A mitad de una larga cuesta, en Üsküdar, se encuentra el final de trayecto de la diáspora más reservada de las Españas. Cipreses centenarios velan como musulmanes a miles de descendientes de aquellos que fueron expulsados como judíos. Eran o son los sabateos.
En este cementerio de los salonicenses, o de Bülbüldere, lo único sonoro es el nombre. El resto es silencio, entre tumbas sin motivos islámicos –en general– y con heterodoxos retratos en porcelana. Está desierto porque nadie quiere ser asociado a estos conversos, cuya contribución fue decisiva para alumbrar la laicista República Turca. O, como apuntan sus enemigos, para derrocar el Califato –el de verdad–.
Los sabateos estuvieron en lo más alto de la industria, el periodismo, la política y la diplomacia, pero desde finales del siglo pasado es como si se los hubiera tragado la tierra. Esta tierra.
Todo empezó cuando en 1666, uno de ellos, Sabatai Sevi, nacido junto al ágora de Esmirna, enfervorizó al mundo sefardí al viajar a Jerusalén y proclamarse mesías. El sultán mandó encerrarlo y luego le dio a elegir entre probar su divinidad o convertirse al islam y salvar el pellejo. Optó por esto último, sumiendo en la decepción a muchos acólitos. Pero arrastrando consigo a unos cientos de familias para las cuales el marranismo no era algo nuevo y que adaptaron nombres musulmanes sin más.
A su muerte, su cuñado Yakub Querido los condujo a Salónica –a Jerusalén de los Balcanes–, donde había una mayoría de población sefardí que hablaba ladino, como ellos. Era el lugar ideal para llevar una doble vida.
Pero dos judíos, tres opiniones. En pocos años los seguidores de Sabatai se dividieron en tres ramas, que ni siquiera se casaban entre ellas: los yakubis, los kunios (por el apellido de su fundador, que propuso a un bebé, Osman Baba, como reencarnación de Sevi) y, finalmente, los kavayeros, como su nombre indica, una escisión adinerada de estos últimos.
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, los sabateos ya eran más de quince mil y se habían convertido en uno de los colectivos más industriosos del imperio otomano, en el textil, el tabaco o las finanzas. El alcalde de Salónica era uno de ellos y sus notables frecuentaban tanto los cenáculos sufíes como masónicos. Las escuelas más modernas del imperio eran las suyas. Mustafá Kemal, el futuro Atatürk, estudió con ellos. De hecho, la plana mayor de los Jóvenes Turcos y luego del Comité de Unión y Progreso salió de aquella Salónica.
Mientras los yakubis, al mando de la burocracia, se convertían en suníes a todos los efectos –excepto un centenar–, las otras dos sectas persistían en su sincretismo religioso, con sufismo, cábala y plegarias en ladino y hebreo. Sobre todo los menos boyantes kunios o karakás (cejinegros).
Sin embargo, la toma de Salónica por los griegos, en 1913, dio al traste con su heterodoxo paraíso, que incluía –en la primaveral Fiesta del Cordero– alcohol, soplo de velas e intercambio de parejas.
Para más inri, en 1917, un incendio destruyó sus barrios. Y en 1923 fueron forzados a abandonar Grecia, en tanto que “musulmanes”, en el intercambio de población con Turquía. Su mezquita yakubi –ahora sin alminar– se convertiría en Museo de Arqueología de Salónica .
La educación y la riqueza les permitió situarse en Estambul y seguir cocinando “pastelikos”. Pero su endogamia pronto fue objeto de teorías de la conspiración. Para los turcos eran dönme , conversos. Hubo campañas de denuncia –la más célebre, instigada por un sabateo– por su resistencia a la asimilación. La comunidad se vio forzada a abrirse, lo que hasta pudo ser un alivio para los poco amigos de tener que casarse entre primos.
Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando creían que el Estado turco se había olvidado de ellos, vieron como se les aplicaba un impuesto discriminatorio, aunque menor que el aplicado a judíos, griegos y armenios. La república les tenía fichados, en las mismas fechas en que los nazis exterminaban al 95% de los semitas de Salónica. Su deportación por ser musulmanes ante la ley les había salvado la vida y desde entonces no hubo vuelta atrás.
Hoy, incluso el autor especializado Rifat Bali confiesa a La Vanguardia , en ladino: “No konosko sabateanos ke pueden avlar kon jurnalistos”. El diseñador Cemil Ipekçi es uno de los pocos que reconocen su origen sabateo, pero cuando en una entrevista insinuó que escribiría un libro, su familia se le echó encima.
Hace veinte años, un tal Ilgaz Zorlu fue aún más lejos, al abrazar el judaísmo. A raíz de su publicación de Sí, soy de Salónica , reveló las raíces sabateas de tutti quanti : desde el ministro de Exteriores Ismail Cem, al de Economía Kemal Dervis, la ex primera ministra Tansu Çiller o la influyente esposa del primer ministro Bülent Ecevit.
En el caso del periodismo, la nómina había sido aún más nutrida, con directores de grandes diarios, como Ahmet Emin Yalman, que sobrevivió a un atentado. No así Abdi Ipekçi, abatido por Ali Agca, que luego atentaría contra Juan Pablo II. También era sabatea la primera periodista turca, Sabiha Sertel, fallecida en el exilio.
Ser el más rico del cementerio nunca sirve de mucho. En este del Estambul asiático, además, se nota que los kavayeros –y sus señoras–, elegantísimos en foto, hace años que no reciben visitas. Mientras que, entre los karakás, ¿quién puede asegurar que ninguno susurre ya al borde del agua la plegaria en ladino “Sabatai, Sabatai, esperamos a ti”?
LA VANGUARDIA