estos días, jueces y policías españoles se han esmerado en destruir, en las faldas de Aralar, túmulos funerarios dedicados a algunos jóvenes, insurrectos indígenas, muertos en los avatares del conflicto vasco. Al mismo tiempo, en otros lugares colocaban nuevas placas y túmulos a los caídos, digamos, en el lado de la ley. Nada nuevo, así se forjó la Hispanidad. Destrozando los templos, cementerios y huacas de todo América y poniendo en su lugar sus propios ídolos y militones: Cortés, Pizarro, Valdivia… Eso sí, siempre con el apoyo de otros indígenas, porque Malinches y Condes de Lerín haberlos, húbolos siempre.
Empero, todo pueblo acaba honrando a sus insurgentes. A Coruña está llena de estatuas, calles y plazas dedicadas a María Pita, orgullo de Galicia. No fue una pacífica madre de Calcuta: se la recuerda porque en 1589, a mano airada, mató a un oficial inglés que pretendía conquistar la ciudad. Un acto violento pues, preside el imaginario de las libertades galegas.
Media Francia se estremece ante la figura, siempre armada, de Juana de Arco, mílite, virgen y mártir, y la otra media ante los héroes de la Comuna de París. Guatemala honra a Tecun Umam, armado con la maza de quebrantar españoles. En Perú, Túpac Amaru es padre de la identidad nacional, pionero de la abolición de la esclavitud, sublevación mediante. Desde Cuautemoc a Pancho Villa, pasando por el navarro Mina o Emiliano Zapata, todas las plazas mejicanas son una alegoría a la insurrección armada. Estados Unidos honra a George Washington como padre de la patria, violento independentista «primero en la guerra, primero en la paz y primero en el corazón de sus compatriotas», según reza su obituario. Irlanda del Norte está llena de respetados memoriales, de todos los colores políticos. A Garibaldi, «mosquetero de la Libertad» según Rubén Darío, se le glosa como «héroe de dos mundos» por su empeño armado en la independencia italiana y de los países americanos. El Rif llora por Abd el-Krim. Praga muestra orgullosa la ventana por donde la multitud, dirigida por Jan Zizka, defenestró a sus tiranos. Catalunya canta a sus segadores y a sus bon cop de falç sobre las gargantas de sus opresores. Cuba honra a Martí, al Che o a Fidel, mentes y brazos armados. El gran Mandela nunca se arrepintió de su lucha violenta y pasó de ser declarado terrorista a recibir el Premio Nobel de la Paz en 1993.
¿Y los españoles? Desde Santiago Matamoros, el Cid, Espartero o el Duque de la Ahumada, hasta el último benemérito caído en la guerra del norte, el orgullo español engorda con la pitanza militarista. Y más si, como el general Concha, mueren por pacificar «las provincias insurrectas». España es un reino asaz violento, a juzgar por tanto milico glorificado. Y para los que queden sin nombrar, siempre habrá una tumba con pebetero al soldado desconocido. Jamás al currela desconocido, al obrero sublevado, al científico olvidado, al ama de casa invisible, al comunero armado. España, imperio en eterna mengua, siempre fue martillo de herejes, de pueblos y de insurgentes.
Por eso resulta tan difícil a los vascos honrar públicamente a quienes vencieron en Orreaga o resistieron en Amaiur; al mariscal Pedro de Navarra; a los matxines; a los que se sublevaron contra las quintas; al maquis; a los gudaris del 36 o a los del 58. La plaza Argala de Arrigorriaga fue prohibida por la Audiencia Nacional, pese a haber sido asesinado por la policía franquista. Y como Argala, Txiki, Otaegi, Etxebarrieta, Txikia, Artajo, Asurmendi, Txapela, Blanca Salegi y tantos más, que en otros países serían próceres de la libertad. Que franquistas como Carrero, Manzanas o Araluce sean quienes reciban reconocimiento, indica hasta dónde ha llegado la perpetuación del régimen. Y si levantar un memorial para quienes murieron frente al franquismo acarrea condenas por «apología», mejor ni intentarlo con los de la modélica transición o la avanzada democracia de la que gozamos.
Sin embargo, todo el mundo tiene derecho a honrar y a llorar a los suyos, sean deudos, camaradas o meros paisanos. No ganarán el respeto a sus tumbas pisoteando las de los demás. Con sus «gloriosos caídos», Franco hizo lo mismo y así les fue. Además estamos en otro ciclo político. Tengamos los duelos en paz.
Esperando el día en que pueda honrarla en público, tengo en casa una foto de Argala. Al lado, la Elegía para un hombre delgado y un texto: «Insurrección es toda conjuración que tenga por objeto mejorar el ser humano, la patria y el universo. Es, pues, un acto legítimo: si hay en un Estado un poder perverso, el hombre-ciudadano sabrá buscar los medios de derribarlo… Aunque bien sé que esta doctrina contraría a un centenar de ladrones coronados que gobiernan la tierra». La foto es mía. La elegía de Alfonso Sastre. El texto de Simón Bolívar.
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