El lirio y el adoquín

En octubre de 2019 se ha visto la emergencia de un nuevo actor político en el movimiento de liberación nacional catalán. Después de dos años de martirologio de unos líderes y de una generación que parece que ya nacieron derrotados, una nueva hornada de catalanes ha hecho la mayoría de edad política proponiendo una manera muy diferente de afrontar el conflicto con el Estado ocupante. En este momento el independentismo se encuentra inmerso en una guerra civil, ahora más abierta cuando en cuando más subterránea, entre dos visiones radicalmente opuestas no sólo en cuanto a la estrategia a seguir para lograr la meta sino, también, en cuanto a la comprensión de qué significa la política. A un lado, hay una visión y una estrategia basadas en las apelaciones morales; en la otra, existe la convicción de que el conflicto explícito por el poder es el único que llevará al país a la independencia.

David Ben-Gurion, líder sionista y primer Primer Ministro de Israel, tenía una fobia particular a todo lo que se asociaba culturalmente a la Diáspora. Ben-Gurion, como otros jóvenes sionistas de la época, detestaba las actitudes y los comportamientos sumisos y pasivos que entendía que los judíos habían desarrollado tras siglos de persecución y discriminación. Los judíos en la Diáspora vivían diariamente con la amenaza y con el miedo y habían encontrado en la resistencia pasiva e interior, en la fe en Dios y en la venida del Mesías, y en la convicción de ser el pueblo elegido, la fuerza suficiente para persistir en un mundo hostil. En vez de oponer una resistencia activa que podía llevar al desastre, los ‘Galutin’ (*) exiliados soportaban las agresiones, con la esperanza de que, si eran piadosos, eventualmente serían recompensados y redimidos. Ben-Gurion y otros integrantes de la Segunda Aliya consideraban que si bien esta actitud había permitido a los judíos evitar la asimilación, también los había convertido en un pueblo contrahecho, moralista y dependiente tanto de sus opresores como de esperanzas fútiles en intervenciones sobrenaturales. A todo esto, los nuevos sionistas asentados en Palestina oponían una cultura basada en la lucha, la acción, la actividad física y la aserción de los rasgos propios del pueblo judío. No en vano Ben-Gurion abominaba el yiddish -una variedad del alemán que hablaban los judíos europeos y que era la lengua materna del mismo Ben-Gurion-, optó por hablar sólo hebreo y cambió el nombre de nacimiento, David Grün, por uno de hebreo.

El conflicto ideológico, cultural y generacional en el que está inmerso el pueblo catalán es sorprendentemente similar al de los judíos de la primera mitad del siglo XX. Por un lado, la generación que ahora tiene entre 50 y 60 años reproduce los vicios que los sionistas de la Segunda Aliya imputaban al «viejo judío» de la Diáspora: la pasividad ante la agresión, el refugio en la virtud moral, esperanza en intervenciones mágicas, la dependencia de la cultura y los marcos mentales impuestos por el opresor, la renuncia a la lucha por el poder y su ejercicio. Esta es la generación que creció con las ideas de Jordi Pujol, hijo de la derrota del 39, del miedo de la dictadura y del agobio por la llegada de cientos de miles de inmigrantes de cultura ajena. La cosmovisión que tejió Pujol se basaba en la ficción y el autoengaño, en la esperanza mágica y el refugio en el trabajo y en la superioridad moral. Que algunos de los eslóganes más importantes de Pujol eran un fraude lo reconoce él mismo en sus escritos, quizá sin ser consciente de la gravedad de la confesión: el «solo pueblo» no era exactamente una descripción de la realidad, sino una esperanza que se debía materializar sola a base de repetir la frase mil veces; la Generalitat tenía poco poder pero era necesario que la gente creyera que tenía mucho y se manifestara delante para darle autoridad moral; etcétera.

La generación crecida al calor de las ideas de Pujol es la que ha liderado el que se conoce como Proceso. Los Mas, los Puigdemont, los Junqueras, los Jordi Sánchez, los Raül Romeva, las Carme Forcadell, todos ellos son de la década de los 60 y los primeros 70. Los defectos del Proceso son los vicios de esta cohorte. Con esta generación, que últimamente se llama muy acertadamente «lirista», porque con el lirio en la mano, con ella contrasta otra que acabamos de descubrir. La semana posterior a la publicación de la sentencia del Tribunal Supremo español que condenaba a una década de prisión a los líderes del Proceso, una multitud de jóvenes de entre 15 y 30 años -con un espesor central que no debe sobrepasar los veinte, veintidós años- salió a las calles y se peleó con las fuerzas represivas españolas, recibiendo de ellos todo tipo de agresiones (palos, pelotazos, atropellos, palizas, torturas) y defendiéndose con todo lo que tenía al alcance, muy destacadamente los adoquines de la calle. Aunque probablemente estos jóvenes no tengan aún una cosmovisión coherente y compartida, sí se ve claramente que su puesto vital es muy diferente del de sus predecesores. Allí donde los padres reciben, los hijos se defienden. Donde los padres ponen una sonrisa, los hijos ponen determinación. Cuando los padres dicen «ni un papel en el suelo», los hijos responden «ninguna agresión sin respuesta». El trabajo bien hecho no es un sustitutivo del poder y la fuerza de la razón no se doblega ante ninguna voluntad de dominación.

