Hace veinte años, con motivo del curso de doctorado que hice en la URV escribí este trabajo que posteriormente publicó la Revista de Cataluña en el número 135, correspondiente a diciembre de 1998. A pesar de los años transcurridos el contenido todavía me parece vigente dada la virulencia con la que el Reino de España emplea el dogma del integrismo de Estado para negar y reprimir el derecho del pueblo catalán a la autodeterminación:
El estudio de la cuestión del Estado no ha sido el objeto central de la larga trayectoria del filósofo alemán Jürgen Habermas (1), pero en los últimos años ha dedicado una atención preferente aportando a este debate unas tesis innovadoras que, mientras esperamos que las pueda desarrollar más ampliamente, nos sugieren una serie de reflexiones que en este trabajo trataré de apuntar.
En 1995 Jürgen Habermas publicó un libro que llevaba como título original en alemán: «Die normalidad einer Berliner Republik» (2), que ha sido traducido al español, en una adaptación libre, con el título de «Más allá del Estado nacional» (3). Este libro no es un tratado unitario, monotemático, sino una recopilación de artículos y entrevistas que giran fundamentalmente en torno a las reflexiones que al autor le sugiere el proceso de reunificación de Alemania, culminado en 1990, después de más de cincuenta años durante los cuales la nación germana estuvo dividida en dos estados. Sólo en la parte final de la obra el filósofo de Frankfurt elabora de forma sintética unas tesis sobre el futuro del Estado nacional que tienen carácter general, haciendo abstracción de la realidad concreta del caso alemán.
Advierto de entrada que no podemos encontrar en el estudio de las tesis de Habermas la respuesta a la cuestión de cuándo los pueblos tienen derecho a formar un Estado propio, ya que no es ese su punto de partida. Una aportación suya en este sentido sería de gran ayuda, sin duda, para los intelectuales y los políticos que en Cataluña, como en cualquier otra nación sin Estado de Europa Occidental, se esfuerzan por hacer posible la aplicación del derecho a la autodeterminación. En todo caso, sus reflexiones sobre las mutaciones del Estado moderno fruto de las perspectivas de cambios estructurales que se abren con el proceso de construcción europea y su visión de las identidades nacionales, son bastante enriquecedoras como para hacer tenerlas en cuenta a la hora de reformular, tanto la cuestión del Estado contemporáneo, como la de la nación sin estado propio que aspira a un reconocimiento institucional.
El Estado nacional después de la Revolución francesa.
A decir del mismo autor: «Lo que me ocupa es más bien la cuestión, relevante para toda Europa, de si los estados nacionales que se constituyeron a consecuencia de la Revolución Francesa están aún, como entonces, en relación intrínseca con esa especie de nacionalismo del que habían surgido. Se trata, por tanto, del nacionalismo de los estados nacionales que hoy existen, no del nacionalismo de las minorías eventualmente oprimidas o marginalizadas dentro de estos Estados» (4).
De forma sintetizada las tesis de este pensador alemán sobre el futuro del Estado nacional son las siguientes: «Las diversas tendencias a la globalización del tráfico, de los contactos y de las comunicaciones, de la producción económica y de su financiación, de las transferencias en tecnología y armamento, del comercio de drogas y de la criminalidad, y sobre todo de los peligros tanto estratégicos como ecológicos, nos confrontan con problemas que ya no pueden solucionarse dentro del marco del Estado nacional» (5).
Habermas, por un lado, considera que la progresiva pérdida de soberanía del Estado nacional conllevará una correlativa ampliación de las facultades de acción política a nivel supranacional. Por otra parte, la globalización tal y como él la percibe, significa un ulterior grado de abstracción que representa una amenaza para la frágil cohesión social de las sociedades nacionales. Estos dos factores plantean el desafío de encontrar una nueva formula de integración social adecuada a la etapa postnacional que se acerca, capaz de dar una respuesta equivalente a la que ha supuesto el Estado nacional como forma de organización en el época moderna europea.
Actualmente la sociedad mundial, representada por las Naciones Unidas, se articula en Estados nacionales que mutuamente se reconocen como sujetos de derecho internacional. El tipo histórico de Estado nacional surgido con la Revolución francesa se ha impuesto mundialmente en los siglos XIX y XX: el Estado administrativo y fiscal, monopolizador de la violencia, que deja las tareas productivas a una economía diferenciada ha sido el medio con el cual se ha llevado a cabo el proceso de modernización social en los últimos doscientos años. Estado burocrático y economía capitalista han sido los integrantes complementarios de un mismo fenómeno.
