Fuego en la gran biblioteca

Susan Orlean

La biblioteca en llamas

TRADUCCIÓN DE JUAN TREJO. TEMAS DE HOY. 398 PÁGINAS. 20 EUROS

 

‘La biblioteca en llamas’, de Susan Orlean, es mucho más que una crónica sobre el incendio que consumió en 1986 la Biblioteca Pública de Los Ángeles. Es la historia política y cultural de ese espacio emblemático desde el siglo XIX y un ensayo sobre nuestra relación secular con los libros.

Ray Bradbury, que no acabó el bachillerato y no fue a la universidad, se formó narrativamente en los teatros y los estudios de Hollywood, mientras que intelectualmente lo hacía entre los anaqueles de la Biblioteca Pública de Los Ángeles. Como su familia no podía pagarle los estudios superiores comenzó a frecuentar las distintas secciones de la institución en la adolescencia y no paró de leer todo lo que allí se le puso por delante hasta los veintisiete. La biblioteca, según escribió tiempo más tarde, fue “el lugar donde nací; el lugar donde crecí”.

 

Por eso no es de extrañar que fuera en otra biblioteca, la Powell de UCLA, donde escribió a mediados del siglo pasado la novela El bombero, que después se titularía Fahrenheit 451. En ella fue traduciendo a personajes, escenas, palabras una idea inquietante: en el futuro los libros estarán prohibidos y los bomberos se dedicarán a incendiar bibliotecas y a los lectores que quieran defender la cultura no les quedará más remedio que memorizar los textos antes de que sean ceniza.

 

Ray Bradbury –que era, por cierto, descendiente de Mary Bradbury, una de las procesadas en el siglo XVII por brujería, una de las famosas brujas de Salem– no podía imaginar que treinta años después de la publicación de su novela más conocida la biblioteca en que creció como lector y como escritor sufriría un incendio devastador. Ni que cuatro décadas después una de las grandes cronistas norteamericanas, Susan Orlean, lo incluiría en las páginas de La biblioteca en llamas, un largo ensayo narrativo sobre la Biblioteca Pública de Los Ángeles antes, durante y después del fuego. Y mucho menos que, cuando la autora de El ladrón de orquídeas, en el proceso de investigación del libro, llegaría a la conclusión de que tenía que experimentar en carne propia qué se siente cuando se quema un libro, decidiría destruir un ejemplar de Fahrenheit 451.

 

La vocación social

 

La biblioteca en llamas tiene un falso protagonista (Harry Peak, el mitómano que tal vez prendió la cerilla en 1986) y decenas de auténticos protagonistas, escritores como Ray Bradbury, expertos en incendios, familiares de la autora (como su madre) y, sobre todo, bibliotecarios y bibliotecarias. Como los buenos libros, su estructura representa la del tema que aborda: es una red que va tejiendo las vidas, los conocimientos y las pequeñas aventuras de los bibliotecarios actuales con las de quienes los precedieron en la tarea de apoyar cultural, social y espiritualmente a los ciudadanos de Los Ángeles.

 

Aunque Orlean construya un relato detectivesco a partir de la figura del principal sospechoso del incendio, esa línea narrativa es la menos importante del libro, que destaca sobre todo por su historia cultural de la biblioteca –desde sus orígenes polvorientos en una ciudad del desierto hasta antes de ayer– y por su radiografía de la complejidad de una institución de esas características –una máquina en que todos los departamentos y todo el personal, tanto de la sede central como de las setenta y dos sucursales, trabaja conjuntamente para nutrir de lectura y de apoyo cultural a cuatro millones de habitantes.

 

John Szabo, el actual director, tiene claro que la biblioteca no es un archivo de libros sino “una mezcla de datos y de imaginación”. En un futuro inminente debe ser “una fusión entre universidad popular, centro comunitario y base de información, vinculada felizmente a internet, sin competir en ningún caso con la red de redes”. Leyendo sus opiniones, y las de tantos otros personajes del libro, se hace evidente que existe una conversación global sobre el sentido del libro y de sus espacios en nuestra época. Una conversación con preguntas recurrentes: ¿Qué objetos culturales debe coleccionar y prestar una biblioteca? ¿Cómo puede incentivar la lectura? ¿Cuál es su relación con internet? ¿Debe expandir su vocación cultural hacia la asistencia social? Los ecos de las posibles respuestas rebotan en todas las ciudades, en todos los continentes.

 

Szabo dice que, entre sus servicios, además por supuesto de la consulta y el préstamo de libros y otros objetos culturales, la institución que él dirige debe ofrecer programas culturales y de alfabetización, censo de votantes, cuentacuentos, acceso a ordenadores y asistencia a indigentes. Aunque no hay más que ir a la Jaume Fuster de Barcelona para entender que las bibliotecas se han convertido en espacios fundamentales en la vida de los habitantes sin techo de una ciudad, fue en la nueva Library at the Dock, en el frente marino de Melbourne, donde vi a mediados del año pasado cómo un edificio ha sido diseñado para conciliar tanto la misión tradicional de la institución (catálogo, asesoría cultural, estudio, préstamo) como la misión social que siempre ha cumplido, pero que ahora asume con plena conciencia. Junto con las salas multiuso, muchas de ellas con las herramientas y los materiales necesarios para diferentes prácticas artesanales, la biblioteca australiana acoge mostradores de información para inmigrantes y refugiados, aulas de inglés, un gran recibidor y un café.

