El meritorio esfuerzo de construcción de una identidad inclusiva, flexible y no-esencialista desarrollado por el independentismo catalán en la última década ya no oculta el hecho de que las posiciones políticas a favor o en contra de la secesión catalana están muy determinadas por cuestiones de identidad profunda que difícilmente provocarán grandes oscilaciones de voto. Analistas de formación, procedencia y afinidades políticas tan dispares como Joe Brew, Francesc Abad, Jordi Muñoz o José Luis Álvarez coinciden en señalar que las variables más determinantes en el apoyo a la independencia o en su rechazo siguen siendo la lengua, el lugar de nacimiento de los padres (y el propio) y la autoidentificación nacional. Aquellos que tienen como lengua habitual el castellano, con uno de los padres o ambos nacidos fuera de Cataluña (o ellos mismos nacidos en el resto del Estado español) y que se sienten más españoles que catalanes o completamente españoles difícilmente darán su apoyo electoral a partidos independentistas.
Este perfil sociológico es a menudo inmune a todo tipo de argumento favorable a la secesión de carácter no identitario: le da igual el maltrato fiscal que sufre el país, el déficit de infraestructuras, la imposibilidad de desarrollar políticas de bienestar social y, lo que es más importante, es completamente indiferente a la violación de derechos fundamentales con la que el aparato del Estado castiga a los independentistas (y en los casos más extremos consideran justa la retribución que sufren y sufrirán todos aquellos que trabajan por la emancipación catalana a través de un proceso pacífico y democrático). La cuestión inquietante que revela esta situación es que no hay decisión democrática que altere la médula de la identidad, que primero somos, existimos, y luego ya veremos en qué sentido llenamos esta existencia (que, dicho sea de paso, que también se puede predicar de la misma Cataluña independiente y que algunos actores políticos no han acabado de entender: que primero hay que ser un Estado soberano y luego ya veremos, a través del voto en elecciones periódicas, en qué políticas más o menos progresistas se concreta este Estado).
Este diagnóstico viene a cuento porque nos sirve para reflexionar en torno a dos cuestiones vinculadas a la actual fase del proceso. La primera es que en la insistencia de un partido como ERC en proseguir por el camino de promover lo que podríamos llamar el no-nacionalismo cuando la política de bloques nacionales se encuentra tan definida parece que persiga atraer a sectores de la población catalana de identidad española para construir una mayoría dentro de la Cataluña autonómica (un camino que en su momento ya había recorrido la CiU de Jordi Pujol desde el otro lado del espectro ideológico). Es posible que esta estrategia esté detrás del notable éxito electoral alcanzado por ERC en las últimas elecciones generales y municipales, pero este camino tiene fecha de caducidad, sea porque la dirección de ERC verbalice claramente su renuncia al proyecto de la independencia (y pierda, en consecuencia, el apoyo de buena parte de las bases que defienden este proyecto) o sea porque el aparato del Estado continúe castigando a sus cuadros por muchos votantes del «no» que ERC atraiga en elecciones dentro del marco constitucional español y eso les obligue a una apuesta unilateral.
La otra cuestión a destacar de un debate centrado en la identidad es que, tal y como destacan Joe Brew desde el independentismo y José Luis Álvarez desde el unionismo, a medio plazo la realidad existencial (esto es, demográfica) favorece al independentismo. Los catalanes nacidos en España, con componentes de identidad española muy marcada, son en su mayoría gente mayor y son reemplazados cada ciclo electoral por catalanes jóvenes nacidos en Cataluña (o por catalanes jóvenes nacidos en el extranjero o de padres extranjeros la mayoría de los cuales no pueden votar en la Cataluña española). Tradicionalmente los pueblos dominadores resolvían contextos como éste atacando la existencia de los pueblos subyugados pero, y esto quizás explica el pánico de las élites españolas, esta opción es inviable en el siglo XXI y, en caso de que en algún momento existiera la tentación de ejercerla, sería lo que aseguraría definitivamente la libertad.
EL PUNT-AVUI