todo, es un himno liberal», presumió Indalecio Prieto. Y el PNV, pese a que Sabino tenía su propio proyecto, reconocía desde su periódico Euskalduna que era «un canto político, el más político de todos los conocidos. Es el canto de nuestra libertad€. himno nacional de Euskalerria que con tanto amor y respeto lo canta un lapurdino como un alavés». O un navarro, podría haber añadido, porque es en Navarra, y más aún en la Ribera, donde está más documentado. ¡Ay, aquellos sanfermines de 1894, en los que, tras haberse prohibido, acabaron cantándolo todos los días en la plaza de toros! Lo contaba así la prensa madrileña: «El toro asoma el hocico / la plaza toca el zortziko / rueda el toro hecho una bola / y la plaza repite / El Gernikako Arbola».
Para colmo, Gernika fue bombardeada y villa, árbol e himno se hicieron icono antifascista universal. Patética imagen de nuestro país, con los carlistas entrando en Gernika cantando el zortziko, pegándose tiros con los gudaris que también lo cantaban, entre ellos el batallón comunista Gernikako Arbola. Bombardearon Gernika porque era un símbolo, pero ¿qué fue lo que más contribuyó a divulgar ese simbolismo? Por eso, triste Aberri Eguna el de hace tres años, cuando nos reunimos en Gernika a celebrar el 80 aniversario del bombardeo y nos volvimos a casa sin cantar nada. Absurda memoria histórica, la nuestra.
El viaje épico de nuestro himno saltó al exilio. En Iparralde acompañó al himno francés en todas las celebraciones de la victoria frente al III Reich. Se cantaba en las escuelas cuando a este lado de la muga cantábamos el Cara al Sol. Fue el himno del nacimiento de Enbata. Y en su libro Vasconia, biblia de la primera ETA, Federico Krutwig lo consideró el «himno nacional vasco€ no en vano el que dos ideologías aparentemente tan opuestas como son el carlismo y el comunismo, entonen ambas con igual fervor este himno de la libertad». Y todavía en 1979, en el primer partido que pudo jugar la selección de Euskadi contra Irlanda en el estadio San Mamés, fue prohibida su interpretación, lo que motivó que Carlos Garaikoetxea abandonara el palco presidencial.
El resto ya es sabido: los nuevos Estatutos trajeron nuevos himnos oficiales; otros nos agarramos al Eusko Gudariak y los de Iparralde se quedaron con la boca abierta. Cuarenta años más tarde, ni el Ereserkia ni el Himno de las Cortes de Navarra han salido de las estancias oficiales. Si Euskal Herria es el paraguas toponímico que nos cobija frente a las tres divisiones administrativas, ¿por qué no hacer lo mismo con un himno nacional que, como decía Arana Martija, es «el más veces cantado y el que documenta nuestra conciencia de nacionalidad desde hace más tiempo»?
Curiosamente, hoy día son los carlistas, los del PP y los del PSOE quienes lo siguen cantando y vindicando. El PNV y la izquierda abertzale lo tienen en su ADN histórico, aunque arrinconado. Los navarristas (Aizpún, Del Burgo, Alli, Diario de Navarra) siempre lo asumieron. Para todos simboliza las libertades vasconavarras: unos dentro de la españolidad; otros en la independencia; otros en el internacionalismo€. «Cada cual con su cadacualada» decía Patxi Larrainzar. ¿Qué deben ser pues los símbolos nacionales, sino puntos de encuentro de los pueblos con conciencia de serlo?
Vacunas pues -sobre todo para abertzales- contra el virus de la desmemoria, los complejos, la falta de autoestima y el sectarismo nacional.
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