Una de las preguntas más inquietantes que uno se hace en estos tiempos de confinamiento es si esta pandemia cambiará profundamente -o no- el sistema económico y social y nuestros estilos de vida cotidianos tal como los hemos conocido hasta ahora. ¡Y hacia dónde! Nunca -excepto los que han conocido situaciones de guerra, de pobreza extrema o verdaderos dramas personales- no habíamos vivido una crisis que afectara de manera tan directa nuestra vida de cada día. Puede que esta pandemia no sea tan grave en sus consecuencias a largo plazo como la del cambio climático, pero, a diferencia de este, ha impactado tan brutalmente sobre nuestra libertad de movimientos y en toda una serie de derechos fundamentales que hemos percibido más claramente su amenaza.
No estoy hablando del mismo impacto del confinamiento mientras dure, ni de sus consecuencias inmediatas posteriores. No hablo de si habrá más embarazos o divorcios, ni de cambios en los sistemas de trabajo o en la dieta. Tampoco me refiero a las responsabilidades políticas que se deriven de su gestión. Ni siquiera a las heridas que pueda infringir en algunos sectores económicos o a las dificultades de recuperación. Todo esto es muy relevante, sí. Pero ahora hablo de los posibles cambios permanentes en el modelo de sociedad, en el sistema social, cultural y productivo, en los modelos de relación personal y de socialización.
Hay quien lo compara con la pasada recesión económica. Ciertamente, ha hecho más precario el mercado de trabajo, ha debilitado a la clase media y ha dejado marcas resistentes en los niveles de pobreza, que no es poco. Pero no parece que haya modificado de raíz el sistema social ni el económico. Incluso, después de un cierto estruendo, el sistema político también se ha rehecho. Y en cuanto a las expectativas sociales, las puede haber aplazado, reducido, alejado… pero poco más. La pregunta, pues, es si el mundo -ahora sí- ya no volverá a ser como antes.
Dejemos de lado las inevitables tentaciones moralistas que suelen aprovechar cualquier catástrofe para retroalimentarse. Aparquemos también las demagogias patrióticas, y no digamos las instrumentalizaciones partidistas. Y tomemos distancia -respetuosa- de todos los tópicos habituales sobre los comportamientos individualistas e incívicos, solidarios o heroicos. Pero ¿tenemos que hacer caso de pronósticos como los de Gideon Lichfield, redactor jefe de la ‘MIT Technology Review’, que ha titulado «We’re not going back to normal»[No volveremos a la normalidad] su artículo del 17 de marzo? ¿Debemos hacer caso de sus pronósticos, que, siguiendo informes como el de los investigadores del Imperial College de Londres, sugieren una «pandemia permanente» que nos obligaría a pasar indefinidamente dos meses de cada tres en confinamiento? ¿Puede que se produzcan restricciones graves y permanentes en nuestra libertad, con una «vigilancia intrusiva» que implique sistemas de control discriminatorios de la población de riesgo, y una «economía confinada» que transforme permanentemente las formas de trabajo, de relación y de vida tal como las hemos conocido?
No es necesario que les diga que no sólo no tengo una respuesta cierta, sino que ni siquiera me atrevo a inclinarme por hipótesis alguna. Los pronósticos de ahora deberán someterse al juicio futuro de los hechos. Además, las predicciones dicen más de los miedos y las esperanzas de quien las hace que de la realidad que pueda venir. Pero es la aceptación de este grado absoluto de incertidumbre lo más angustioso de todo. Y más, desde mi punto de vista, ante la dificultad de encontrar culpables directos del mal, por mucho que algunos intenten endosar a sus enemigos ideológicos de siempre.
Y termino con otra pregunta: ¿esta incertidumbre radical sobre el futuro, esta disolución -esperemos que transitoria- del horizonte, es nueva o, sencillamente, nos acerca a la que durante muchos siglos ha vivido -y aún vive en muchos lugares del mundo- el conjunto de la humanidad?
ARA