Sedición cultural

Es una pésima noticia que en una entrevista alguien pueda decir que ‘se la suda’ si la gente lee o no y que el diario en cuestión encuentre adecuado publicar opinión tan ilustrada en cabecera. Que la grosería se considere interesante, una señal de espontaneidad y franqueza en lugar de un indicio del empobrecimiento expresivo -a menudo ligado a la dependencia lingüística- es grave. Pero aún es peor la indiferencia al conocimiento almacenado en los libros y la contracción del pensamiento que sobreviene cuando se deja de ejercitar con textos de complejidad discursiva. Llega un punto en que la capacidad lectora merma dramáticamente y, así como a veces el árbol no deja ver el bosque, las palabras no dejan captar el sentido de la frase.

Es un síntoma de salud intelectual precaria que la cultura llamada popular -que hoy comprende básicamente la de los medios de comunicación- se deslice por la pendiente de la facilidad; que un abismo intelectivo separe lo que en los años sesenta se llamaba cultura de masas de lo que todavía se llama cultura de élite. Lo ideal sería que estas culturas que sociológicamente se dan la espalda convergieran no por la bajada del nivel mental sino por la gradual elevación de la exigencia. El europeísmo siempre había sido un faro para la cultura catalana, la ‘aurora borealis’ de donde le llegaba la luz, según Joan Maragall. No hay ninguna razón para suponer que los polos se hayan invertido. Aunque Europa no pase su mejor momento, el rasero que distingue una persona culta de una que no lo es sigue siendo más alto que en los países transicionales. No en vano la marca del nivel cultural en el cauce histórico indica el caudal posible y este es el nivel a alcanzar antes de que se pueda hablar de europeidad efectiva. Si Europa sirve para ampararse en ella remitiendo los derechos a las altas instancias judiciales, también debería servir para referir en la misma los deberes culturales. Hay que ser europeos en todos los sentidos. Porque el desnivel entre las dos vertientes de la vida colectiva, entre el derecho negado y la cultura supeditada, es el efecto de una misma opresión.

Uno de los argumentos más frecuentados por quienes niegan la opresión de Cataluña es la riqueza tópica de ‘la región’. Esta riqueza a menudo se proclama maquinalmente como un eslogan, sin más fundamento que una mirada superficial a la metrópoli catalana. Barcelona da gusto, al menos lo dan las partes mejor atendidas del área urbana. Pero estos distritos son el poso de la historia, la cristalización en piedra de Montjuïc de una época en que Cataluña creaba riqueza casi sola, mientras España se especializaba en consumirla. Pasado un siglo de la época dorada de la Gran Guerra, Barcelona ya no es el único ni quizás tampoco el principal foco de creación de riqueza en la península; por ello, la persistencia de la relación centro-periferia tiene un marcado carácter opresivo, acompañada según va de la obsolescencia planificada de la ciudad como eje de la industria y el comercio peninsulares.

Incluso los que saben los datos económicos, la renta ‘per cápita’, los índices de empleo y de inversión, cometen el error de tratarlos como realidades objetivas de la misma naturaleza que una colina o un pinar, y olvidan que los datos sólo son indicadores de realidades humanas interpretables, que tras las cifras hay personas y detrás las personas, trabajo de una determinada calidad e intensidad. La economía no puede desligarse de la ética, digan lo que digan los magos de los modelos económicos, y éticamente no es igual una economía productiva que una extractiva, aunque las cifras puedan parecerse. Pero esta no es la única objeción al criterio economicista, porque juzgar la opresión en términos exclusivamente económicos es una falacia. De acuerdo con este criterio, bajo el Tercer Reich los judíos no estaban oprimidos mientras todavía disponían de sus cuentas bancarias y la opresión no comenzó hasta que les vaciaron los bolsillos. Pero las cosas no han sido tan sencillas. La historia de los pogromos es la historia de la opresión de un grupo caracterizado negativamente, no a pesar de su riqueza sino debido a su riqueza.