Las razones detrás de la emergencia de esta juventud como actor político aún no son claras, aunque podemos aventurar diferentes líneas interpretativas complementarias. El grueso de estos jóvenes eran niños pequeños cuando en 2008 y 2010 hubo los primeros grandes actos de fuerza del independentismo, y han acompañado a sus padres en las diferentes acciones de protesta durante la última década; tras diez años sin frutos y una represión creciente, es natural que duden de los métodos de los mayores. Muchos de ellos, además, vieron cómo la policía y los paramilitares españoles agredían a la generación de sus padres y sus abuelos el Primero de Octubre y, en algunos casos, asaltaban sus escuelas; el resentimiento hacia quien agrede a los seres queridos es, también, natural. También se ha dicho que se trata de una generación más universal, que ha crecido con las redes sociales y con un dominio elevado del inglés que les permite establecer una mayor distancia con los marcos mentales impuestos por el régimen español; en este sentido, se trataría también de una ruptura con la cultura de sus padres, que, como la de los galutim (*), tiene una relación de dependencia con el poder opresor y sus relatos.

Esta mayor independencia cultural de los jóvenes de los marcos discursivos del poder opresor español debería ser un punto de partida sobre el que construir unas ideas compartidas. La praxis ya la tienen: lucha, acción, más realismo y menos moralismo. A esto habría que adjuntarle un retorno a las posturas nacionales anteriores al pujolismo político: la convicción de que el Estado español es un Estado castellano, para los castellanos y para disfrute de la oligarquía castellana; la recuperación de la lengua catalana como elemento que permita la incorporación de los inmigrantes a la comunidad nacional y también en la lucha por la autodeterminación; la voluntad de ser independientes de España también intelectual, cultural y mediáticamente. Si el pensamiento sin acción es ciertamente estéril, la acción sin pensamiento ni se puede sostener en el tiempo ni dar frutos políticos.

Que los jóvenes son más independientes mentalmente de España se ha visto en la reacción de los partidos liristas ante su lucha, que los demonizó durante días hasta que se dieron cuenta de que si insultaban y justificaban la represión de los hijos de sus votantes podían perder el voto. En este sentido, Esquerra Republicana, el buque insignia del lirismo (ellos lo llaman «junquerismo»), atacó duramente a los jóvenes porque estaba convencida de que la lucha abierta dañaría la imagen del independentismo, predicción que, claro, no tenía ningún fundamento. Es cierto que los medios propagandísticos del régimen español corrieron a criminalizarlos, como criminalizan cualquier tipo de respuesta, pero la reacción internacional a las protestas no se centró en la moralidad de los manifestantes sino en la incapacidad del Gobierno español de encontrar soluciones políticas que evitaran un conflicto abierto. Además, la opinión pública internacional, en general, reaccionó muy negativamente a las agresiones y abusos de la policía española y los Mossos. Si el lirismo es incapaz de pensar en términos de poder, así como de rectificar la estrategia, es porque vive consumido con la cobertura mediática del régimen, que naturalmente siempre será hostil. Lo realmente importante es que la estética impoluta que el independentismo lirista ha querido transmitir los últimos años no ha generado ninguna alianza internacional real ni ninguna cesión por parte del poder español.

En el mismo sentido, la lucha de los jóvenes también desnuda otra idea recurrente del lirismo y particularmente de ERC, la noción de que el conflicto abierto resta apoyos internos al independentismo en Cataluña. De hecho, lo percibido en las movilizaciones posteriores a la condena es que sectores antes aparentemente apolíticos e, incluso, castellanohablantes y de identidad española se han incorporado a la lucha por la liberación nacional. Si bien estos acercamientos son un riesgo que hay que saber gestionar bien -hay que rehuir toda tentación de reducir la visibilidad de las reivindicaciones independentistas a favor de las antirrepresivas, haciendo, al contrario, que sean los nuevos compañeros de lucha quienes hayan de abrazar la independencia en contraposición al enemigo común-, no deja de ser significativo (pero no sorprendente) que la ampliación se haya producido con un conflicto abierto en el que todos deben elegir bando y no con una política de ambigüedad calculada («somos el 80%», «hagamos República») que lo que hace es permitir que los dubitativos continúen cómodos en la equidistancia.

Si bien la aparición de los jóvenes como nuevo actor político de primer orden ha cogido a todos por sorpresa, la vieja guardia del lirio ha recuperado posiciones rápidamente. Los cordones sanitarios que confunden la resistencia no violenta gandhiana con la evitación del conflicto, la programación de manifestaciones que se centran en la represión y olvidan que es la lucha por la independencia que la provoca, la llamada constante y humillante al gobierno español a «hablar» sin concretar de qué, son por completo trincheras del lirismo en la nueva guerra de posiciones. Si bien el viejo catalán no ha quedado ni mucho menos superado, el nuevo catalán no será una flor de verano. Los conflictos marcan, y la semana de movilizaciones formará parte de la conciencia política de toda una generación de jóvenes. Sin embargo, hay que evitar que la falta de estrategia y la oposición del lirismo los desmoralice, los desmovilice y les haga caer en el nihilismo. A los jóvenes les falta un marco ideológico y un plan de acción.

(*)https://www.ancestry.mx/search/collections/pubmembertrees/?name=_Galutin&count=50&name_x=1_1

El lliri i la llamborda

LA REPÚBLICA