Se suele decir, con una buena parte de razón -pero no toda- que los presupuestos de un gobierno son la ley más importante que puede aprobar un parlamento. En un presupuesto, es cierto, hay expresadas -dentro de una limitada obvia capacidad de ingreso y gasto- las prioridades de un gobierno o, cuando menos, el resultado de su capacidad para gestionar los intereses diversos y driblar las grandes presiones a las que es sometido. Por lo tanto, que se anuncien acuerdos para aprobar presupuestos, bien sea en el Ayuntamiento de Barcelona, en la Generalitat de Cataluña o en España, de entrada, es una buena noticia: sus gobiernos podrán -relativamente- gobernar más a su gusto y, se supone, al gusto de sus votantes.
Sin embargo, la experiencia de estos últimos años en las principales instituciones políticas de las que dependemos ha puesto de manifiesto las limitaciones a que quedan sometidos sus gobiernos cuando no hay mayorías consistentes. No hablo sólo de mayorías absolutas, sino de si existen coaliciones o apoyos parlamentarios sólidos y estables. En nuestras instituciones, la prórroga de presupuestos ha sido una práctica habitual desde mediados de la década pasada, y esto ha supuesto una pérdida tanto de oportunidades para los ciudadanos como de soberanía gubernamental. Añadamos los conflictos entre administraciones y, en el caso catalán, cómo el Tribunal Constitucional -a iniciativa del Gobierno español- ha ido poniendo palos en las ruedas a las leyes del Parlamento de Cataluña tanto en posibilidades de recaudación como en ordenación del gasto. Y, claro, en Cataluña, déficit fiscal aparte, hay que tener presente el escollo que representa la limitación del endeudamiento y el hecho de haber tenido que recurrir al fondo de liquidez autonómica. Entre una cosa y otra, las restricciones en la soberanía presupuestaria han sido ingentes y lo siguen siendo.
Ahora bien, a todas estas dificultades, hay que añadir que los debates presupuestarios, y los acuerdos y desacuerdos para aprobarlos, no siempre tienen que ver realmente con los criterios de ingreso y gasto. A menudo, la aprobación de los presupuestos está condicionada por todo tipo de coacciones políticas, por no decir abiertamente chantajes. Lo vimos cuando la CUP condicionó la celebración precipitada del referéndum, precipitación de la que después se ha desentendido. Lo hemos visto cuando la falta de acuerdo para aprobar los presupuestos se ha utilizado para hacer saltar un gobierno, o incluso cuando un gobierno se ha querido autoliquidar especulando con la obtención de una mayoría más grande que luego no ha llegado. Ahora mismo, lo hemos visto como intercambio de pactos para que los gobiernos de varias administraciones -todos en posiciones de debilidad- garantizaran su sostenibilidad. El retoque de media docena de partidas poco o muy significativas para justificar el acuerdo, acompañado de grandes declaraciones tópicas, sirve para tapar las razones de fondo de los acuerdos. Parece que los partidos consideran que los ciudadanos no entenderíamos -y quizás tienen razón- que se dijera claramente que se aprueban unos presupuestos locales a cambio de aprobar unos de autonómicos para, después, pactar otros estatales. Y todo, en el fondo, en nombre de la autosostenibilidad política de unos y otros.
La otra cuestión que encuentro muy significativa de los últimos acuerdos presupuestarios que han anunciado es que, fundamentalmente, se habla mucho del incremento y el destino del gasto, pero casi nada de los ingresos. Sorprende enormemente que, cuando se ha dicho que, en Cataluña, habíamos vuelto a la cifra de los presupuestos precrisis, casi no se haya explicado cómo el incremento del gasto se compensará con el de los ingresos. Dejo de lado la cuestión terminológica menor: como mínimo, se dejará de usar de manera impropia el término ‘austericidio’ para mencionar lo que realmente fue, un ‘prospericidio’. Si se ha matado la austeridad, ¡ahora sí habrá cometido el ‘austericidio’ final! En cambio, insisto en la relevancia que tiene, en un presupuesto público, conocer cómo se ha calculado la previsión de la obtención de los recursos, el que volvamos a estar en cifras de hace diez años, qué se pretende hacer para favorecer la creación de riqueza durante el ejercicio y, finalmente, de quién provendrán los principales esfuerzos para cuadrarlos.
El hecho de que, tanto política como informativamente, la atención se centre en el gasto y no en los ingresos, es una de la causas de la mala cultura política de nuestro país, en general despreocupada por la creación de la riqueza que, precisamente, garantiza el gasto público exigido a los gobiernos. Si cada vez que se exige más gasto, se preguntara quién lo podrá pagar, cambiarían nuestras percepciones entusiastas sobre la «gratuidad» que esperamos de muchos servicios. Lamentablemente, esta es otra cara poco explicada de los presupuestos que se aprobarán este año, si razones partidistas -e incluso judiciales- de última hora no lo impiden.
Publicado el 3 de febrero de 2020
Núm. 1860
EL TEMPS