Guillem Agulló y el caso Altsasu

El próximo mes de abril hará veintisiete años del asesinato de Guillem Agulló, ocho más de los que él tenía cuando unos fascistas lo cercaron y acuchillaron en un pequeño pueblo del País Valenciano gritando «Viva España» y «Sieg Hell», que es el saludo nazi. Guillem, vinculado a la izquierda independentista de los Maulets de Burjassot y militante antirracista y antifascista, fue asesinado por sus ideas, y sus asesinos, salvo uno, Pedro Cuevas, que fue encarcelado (y liberado al cabo de sólo cuatro años), fueron absueltos con el argumento de que ese no había sido un crimen político, sólo una «pelea entre jóvenes».

El Estado español nunca condena a los que le hacen el trabajo sucio. Por eso, cuando alguien mata a un independentista por el solo hecho de ser independentista es sólo la consecuencia desgraciada de una «pelea entre jóvenes»; en cambio, cuando unos jóvenes vascos se pelean en un bar con unos pendencieros que resultan ser guardias civiles camuflados, el Estado lo considera una «pelea política», detiene a ocho muchachos, los acusa de «delito de odio» y los condena a cincuenta años de prisión. Así fue el caso Altsasu en un principio. Después, la Audiencia Nacional española fue más allá y acusó a los chavales de «terroristas» y elevó el total de las penas a 375 años. Este es el Estado las fuerzas armadas del que ocupan nuestra tierra desde hace siglos.

Pero cuando un Estado hace esto, cuando un Estado encubre asesinos fascistas que matan sin complejos a demócratas en plena calle y encarcela a personas que juzga desafectas al Régimen, se convierte también en un Estado fascista, ya que hace justo lo contrario de lo que se espera de un Estado de derecho democrático. Dicho de otro modo, los crímenes protegidos por un Estado son crímenes de Estado, y el asesinato de Guillem Agulló fue, por consiguiente, un crimen de Estado. España, como Turquía, forma parte de la colección.

Fijémonos, por otra parte, que estos veintisiete años transcurridos han sido, al mismo tiempo, un calvario para la familia de Guillem Agulló. Grupos fascistas, con el apoyo del Estado y de los gobiernos sucesivos del País Valenciano hasta el 2016, como aliados pasivos, les han hecho la vida imposible mediante amenazas, llamadas telefónicas y actos vandálicos en su casa con total impunidad. Ninguna investigación, ninguna identificación, ninguna detención, ninguna actuación. Indiferencia absoluta. Pero, claro, mientras los partidos independentistas continúen considerando España como un Estado de derecho democrático, y por tanto legitimando su autoridad, la represión española no se detendrá.

Para hacer un poco de justicia mediática ante esta indolencia y de crear conciencia social manteniendo viva su memoria y dando sentido al lema «Guillem Agulló, ni olvido ni perdón», se ha rodado la película «La muerte de Guillem» (*). Esta película, dirigida por Carlos Marqués-Marcet -no confundirla con el cortometraje «Ni olvido, ni perdón», también excelente, de Jordi Boquet-, revive los hechos de 1993 y el juicio farsa del 1995, así como las consecuencias que ya he mencionado en los miembros de la familia, empezando por el trauma imborrable que supone perder un hijo o un hermano en circunstancias tan trágicas.

«La muerte de Guillem» es un elemento más de la campaña «La lucha continúa» contra la libertad de acción del fascismo español desde la muerte de Franco hasta 2020. La diferencia entre aquel fascismo y el de hoy es meramente formal. En esencia, es el mismo. Y uno de los brazos mediáticos con los que cuenta el País Valenciano es el diario Las Provincias, que, a través de sus repulsivas páginas, lanzó cubos de heces sobre la víctima y su familia. El filme es fruto de una coproducción de las televisiones valenciana y catalana, con el apoyo económico desinteresado de mucha gente por la vía del micromecenazgo. Nos faltan películas así sobre nuestra historia reciente.

(*) https://www.youtube.com/watch?v=TucGxRCeRrI

RACÓ CATALÀ