De la dureza de la política

He visto algunos fragmentos de los debates de las primarias que están llevando a cabo los candidatos demócratas a la presidencia de los Estados Unidos de América, y la dureza de los ataques entre ellos es sorprendente desde el punto de vista de nuestra cultura política. La virulencia de las críticas de Elisabeth Warren a Michael Bloomberg, en el Estado de Virginia, podrían compararse, en virulencia, a las que haría Pablo Iglesias a Santiago Abascal. Compiten, dentro del mismo partido y visto desde aquí, parece que lo hacen sin límites.

Tampoco se privó de nada Nancy Pelosi desgarrando ostensiblemente y hoja por hoja el discurso de Donald Trump en el acto sobre el estado de la nación. Un gesto de tal agresividad es difícil de imaginar -de momento- en nuestro Parlamento, por mucho que fuera el actual presidente quien primero hizo el feo a la presidenta del Congreso al no querer darle la mano. Un presidente, Trump, que por otro lado no se arruga a la hora de exigir una fidelidad absoluta a los responsables de las instituciones políticas que controla, indiferente a cualquier simulación de imparcialidad institucional.

Visto esto, pero también los enfrentamientos entre diputados conservadores en el Parlamento británico, las peleas en el Parlamento italiano y, últimamente, las trifulcas en la CDU alemana por el acuerdo de su candidato en Turingia con la extrema derecha -finalmente forzado a romperlo por Angela Merkel a romperlo- y la renuncia de la sucesora de Merkel a liderar el partido, por no seguir con otros ejemplos, queda en evidencia que en Cataluña somos un grupo de tiquismiquis en nuestros enfrentamientos partidistas. Que lo del tres por ciento que Pasqual Maragall restregó a Artur Mas hace quince años provocara un terremoto que parece que todavía provoca réplicas telúricas, es bastante sintomático del grueso de nuestra política: el de un papel de fumar.

Quiero decir, pues, que lo que a veces se había presentado como un oasis de paz política, con el tiempo, se ha mostrado como un charco que no servía ni para salpicar los zapatos de sus señorías. Y ahora, a pesar del gran conflicto en que vivimos, de una magnitud sideral, parece que aún añoramos aquella elegancia formal que regía los debates parlamentarios autonómicos, y nos escandalizamos porque los de JXC y ERC de la Cataluña postautonòmica y prerrepublicana se tiran los trastos a la cabeza. Una sensibilidad que, de hecho, es la expresión de la debilidad de nuestras instituciones políticas y la cultura que han desarrollado.

Que haya sido la derecha española quien más haya bramado en el Parlamento de Cataluña, últimamente siguiendo la estela de Inés Arrimadas -cuya estrategia agresiva no se le consumirá en Madrid, en un entorno de lobos de verdad-, también nos lo podemos tomar en la línea de lo que sugiero. Son ellos los que por primera vez han visto que aquí se retaba al Estado, y han respondido a la altura de nuestro desafío: «¿Ladran? Luego cabalgamos», como dicen en español. Ha sido el adversario, con sus disturbios y sus insultos, quien ha marcado el nivel de un desafío del que ni algunos políticos independentistas parece que ni se habían dado cuenta.

Mi idea es que nuestros enfrentamientos -también dentro del independentismo- son tan débiles, o tan fuertes, como débil o fuerte es la envergadura de los desafíos políticos que nos proponemos. Pienso que nos escandalizamos por muy poco: que si Tardà ha vuelto con la canción de la derecha convergente en un tuit para poner el dedo en el ojo de JXC, o que Jordi Sánchez ha señalado en el FAQS (Preguntas Frecuentes) el tacticismo partidista de ERC tras del 1-O. ¿De verdad que esto es grave? Y, ¿sería muy grave que fuera verdad? ¿Y estas nimiedades son las que ponen en riesgo los objetivos del independentismo?

No es que me agrade que se haga sangre gratuitamente. Pero tal vez ya es hora, por decirlo así, de pelearnos -los independentistas- a la altura de las circunstancias. Que nos digamos a la cara y en público lo que realmente se piensa en los grupos de WhatsApp. Quizás esta transparencia en los enfrentamientos permitiría tres cosas: una, que las divergencias políticas fueran asumidas sin tanto disimulo ni hipocresía; dos, que se midieran mejor las consecuencias de las embestidas, y tres, que si hubiera que pactar un gobierno, una mesa de diálogo o estrategias de futuro, se hiciera desde la constatación de todas las dificultades y sin que nadie se estremeciera por ello, al contrario de lo que ocurre ahora.

Esto de la política, que va de tener el poder para tratar de intervenir en el destino del país, fuera del mundo autonómico, no es un juego versallesco. El poder de verdad es de una dureza brutal, porque es brutal a lo que se enfrenta la política. Y si los estadounidenses, los británicos, los alemanes y ‘tutti quanti’ no ocultan esta dureza, tengamos muy presente que para lograr la independencia, y sobre todo cuando la tengamos, la política también debe ser y será igual de severa.

Publicado el 2 de marzo de 2020

Núm. 1864

EL TEMPS