Esta es, desde siglos, una tierra de acogida que ha recibido sucesivas oleadas migratorias y que, a despecho de las dificultades, las ha incorporadas al tejido nacional, por lo que, hoy, los apellidos de las personas ya no son, en general, indicativos de casi nada. Hay Milans, Bosch, Garriga, Borrell, Valls y otros similares no precisamente partidarios de la nación catalana, y un montón de Sánchez, González, Castro y Martínez que se han jugado la piel en su defensa. Y al revés, claro. Desde los occitanos y franceses que en los siglos XVI y XVII llegaron aquí y los procedentes de diferentes puntos de España a lo largo del siglo XX, hasta los últimos contingentes de latinoamericanos, magrebíes, senegaleses, rumanos, chinos y filipinos, entre otros, la suma de todos se ha añadido a la población originaria de los Países Catalanes hasta hacer una sola sociedad nacional diferenciada.
Felizmente no somos una raza y la adscripción a la nación catalana sólo es democrática y depende de la voluntad de cada uno de sus integrantes de formar parte de ella. No es una herencia a la que se haya de dar continuidad, resignadamente y en contra de su parecer, ni tampoco puede ser una obligación, sino una elección libre: se puede elegir ser catalán. No es necesario haber nacido aquí, como no nacieron Jaume I, ni Ángel Guimerà, ni Pep Ventura, ni Raül Romeva. Ni llevar un apellido o bien otro. Ni siquiera residir en territorio catalán, como tantos compatriotas que en todo el mundo no han renunciado a su catalanidad originaria, lo han hecho compatible con la adscripción de acogida en el país donde viven. Ni, los venidos de otros lugares, necesitan abandonar la identidad con la que llegaron aquí, su lengua, su cultura, para ser también catalanes y adquirir una nueva lengua y una cultura nueva: la catalana. Más allá de disponer de un territorio concreto, una estructura económica determinada y un sistema propio de partidos políticos, una nación es, sobre todo, un espacio compartido de intereses materiales, de valores reconocidos, de referentes comunes y de emociones colectivas, todo un universo con cuyos componentes se identifican los connacionales de un lugar. Si algo caracteriza el proceso político actual es que se trata de un proyecto nacional no esencialista ni étnico, pensado no sólo para los nacionalistas, una parte de la población, sino para los nacionales, es decir, para todo el que, libremente, quiera formar parte.
El carácter cívico de la idea de nación, tan diferente del español, le otorga una fuerza integradora extraordinaria, ya que es un proyecto en movimiento, dinámico, de puertas abiertas, una identidad proyecto, con intención de futuro, que puede ir incluyendo las nuevas aportaciones y mezclarlas con la identidad ya existente, acumulada, y que viene de un pasado de siglos. Esta circunstancia, con la realidad añadida de ser una sociedad tradicionalmente de mezcla, permite decir que estamos forjando una identidad nacional catalana muy innovadora y atractiva, que va construyéndose, además, sin un Estado propio y con dos en contra.
Pero una cierta idea de nación, pretendidamente progresista, incide en una noción de mestizaje bastante sesgada, ya que parece alejarse de todo reconocimiento explícito de una realidad catalana previa y termina reforzando, al silenciarla, conscientemente o no, la sustitución del componente nacional catalán por el español y, de rebote, la lengua catalana por la castellana. Esta práctica está presente también en algunos sectores del independentismo pragmático, empeñados en minorizar el uso del catalán no empleándolo y sustituirlo por el castellano, públicamente. Me parece de una irresponsabilidad política enorme, más que nada porque mi noción de ser de izquierdas más bien consistía en colocarse del lado del débil y oprimido, pero no a hacer la pelota al fuerte y opresor. Del mismo modo que no es cierto que los inmigrantes españoles llegaran aquí con las manos vacías, ya que venían con una lengua y una cultura, no lo es tampoco que nuestra identidad nacional pueda ser cualquier cosa excepto lo que huela a catalán. Ni tampoco que sea más progresista, cosmopolita y moderno lo que se vehicula en castellano que en catalán. Al final, puede resultar que construyamos un Estado fantástico, con plenitud de derechos sociales, calidad de vida material y democracia participativa, pero sin contenido nacional catalán alguno. Dicho de otro modo, que cayendo en la trampa eterna -“lo catalán, cosa de la burguesía”- acabemos consiguiendo una independencia sin nación, edificada sobre la nada nacional o, más claramente, sobre la identidad nacional española, es decir, dos estados españoles independientes, uno junto al otro. Sinceramente, creía que lo nuestro iba de otra cosa…
EL PUNT-AVUI