Fin de un mundo

El equipo de gestión de la crisis sanitaria nombrado por Trump elabora, como otros países, modelos predictivos de la evolución de la epidemia. Según sus proyecciones, si no se hiciera nada (o sea, si se hubiera seguido la opinión del presidente hace cosa de un mes), podría haber entre 1.600.000 y 2.200.000 muertos por Covid-19 en Estados Unidos. Cifra que comparar con los 400.000 soldados norteamericanos que murieron en la atroz Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, con medidas de confinamiento estricto en los próximos 30 días, confían en reducir esas muertes a una horquilla de entre 100.000 y 200.000 muertos en los próximos meses.

Claro que esperan rebajar la cifra, pero aún en su nivel más bajo, con decenas de millones de contagiados, Estados Unidos aparece ahora como el epicentro de la pandemia. Las consecuencias humanas son terroríficas. Pero, además, las consecuencias económicas y sociales de este desplome de Estados Unidos alcanzarán el conjunto de un planeta globalizado cuyo centro sigue siendo Estados Unidos.

¿Por qué de repente se ha producido esta catastrófica evolución al tiempo que la epidemia remitía en China y en Corea? Por la misma razón que la epidemia se hizo pandemia: nuestra interconexión global, el trasiego constante de personas y mercancías entre todos los países, con muchos de estos intercambios teniendo por origen y destino las grandes metrópolis norteamericanas. Es más, en el interior de Estados Unidos, millones de pasajeros circulan diariamente en aviones que forman la más densa red de tráfico aéreo del planeta. No hay trenes, los autobuses son para los pobres y el viaje de larga distancia en automóvil se limita a los periodos vacacionales. Y los aviones son un medio patógeno para toda clase de virus y también para este. La Babel del siglo XXI, en sus múltiples megalópolis es, paradójicamente, el territorio más vulnerable del planeta. Aunque ya veremos qué pasa en África, América Latina e India.

Pero hay más: el pésimo sistema de salud pública estadounidense, con millones sin seguro, en el que coexisten la mejor medicina tecnológica del mundo (para quienes pueden pagar) con una mediocre medicina semi­pública, donde los hospitales cobraban hasta hace poco 3.000 dólares por un test de coronavirus. También influye la dejadez de los responsables políticos, incapaces de reaccionar a tiempo, desdeñando las advertencias que llegaban de China. Decían: esto no es China. Cierto, pero el virus no lo sabe. “Virus chino”, lo llamaba Donald Trump. Ahora lo considera cuestión de vida o muerte para el país. Y lo es.

De la diferente actitud de responsables regionales se derivan grandes diferencias en la expansión del contagio. California y el estado de Washington, con gobernadores demócratas progresistas, adoptaron medidas de confinamiento hace un mes. Las escuelas y universidades cerraron y pasaron a la enseñanza online. Se suspendieron los acontecimientos deportivos y espectáculos. En fin, hicieron lo que hicimos en nuestro país gradualmente. Nueva York y su área metropolitana fueron más lentos en reaccionar. Y además es el principal nodo de los flujos globales que convergen en Estados Unidos. Nueva York se ha convertido en el Wuhan de Estados Unidos. Pero que a nadie se le ocurra pedir el confinamiento territorial. Cada estado de la unión tiene autonomía casi total para aplicar sus propias medidas. Y como el virus no conoce fronteras se va expandiendo sin impedimento, contagiando otras áreas metropolitanas distintas, porque la estructura espacial funciona por relaciones intermetropolitanas, no por contigüidad territorial.

En situación de extrema emergencia, el Gobierno federal podría imponer una política centralizada, pero es improbable. En lugar de eso, los estados y municipios suplican al Gobierno ayuda financiera, militar o de equipamiento. Trump ordenó a las fábricas de automóviles producir respiradores, tan escasos como en el resto del mundo, pero de momento se practica una política selectiva en los hospitales de reservarlos a los que se pueden salvar y de trasladarlos entre distintas regiones conforme se desplaza la muerte. Mientras tanto, la ciencia trabaja para encontrar remedios y vacuna. Pero aún está lejos.

El colapso sanitario se extiende a la economía. Y de ahí a la economía mundial. A la producción dependiente de cadenas globales de producción, al consumo, con demanda decreciente por el confinamiento y el miedo al futuro, a la inversión, a pesar del 0% de interés de la Fed porque la incertidumbre es absoluta, y a los mercados de commodities, con precios por los suelos, sobre todo el petróleo, porque Rusia y Arabia Saudita eligieron este momento para un duelo suicida a la baja. Lo cual nos iría bien a nosotros si no fuera que no podemos viajar.

La OCDE estima que, en los países desarrollados, cada mes de confinamiento reduce el crecimiento del PIB en dos puntos. Calculen. Entramos sin lugar a dudas en una profunda y larga recesión mundial que se convertirá en una crisis financiera peor que la del 2008 porque las empresas se habían vuelto a endeudar pensando que de nuevo todo era jauja. Y en medio de todo eso, y a pesar de todo, China ha detenido la expansión del virus (aunque acecha todavía) y aún va a crecer al 2%. Eso indica un cambio fundamental de hegemonía mundial.

No es el fin del mundo. Pero es el fin de un mundo. Del mundo en el que habíamos vivido hasta ahora.

LA VANGUARDIA