 

Las bibliotecas son, para millones de personas de todo el mundo con pocos recursos o sin ellos, uno de los pocos ámbitos hospitalarios en las ciudades donde viven o por las que transitan. Orlean lo llama “el compromiso con la inclusión”. En unas ciudades cada vez más conservadoras, las bibliotecas se vuelven embajadas o recordatorios de la solidaridad y del progreso. Porque, como dice también la autora de La biblioteca en llamas, lo que ocurre en las bibliotecas es un auténtico milagro. Son espacios ocupados “pacíficamente, con total sentido, por un montón de extraños”. Extraños de diferentes clases sociales, con libros e internet en casa, o sin ellos, o sin hogar, conviven con libros, deuvedés, cómics, ordenadores, juegos, diarios, revistas. La democracia es particularmente visible en las bibliotecas. Por eso hay que defenderlas.

 

En el pasado está el futuro

 

Aunque se trate de un libro absolutamente local, centrado en la ciudad californiana y en su contexto estadounidense, en las páginas finales de su novela documental Orlean expande el foco y viaja al norte de Europa para asistir al congreso bianual Next Library del 2015, que tuvo lugar en la biblioteca Dokk1 de Aarhus, Dinamarca. Su gesto es tanto intelectual como político. Por un lado, desea acabar de comprender el objeto de su estudio, la Biblioteca Pública de Los Ángeles, como nodo de una red global de proyectos semejantes; por el otro, la visión de las instituciones culturales de los Estados Unidos desde la orilla europea o el proyecto Global Libraries de la Fundación Bill y Melinda Gates (que hasta el 2018 financió intervenciones en bibliotecas de cincuenta países) le permite defender la importancia de las bibliotecas públicas en el panorama de las universidades corporativas y de la educación y la cultura cada vez más privatizadas .

 

Mientras asiste a las charlas sobre las últimas tendencias en biblioteconomía y documentación, el lector recuerda decenas de figuras y de iniciativas del último siglo y medio que han sido comentadas en el libro y que parecen tan o más modernas que las que se discuten en el Next Library. Anécdotas, biografías, datos que evidencian que las bibliotecas han sido siempre laboratorios de innovación.

 

La tercera directora de la Biblioteca Pública de Los Ángeles, por ejemplo, la memorable Mary Foy, exponente de la feminización de las bibliotecas que tuvo lugar durante el último cuarto del siglo XIX (no es casual que, tras ser despedida en 1884 tras cuatro años en el cargo, se convirtiera en maestra y en sufragista), contaba entre sus funciones, además de la de encontrar los documentos y la de perseguir a los usuarios que no los devolvían a su debido tiempo (en las fotos aparece con el bolso de cuero donde acumulaba el cobro de las multas), la de “arbitrar las partidas de ajedrez y de damas que no dejaban de jugarse a lo largo de todo el día en la sala de lectura”. Otro de los personajes secundarios del libro, Tessa Kelso, propuso en la penúltima década del siglo XIX “que la Biblioteca Pública de Los Ángeles prestase raquetas de tenis y juegos de mesa”. Y en los años veinte, “la hora de los cuentos infantiles, que era conocida como la Hora de la Diversión”, reunía a un público numeroso, entre madres, niños y niñeras. Las bibliotecas no se han vuelto lúdicas y familiares en este cambio de siglo: llevan muchísimo tiempo abriéndose desde los libros hacia todos los espacios que nos configuran como seres humanos.

 

“La moda de mejorar como persona o reinventarse tuvo mucho éxito en este nuevo lugar que parecía salido del mismísimo desierto”, comenta Orlean. En la biblioteca varias generaciones de inmigrantes encontraron las herramientas para someterse a sí mismos a operaciones de cirugía ética o profesional. Los aspirantes a actores en Hollywood encontraban allí las memorias de las estrellas o los manuales de técnicas de actuación; los latinoamericanos o los italianos, libros para perfeccionar su inglés; las futuras secretarias, volúmenes para aprender taquigrafía o contabilidad; todos los recién llegados, guías telefónicas y mapas para aterrizar sus esperanzas y para diseñar estrategias de progresión social. Mucho antes de que llegaran los tutoriales de YouTube, las bibliotecas fueron el espacio por antonomasia de los autodidactas.

 

Esa sintonía entre las bibliotecas y la sociedad no sólo se tradujo en formas diversas de ocio o de educación. Otros problemas que nos parecen muy contemporáneos ya fueron abordados por los viejos bibliotecarios. En el ecuador del siglo XX la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos creó “talleres sobre los peligros de los bolcheviques para mantener a los usuarios alejados de los pensamientos anti­patrióticos”, con el título Combatir los engaños rojos. Hoy diríamos fake news. Y en 1968 nació el Departamento de Adolescentes, al tiempo que lo hacía la conciencia global de que entre la niñez y la edad adulta se abría una franja cada vez más ancha de gustos y de problemas. No sólo se empezaron a ofrecer libros para jóvenes, también se organizaron actividades como lecciones de judo o conciertos de folk y de rock (y a los pocos años, programas sobre sexo, suicidio, drogas, pandillas y fugas del hogar).

 

“Las bibliotecas son los espacios originales del coworking y tienen la curiosa ventaja de ser gratuitas”, leemos en La biblioteca en llamas. También era un espacio de trabajo y conocimientos compartidos, de hecho, la primera de todas las bibliotecas, la de Alejandría. Taller de traducción, academia, santuario, museo, archivo: en el mismísimo origen de la institución ya tenemos la mezcla de todo lo que da forma a los cerebros humanos. Desde su incendio hemos ido recreando y reinventando esos espacios que, como ningún otro, definen lo mejor del ser humano. Topografías de luz que durante más de dos mil años han intentado compensar nuestra excesiva oscuridad.

LA VANGUARDIA