La pobreza puede ser un signo de opresión, pero no siempre ni en sentido unívoco. Hay pobrezas de carácter y magnitud diversos. Con acierto, Xavier Rubert de Ventós calificó a los Países Catalanes de Países Políticamente Pobres. La frase es exacta, pero yo cambiaría el adjetivo por el participio. Más que pobres son países empobrecidos. Históricamente, Cataluña ha sido expropiada con asiduidad, las instituciones clausuradas o desnaturalizadas, la libertad aniquilada. Periódicamente exprimida por las élites que administran el Estado como un latifundio, aunque ha sido capaz de producir riqueza con la vista puesta en un futuro que sistemáticamente le han negado.

Las colectividades, como las personas, aspiran a superar el presente para realizar su potencial. La opresión es bloquearlas no por accidente, por inconsciencia o por ignorancia sino por la voluntad contraria, es decir, por la mala voluntad de negarles el ser y rebautizarlas como se rebautiza un esclavo con el nombre del dueño. El futuro no es algo objetivo que se obtenga estirando la mano; es el resultado incierto de la interacción entre las personas, el corolario de una relación que puede facilitar su advenimiento u obstaculizar su desenlace. Europa no es sólo el origen de Cataluña; es su vocación y su destino. Poner barreras a este destino es oprimir.

Para los catalanes, el Pirineo nunca ha sido ninguna frontera; ha sido siempre la columna vertebral de una nación abortada. En cambio, la anti-Europa siempre ha levantado barreras: desde el ancho de vía ferroviaria hasta los disuasivos controles en la frontera del 29 de febrero pasado, pasando por la autarquía, la desobediencia al Tribunal de Justicia de la Unión Europea y la voluntad primero de impedir y después de revocar las actas de los eurodiputados, los intentos de clausurar las delegaciones exteriores y el esfuerzo para obstaculizar los contactos diplomáticos y empresariales y para censurar o dificultar las actividades académicas en universidades extranjeras con miedo cerval al uso de la palabra sin restricciones.

Opresión es impedir con violencia, injusticias y cárceles el alcanzar la condición de europeos como catalanes. Concedérsela como españoles es una manera de privarles de ella, o al revés, una manera de anular la catalanidad. El celo del Estado español en mantener a los catalanes por debajo del nivel de participación en la construcción del futuro continental es una manera notoria de opresión, pues impone una desigualdad política en la falta de representación directa y reduce la catalanidad a algo heterónomo, a un objeto sin volición ni libertad, a una supervivencia no futurible.

Lo que define la opresión es la prohibición de alterar la situación en sentido positivo, de expandir los límites dentro de los cuales se pretende cerrar la vida, desde el idioma a la competitividad geopolítica y, en relación con ambas expresiones vitales, la dignidad y la altura del pensamiento. Es por ello que una forma de rebelión eficaz y no imputable penalmente, consiste en superar la frontera cultural plantándose en medio de Europa con un conjunto de acciones constructivas que comporten un movimiento hacia la libertad y una prenda de europeización. Esta voluntad de diferenciación y no el río Ebro es la frontera sur de Europa y el sentido profundo de la batalla que libran los políticos catalanes en el exilio. Las victorias obtenidas en los tribunales por Gonzalo Boye, Wolfgang Schomburg y Aamer Anwar tienen de contrapunto necesario la elegancia política de Carles Puigdemont, Toni Comín y Clara Ponsatí. La crispación y grosería que ensucian las causas más justas son extrañas a estos políticos y la pulcritud que ponen en la fachada europea del independentismo distingue el pleito catalán del populismo. La serenidad en la acusación es la denuncia más eficaz de la falsa armonía que proclama el Estado español de puertas afuera, mientras promete restablecerla a condición de que Europa le haga obsequio de los rebeldes que se han atrevido perturbarla.

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