Para Habermas lo fundamental de la Revolución francesa es la fusión que se opera entre Estado y nación para dar lugar al Estado nacional. La «invención del pueblo-nación» (H.Schulze), tuvo un efecto catalizador para la democratización del poder estatal. Pues una base democrática para la legitimación de la dominación política no hubiera surgido sin conciencia nacional. Fue la nación la que fundó un nexo de solidaridad entre ciudadanos que habían sido hasta entonces extraños unos a otros. Para el filósofo de Frankfurt el éxito del Estado nacional consiste en que resuelve dos problemas: hace posible una nueva forma de legitimación mediante una nueva forma de integración social.
El problema de la legitimación se plantea cuando la escisión religiosa conduce a la privatización de la fe, y por tanto, deja la legitimación política sin el fundamento divino, el Estado secularizado se justificará a sí mismo acudiendo a otras fuentes. El otro problema, el de la integración social, está relacionado con la urbanización y la modernización económica que acaba con la articulación social de base estamental para confrontar al individuo aislado con las relaciones económicas y sociales características de las sociedades capitalistas. Por lo tanto, ambos desafíos, el problema de la legitimación y el de la integración social, son resueltos por el Estado nacional vinculando una forma más abstracta de integración social con un cambio en las estructuras de decisión política: los súbditos se convierten en ciudadanos. La progresiva introducción de la participación democrática creó para los ciudadanos un nuevo nivel de cohesión social y ofreció al Estado una fuente secular de legitimación. Habermas advierte, sin embargo, que hay que mantener separados dos aspectos: el propiamente político-jurídico y el cultural.
Ya antes de la Revolución francesa, durante el Antiguo Régimen, el derecho que emanaba del monarca absoluto, era el medio utilizado para organizar el tráfico social para que las personas pudieran disfrutar, en la época, de lo que hoy llamamos derechos subjetivos, que estaban distribuidos entonces de forma desigual. Cuando tras la Revolución la soberanía del príncipe se convierte en soberanía nacional, los derechos de los súbditos, otorgados en términos paternalistas, se transforman en derechos del hombre y del ciudadano. Estos derechos garantizan, junto con la autonomía privada, también la política y en términos, en principio iguales para todos. De esta forma, del Estado territorial surge el Estado constitucional democrático a partir de la segunda mitad del siglo XIX un modelo que durará hasta 1945 caracterizado básicamente por el hecho de construir un orden legitimado por la formación democrática de la voluntad popular.
La nación como sustrato del Estado
La idea motriz, con capacidad para transformar las mentalidades, los sentimientos, con más fuerza que la defensa racional de la soberanía popular y de los derechos del ciudadano, es la idea de nación. La nación requiere un origen, una lengua y una historia común y un sentimiento colectivo de co-pertenencia a un mismo pueblo que convierte a los hombres de súbditos en ciudadanos de una misma comunidad política.
La nación como «Volksgeist» (espíritu de pueblo), la primera forma moderna de identidad colectiva en general, suministra, pues, el sustrato cultural a la unidad de la organización jurídica del Estado. Esta transformación artificial por la que de la «nación» de la clase dominante resulta la nación-pueblo, la «Volksnation», que constituye la base de un Estado, se describe por los historiadores como un cambio de conciencia a largo plazo, inspirada por los intelectuales, que empieza imponiéndose en la burguesía urbana culta para extenderse posteriormente para las demás clases sociales.
La nación así configurada segrega el concepto de libertad nacional, que se añade a la libertad privada de los individuos y a la libertad política de los ciudadanos. La libertad nacional hace referencia a la independencia de la propia nación, que debe ser defendida incluso con «la sangre de sus hijos». En esta libertad colectiva es el lugar donde el Estado secularizado conserva una reminiscencia no secularizada de trascendencia, como se puede apreciar en las obras de Kant, Hegel, Feuerbach y Fichte. El Estado nacional, cuando hace la guerra o se prepara para ella, está imponiendo a los súbditos el deber de arriesgar la vida por el colectivo. De la Revolución francesa a esta parte, los deberes relacionados con el servicio militar son el reverso de los derechos de los ciudadanos. En la disponibilidad para luchar y morir por la patria deben acreditarse por igual, tanto la conciencia nacional como la mentalidad republicana.
