El miércoles, varios centenares de miles de catalanes volverán -volveremos- a salir a la calle para reivindicar el derecho a la autodeterminación y, si tiene la mayoría necesaria, conseguir la independencia de Cataluña. Se llega con estados de ánimo diversos, y si hace unos años el entusiasmo arrastraba a los indecisos, ahora un cierto desencanto -y el impacto de la represión- puede hacer que incluso algunos convencidos se queden en casa. Pero, sea como sea, de un proceso político comenzado hace más de una docena de años ya no se puede decir que haya ido demasiado deprisa, que no se haya mostrado muy resiliente a las adversidades y que es un soufflé. La pregunta, pues, es: ¿qué nos hace volver a salir a la calle?
La respuesta es muy relevante porque según cuáles fueran las razones aducidas nos llevarían a unas conclusiones o a otras. Dejemos de lado los supuestos de un adoctrinamiento largo en el tiempo sobre una masa enorme de ciudadanos ignorantes y manipulados, porque como argumento no merece atención. Más grave sería el supuesto de que todo sea resultado de una pulsión identitaria, porque parecería que de repente habría habido un episodio febril, ignorando las circunstancias políticas del despertar secesionista. Y tampoco tiene mucho sentido seguir insistiendo en la tesis del egoísmo económico porque la evidencia del maltrato fiscal y en inversiones es un hecho objetivo y endémico que, por otra parte, se podría haber resuelto perfectamente en el marco autonómico.
Desde mi punto de vista, la razón de fondo es la insatisfacción creada por la debilidad democrática del Estado español. Una debilidad ahora muy visible, pero que era previa al conflicto. De hecho, se debería hablar de regresión democrática, muy especial -y descaradamente- manifiesta los últimos cuatro años de gobierno de José María Aznar y que ya no se ha detenido. Situar las razones del despertar independentista en este marco tiene, como mínimo, dos virtudes. La primera, que permite analizar un proceso político desde la raíz, sin tener que inventar cambios repentinos de mentalidad. La segunda, que sitúa el conflicto en el contexto más general de la crisis de la democracia en todo el mundo.
Ha sido Monique Chemillier-Gendreau, profesora emérita de derecho público y ciencias políticas en París y experta en derecho internacional, quien ha puesto muy acertadamente el dedo en la llaga en un libro titulado ‘Regressions de la démocratie et déchainement de la violence’ (Textuel , 2.019). Según Chemillier, la democracia no puede limitarse a garantizar el derecho al sufragio universal, la división de poderes, el respeto de la ley y otros requisitos formales. Lo que le es fundamental, en lugar de fomentar la homogeneidad identitaria de la nación como suele hacer, es garantizar la pluralidad. Escribe: «Una sociedad es política cuando se respeta y se acepta la pluralidad. Entonces se juega en la diversidad, que es un espacio propiamente democrático en que la violencia en estado bruto se desplaza hacia el orden de la conflictualidad». Y es aquí «el lugar donde se expresan los desacuerdos y se realizan las convergencias de perspectiva». En cambio, «si una sociedad, incluso bajo la apariencia de ser democrática, se fundamenta en un pacto identitario (étnico, religioso, lingüístico o cultural), entonces es evidente que se favorecerá la violencia entre quienes reivindican esta identidad y los que no pertenecen a ella».
Y esta es la cuestión: un Estado que hace de la indisoluble unidad de la nación -por tanto, de la imposición de una determinada identidad cultural y lingüística- «la base última, nuclear e irreductible de todo el derecho del Estado», como confesó justo hace dos años Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo, tiene una democracia en regresión. Y es justo esto lo que explica el grado de violencia represiva que España aplica sin miramientos al independentismo, y es, ni más ni menos, contra lo que desde que tenemos una conciencia lo bastante clara, nos manifestamos cada Once de septiembre.
ARA