Habermas hace patente la doble codificación que radica en los hitos históricos que rememoran la lucha por las libertades republicanas asociadas con el simbolismo referido a la muerte que caracteriza las ceremonias que recuerdan a los caídos en los campos de batalla. En esta ambivalencia ve reflejada la naturaleza dual de la nación: la nación producto de la voluntad de los ciudadanos, y la nación establecida, compuesta por quienes pertenecen a un pueblo cuyos miembros se encuentran constituidos de antemano como una comunidad étnica caracterizada por un lenguaje y un destino histórico común.
En el Estado nacional se inscribe una tensión entre el universalismo de la comunidad jurídica igualitaria que el Estado representa y el particularismo de la comunidad histórica de destino que es la nación. Este dos elementos sólo pueden ajustarse sin solución de continuidad cuando el Estado, secularizado ya sin residuos, deja de reclamar en nombre del colectivo un derecho sobre la vida y la muerte de sus ciudadanos. Es decir, cuando abole la pena de muerte y el servicio militar obligatorio. Sólo en este momento la idea republicana obtiene la primacía y puede estructurar las formas de vida que aseguran la integración social. Al revés, si la fuerza integradora de la nación se hace derivar de factores previos, independientes de la formación de la voluntad política se abren las puertas a la homogeneización de la comunidad.
Habermas advierte entonces, que si bien la nación-pueblo es en buena medida un producto artificial, ella se imagina a sí misma crecida orgánicamente, inteligible por sí misma, en contraposición con el orden artificial del derecho positivo representado por el Estado. Esta visión de la nación ha sido hegemónica y ha dado como frutos el imperialismo de las potencias occidentales en el siglo pasado y el nacionalismo integral conocido en el siglo veinte con los catastróficos resultados que nos son conocidos.
Hace unos pocos años, en 1992, el pensador alemán pronunció una conferencia en Barcelona que llevaba por título «Ciudadanía e identidad nacional. Reflexiones sobre el futuro europeo», en la que hace un análisis sobre la evolución del concepto de nación del que vale la pena extraer algunos fragmentos: «Naciones son, conforme a este uso clásico del término, comunidades de origen que están integradas geográficamente por medio del asentamiento y la vecindad, y culturalmente por medio de una lengua, unas costumbres y unas tradiciones comunes, pero que aún no lo están políticamente por medio de una forma de organización estatal. Este significado se mantiene durante la Edad Media y principios de la moderna» (6).
Cuando Habermas trata la Revolución francesa hace abstracción del proceso histórico que acaba configurando el Estado napoleónico, caracterizado fundamentalmente por su capacidad para homogeneizar realidades sociales y económicas pluriétnicas y pluriculturales en función de un patrón común creado dentro de los límites territoriales de una formula de estructuración político-administrativa artificial. Para hacernos una idea del espíritu que animaba a los protagonistas de la Revolución, vale la pena reproducir las palabras de Chaumette: «El terreno que separa Paris de San Petersburgo será pronto francesizado, municipalizado y jacobinizado» (7).
«Con Sieyès y la Revolución francesa la ‘nación’ se convierte incluso en la fuente de la soberanía estatal. A toda nación le debe corresponder el derecho a la autodeterminación política» (8), para añadir a continuación que: «El significado de ‘nación’ se había transformado así desde una dimensión pre-política en un rasgo característico que es constitutivo para la identidad política de los ciudadanos de una comunidad democrática. Al final del siglo XIX la relación condicional entre identidad nacional y ciudadanía puede incluso darse la vuelta. Así, el contexto en el que se sitúa la famosa frase de Ernest Renan «l’existence d’une nation est… un plébiscite de tous les jours» está orientado ya contra el nacionalismo. Después de 1871, Renan sólo puede rechazar la pretensión del Reich alemán sobre la Alsacia apelando a la nacionalidad francesa de la población, porque entiende la ‘nación’ como una nación de ciudadanos y no como una comunidad de origen. La nación de ciudadanos encuentra su identidad, no en características étnico-culturales comunes, sino en la praxis de los ciudadanos que ejercen activamente sus derechos democráticos de participación y comunicación. Aquí, el componente republicano de la ciudadanía se desliga por completo de la pertenencia a una comunidad pre-política integrada a través de la procedencia, tradición compartida y lengua común» (9).
Habermas cierra el círculo de la evolución del concepto de nación llegando a la mitad del siglo XX, una vez pasadas las convulsiones de la Revolución rusa, el nazismo y la guerra fría, afirmando que «según la concepción que el Estado democrático de derecho tiene de sí mismo, como una asociación de ciudadanos iguales y libres, la nacionalidad está ligada al principio de la voluntariedad» (10).
El patriotismo de la Constitución
Sólo a partir de 1945, cuando las potencias europeas perdieron peso en favor de los grandes bloques comandados por las superpotencias rusa y estadounidense, la autocomprensión del Estado democrático y de derecho dejó atrás el dogma de la autoafirmación nacional y las políticas de tipo colonialista y expansivo. Correlativamente en el interior de los estados occidentales se produjo la pacificación de los conflictos de clase a raíz del establecimiento del Estado social y la primacía del derecho de los ciudadanos, creando una nueva situación, especialmente en la República Federal de Alemania.
En la Alemania Occidental, el Estado estaba privado de algunos de los rasgos esenciales característicos de la soberanía estatal, circunstancia que ha favorecido una cierta tendencia a la autocomprensión de la comunidad política en términos «posnacionales». Este fenómeno ha permitido la progresión de los derechos reales de los ciudadanos por encima de los derechos abstractos de la nación. Habermas profundiza, y concreta en la cuestión nacional alemana, sus reflexiones en un libro titulado «Identidades nacionales y postnacionales», que recoge dos trabajos de análisis y crítica sobre Heidegger y Schmitt y un breve ensayo sobre «Conciencia histórica e identidad postradicional», más una entrevista. Hay que tener en cuenta que los textos reunidos en este volumen aparecieron separadamente durante los años 1987 y 1988, es decir, antes de la reunificación alemana.
El propio Habermas reconoce en voz alta que: «Para nosotros, ciudadanos de la República Federal, el patriotismo de la Constitución significa, entre otras cosas, el orgullo de haber logrado superar de forma duradera el fascismo, establecer un Estado de derecho y anclar en una cultura política que, sin embargo, es más o menos liberal. Nuestro patriotismo no puede negar el hecho de que en Alemania la democracia, solo después de Auschwitz (y en cierto modo solamente después del shock de aquella catástrofe moral), pudo arraigar en las mentes y en los corazones de los ciudadanos o, al menos, de las jóvenes generaciones. para este arraigo de principios universalistas hace falta siempre una determinada identidad» (12). Más adelante añade: «El nacionalismo quedó extremado entre nosotros en términos de darwinismo social y culminó en un delirio racial que sirvió de justificación a la aniquilación masiva de los judíos. De ahí que el nacionalismo quedara drásticamente devaluado entre nosotros como fundamento de una identidad colectiva. Y de ahí también que la superación del fascismo constituya la particular perspectiva histórica desde la cual entre nosotros se entiende a sí misma una identidad postnacional, cristalizada en torno a los principios universalistas del estado de derecho y de la democracia. Pero no sólo la República Federal de Alemania: todos los países europeos han evolucionado después de la Segunda Guerra Mundial, de tal manera que el nivel de integración que representa el Estado nacional ha perdido peso e importancia» (13).
Habermas se cuida de precisar que el patriotismo de la Constitución no significa necesariamente la disolución de las identidades nacionales previas para diluirlas en unos principios abstractos. Así puntualiza que «la vinculación a los principios del Estado de Derecho y de la democracia sólo puede hacerse realidad en las distintas naciones (que se encuentran en vías de convertirse en sociedades posnacionales) si estos principios echan raices en las diversas culturas políticas, que serán diferentes en cada una de ellas. En el país de la Revolución francesa, este patriotismo de la Constitución deberá tener una forma distinta que en un país que nunca fue capaz de crear una democracia por sus propias fuerzas. El mismo contenido universalista deberá ser en cada caso asumido desde el propio contexto histórico y quedar anclado en las propias formas culturales de vida. Toda identidad colectiva, también la posnacional, es mucho más concreta que el conjunto de principios morales, jurídicos y políticos, en torno a los que cristaliza» (14).
Habermas acaba redondeando su propuesta afirmando que una cultura política liberal constituye sólo el denominador común de un patriotismo de la Constitución que agudiza en conjunto el sentido para la diversidad y la integridad de las diferentes formas de vida coexistentes dentro de una sociedad multicultural. También en un futuro Estado federal europeo deberán ser interpretados los mismos principios jurídicos desde la perspectiva de tradiciones nacionales diferentes y de historias nacionales diversas. Su idea es ir construyendo progresivamente una cultura constitucional europeo-occidental compartida transnacionalmente.
Estado nacional y democracia en la Europa unida.
El tránsito de las sociedades supuestamente homogéneas a la actual multiculturalidad que se da en la mayoría de estados europeos ha comportado que también se trasladaran las formas de integración social, abandonando la exclusividad que le era conferida al Estado nacional, hacia a otras fórmulas. Las estructuras de decisión política reciben ahora un nuevo sustrato cultural: el derecho a convivir y coexistir en igualdad de derechos distintas formas de vida cultural, religiosas, étnicas y lingüísticas con una vinculación común a las libertades republicanas históricamente conseguidas. La forma multicultural de integración social, incubada dentro del Estado nacional, tendrá que empezar a proyectarse más allá, en el nuevo orden político de la Unión Europea, por ejemplo.
En 1995, con ocasión del segundo centenario de la aparición del texto, «La paz perpetua» de Kant, Habermas publicó un artículo (15), en el que hacía una relectura de esta obra kantiana a partir de las experiencias históricas acumuladas en dos siglos de vida europea. En concreto articula una serie de propuestas tendentes a la transformación de las Naciones Unidas en una especie de Estado mundial y la introducción del Derecho cosmopolita junto al Derecho estatal y el Derecho internacional vigentes. El pensador alemán hace hincapié en los aspectos organizativos del nuevo orden cosmopolita, como es la propuesta de un órgano colegiado supranacional, que Kant ya denominó Congreso Permanente de Estados, y que Habermas quiere dotado de un poder vinculante, con autoridad coercitiva, capaz de imponer las decisiones que se adopten para poder garantizar la paz.
La pretensión del autor alemán se concreta en tres hitos: la implantación de un Parlamento universal con representación directa de todos los ciudadanos del mundo, en segundo lugar la instauración de un Tribunal de Justicia de ámbito mundial y la reorganización y la democratización del actual Consejo de Seguridad de la ONU para dotarlo de facultades ejecutivas como órgano común de gobierno. Habermas confía para alcanzar estos objetivos en la dinámica de globalización de los intercambios económicos y la revolución de los medios de comunicación, de las que espera surja una red societaria civil a escala planetaria, que genere una cultura política común, como se apunta ya ahora en los movimientos internacionales de solidaridad con el Tercer mundo o de lucha por el mantenimiento del equilibrio ecológico. También observa esperanzado la incipiente dinámica de integración supranacional de la Unión Europea.
El filósofo de Frankfurt aspira a que el Estado mundial que se vaya configurando tenga capacidad para garantizar los derechos que se derivan de una ciudadanía única para todos los habitantes del planeta. Esta sería la consecuencia lógica de ligar derechos humanos y democracia, de tal forma que la autonomía pública de los ciudadanos no pueda quedar mediatizada por la intervención limitativa de los estados. La reforma de las instituciones comunitarias de la Unión Europea puede servir, en su criterio, como un precedente esperanzador. Hay que darse cuenta, sin embargo, de que se está produciendo una integración sistemática de economía y administración, que se produce en el plano supranacional, y una integración política que sólo se establece en el plano del Estado nacional.
Habermas no valora suficientemente el hecho de que si bien la entrada en vigor del Tratado de Maastricht en 1993 ha supuesto un paso decisivo hacia la creación de un espacio europeo sin fronteras interiores, en el que se garantiza la libre circulación de bienes, personas y capitales, los aspectos relacionados con la configuración de una ciudadanía europea están más atrasados y prácticamente paralizados, que las cuestiones relacionadas con las reformas políticas que el proceso de construcción europea conlleva. Uno de los factores que ha llevado a esta situación ha sido el colapso y la descomposición del bloque del Este y la consiguiente independencia de una veintena de naciones, este fenómeno ha provocado en el Oeste la reacción de los estados unitarios de débil cohesión, como Bélgica, Reino Unido, Italia y sobre todo Francia y España, todos ellos de base plurinacional y con fuertes tensiones internas fruto del no reconocimiento de esta realidad plural. La reacción se ha concretado en el reforzamiento del rol de los estados dentro de la Unión Europea y la paralización de todo paso adelante hacia formas de representación política supranacional. En esta línea los estados citados anteriormente, y el español especialmente (16), han impuesto como principio rector de la política comunitaria el mantenimiento de la integridad territorial de los Estados miembros y el no reconocimiento unilateral de nuevos estados independientes por parte de ningún miembro de la Unión Europea. De esta manera se pretende que no se vuelva a repetir la actitud unilateral de Alemania, que reconoció desde el primer momento y en solitario la independencia de Croacia y Eslovenia.
En esta línea argumental han aparecido teóricos, como J. Isensee que intentan la construcción de unos inexistentes «derechos fundamentales del Estado» (17) tendentes a justificar el mantenimiento del dogma de la integridad territorial de los Estados, es decir, el presunto derecho a uniformizar las diversas comunidades nacionales comprendidas dentro de sus fronteras. Esta teoría es también la que justifica la no intervención internacional sobre estados que no respetan los derechos humanos individuales y colectivos de sus ciudadanos. Habermas, que se había congratulado de la intervención internacional comandada por las Naciones Unidas en la guerra del Golfo, ha visto contestada su postura por los defensores del integrismo de Estado que con hechos y no con razones han desmentido el eurooptimismo de los primeros años de esta década. La actual postura de los estados europeos de no intervenir en el conflicto de Kosovo, apelando al principio de respeto a la integridad de los estados constituidos es la peor antítesis a sus planteamientos.
Podríamos sintetizar las posturas confrontadas en la siguiente afirmación: todos los pueblos tienen derecho a tener Estado propio, pero un Estado no tiene el derecho a que le corresponda una única nación. La primera afirmación está en la línea de una interpretación expansiva y modernizada de los derechos humanos como principios rectores de un nuevo orden internacional y precursora de una ciudadanía supraestatal vinculante para los regímenes gobernantes, sean del color que sean. La segunda negación es la postura que en nombre del respeto a la diversidad cultural y nacional debería actuar como límite constitucional a las actuaciones asimiladoras los estados establecidos.
El pensador alemán no ha contemplado en su construcción teórica la reacción del integrismo de Estado ni su impacto sobre la conciencia de las poblaciones asimiladas a un orden estatal determinado, de la defensa totalmente neurótica que el Estado nacional ha hecho de sus fronteras territoriales y sociales. El filósofo de Frankfurt cree que «el Mercado Común Europeo provocará una mayor movilidad horizontal y multiplicará los contactos entre miembros de las diferentes nacionalidades. Además, la inmigración desde Europa oriental y desde las regiones pobres del Tercer Mundo incrementará la pluralidad multicultural de la sociedad. Esto causará, sin duda, tensiones sociales. Pero estas tensiones, si son asimiladas de forma productiva, pueden fomentar una movilización política que impulse los nuevos tipos de movimientos sociales endógenos surgidos ya en el marco de los Estados nacionales (como los movimientos pacifista, ecologista y feminista)» (18).
Lamentablemente la fuerza del chauvinismo, del racismo y del integrismo de Estado expresada con violencia en los casos de la guerra de los Balcanes y de Chechenia, ante la pasividad internacional, no invitan al optimismo. La claridad de ideas de Habermas, a pesar de que sus reflexiones sobre el futuro del Estado nacional no contemplen el fenómeno de las minorías nacionales y su relación con los estados unitarios de los que dependen, son un punto de apoyo inestimable para el avance dentro de la sociedad occidental de los valores del pluralismo cultural, los derechos humanos individuales y los derechos colectivos de los pueblos. El Estado moderno surgido desde la Revolución francesa hasta ahora, es objetivamente una etapa histórica superadora del Antiguo Régimen feudal. Su generalización en todo el mundo durante el siglo veinte lo convierte en una fórmula de organización social y política difícilmente reversible. Pero esto no quiere decir que el contenido homogeneizador y de cohesión que le hizo nacer, ya hace más de dos siglos, se haya de mantener inalterado ante el surgimiento de las nuevas agrupaciones supraestatales que se van configurando, no sólo en Europa, sino en otros lugares del planeta.
Creo que para permitir un futuro de progreso para la humanidad deberían desvincularse del núcleo esencial del Estado las funciones de homogeneización ideológica y cultural de las poblaciones comprendidas dentro de sus límites territoriales y reducir el Estado del siglo XXI a funciones instrumentales y estratégicas adaptables a las cambiantes necesidades de las comunidades a las que deben servir. Los derechos de la ciudadanía internacionalmente reconocidos deben encontrar su amparo, no exclusivamente en el orden estatal, como sucede actualmente, sino en las instituciones mundiales que deberían ser las depositarias de la garantía de su observancia en todas partes.
Un planteamiento de estas características implica que el Estado debe perder las reminiscencias heredadas de la etapa previa a la secularización de la vida social y convertirse en un ente mutable geográfica y competencialmente. Un Estado compatible con instituciones comunitarias de alcance superior, cualitativamente en el orden jurídico y político debería redimensionar sus funciones a cinco ámbitos concretos: la planificación económica general (que, además, tendrá que compartir con las administraciones sub-estatales preferentemente las regiones, en la terminología al uso en la Unión Europea), la creación de instrumentos de cohesión social del sistema económico, la ordenación territorial, la preservación del equilibrio del medio socio-ambiental y la expresión política de una identidad cultural compartida por la mayoría de los ciudadanos que hacen posible que un Estado exista.
Las tesis del filósofo alemán sobre el futuro del Estado nacional apuntan las características que debería tener el nuevo orden supra-estatal comunitario, pero dejan como asignatura pendiente las vías por las que se debería producir la transición desde los estados actualmente constituidos hacia las nuevas estructuras jurídico-políticas que deberían reducir sus funciones a las cinco que acabo de apuntar.
NOTAS
(1) Nacido en Düsseldorf, en 1929, estudió filosofía, historia, psicología y literatura alemana, es un miembro representativo de la llamada «Escuela de Frankfurt», el centro de investigación filosófica y social creado en 1923 por Max Horkheimer y Theodor Adorno. Entre sus numerosas publicaciones destaca «La teoría de la acción comunicativa», traducida al castellano por Taurus en 1987. Enlazando con las tradiciones de pensamiento social provenientes del idealismo alemán, de Marx y de Weber, Habermas las ha reformulado en términos de filosofía y ciencia social contemporánea, construyendo uno de los paradigmas de análisis e interpretación del presente más influyente estas alturas.
(2) Jürgen Habermas, «Die normalidad einer Berliner Republik». Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1995.
(3) Jürgen Habermas, «Más allá del Estado nacional», Editorial Trotta, Madrid, 1997.
(4) Jürgen Habermas, «Ciudadanía política e identidad nacional». Reflexiones sobre el futuro europeo «. Libro aparecido a raíz de una conferencia que pronunció en Barcelona el 17 de octubre de 1991, traducida al catalán por Pere Fabra Abat. Publicaciones de la Universidad de Barcelona, 1992. Unos días antes, el 14 de octubre, había dictado otra con el mismo título en la Universidad de Valencia, publicada en castellano en la revista Debates nº 39, correspondiente a marzo de 1992 , a partir de una traducción de Manuel Jiménez Redondo.
(5) Jürgen Habermas, «Más allá del Estado nacional», op. cit, p. 175.
(6) Jürgen Habermas, «Ciudadanía e identidad nacional». op. cit. pág. 63.
(7) François Furet y Denis Richet, «La Revolution Français», Fayard. Paris 1989, p. 183
(8) Jürgen Habermas, «Ciudadanía e identidad nacional», op. cit. pág. 63.
(9) idem, p, 64.
(10) idem, p, 67.
(11) Jürgen Habermas, «Identidades nacionales y postnacional». Tecnos. Madrid 1994. p. 94
(12) idem, p. 115
(13) idem, p. 116
(14) ídem, p. 118
(15) Jürgen Habermas, «Kant ideas desde Ewiger Friedens-aus dem Historischer Abstand von 200 Jahren». Kristische Justiz, nº 3, 1995. Frankfurt. Este artículo ha sido publicado en español con el título, «La idea kantiana de paz perpetua. Desde la distancia histórica de Doscientos años. «Isegoría nº 16, Instituto de Filosofía del CSIC. Madrid. Mayo de 1997.
(16) Felipe Gonzalez, «La Europa que Necesitamos», El País 28 de octubre de 1993.
(17) J. Isensee, «Weltpolizei für Menschenrechte», Juristiche Zeitung, 1995, nº 9, pág 421-430.
(18) Jürgen Habermas, «Ciudadanía e identidad nacional». op. cit. p, 83.
BLOG DE JAUME RENYER 25 de enero de 2018
Aproximació a les tesis de Jürgen Habermas sobre el futur de l’estat nacional