En 2006, durante el proceso de desvitalización progresiva y galopante del Estatuto, hubo un momento que parecía que todo iba de si nos traspasaban o no la competencia en materia de aeropuertos , particularmente el control del aeropuerto de Barcelona. Pero era evidente que el pueblo catalán, como comunidad nacional diferenciada, era mucho más que un aeropuerto, que cuatro o setenta y dos.
Que, a estas alturas, el independentismo político organizado en partidos haya entrado en una crisis profundísima por la presidencia de una diputación, por más que sea la de Barcelona, es indicativo no de la importancia de este ente de la administración local, sino de la inconsistencia política, de la insignificancia nacional, los partidos independentistas que se pelean públicamente, mientras el PSC y toda España hacen txalos, dicho de otro modo, aplauden, mientras se aguantan la risa.
La solidez democrática, popular y nacional, demostrada por la gente el primero de octubre de hace dos años nos salva del ridículo, sobre todo si la comparamos con el triste papel protagonizado por las siglas que se supone que nos representan. El Estado español, visto lo visto y lo que aún nos queda por ver este mismo julio, puede respirar tranquilo. Ahora más todavía, la alternativa política de los partidos catalanes sitúa la independencia en un horizonte impreciso.
Mientras el independentismo era socialmente minoritario, por no decir claramente marginal en política, CiU pactaba con quien más le convenía (ERC, PSC, PP), mientras ERC hacía lo mismo, desde su pequeñez institucional (CiU, ICV y PSC). La opción de la independencia aparecía, cuando lo hacía, como irreal, estratosférica, en el mejor de los casos, utópica. Por eso se la ridiculizaba sin piedad, en el Parlamento y en todos los foros posibles.
Entonces y ahora, convergentes y republicanos no se podían ni ver, en un sentimiento mutuo que afloraba con más intensidad cada vez que debía constituirse el reparto de parcelas de poder en el marco autonómico. Era entonces cuando salían las simpatías y las fobias de cada uno, que, en el ámbito local, tomaban forma con una fisonomía propia. Todo ello muy habitual, pues, en los países democráticos que ya lo tienen todo hecho y que sólo deben limitarse a ir despilfarrando, con las alternancias institucionales inevitables, sin ninguna asignatura nacional, colectiva, pendiente, ni horizonte excepcional, histórico, como pueblo, hacia el que caminar.
En 1931, la Generalitat republicana suprimió las diputaciones y conservó la de Barcelona, con Palau y mossos incluidos, convertida en Diputación provisional de la Generalitat de Cataluña. En 1984, Antoni Gutiérrez, Guti, defendió en nombre del PSUC la supresión de las provincias y la constitución de Cataluña en provincia única, propuesta que enseguida tuvo la complicidad de ERC y el propio Pujol la blandió en el Parlamento, en 1988, sin llegar nunca a buen puerto.
Cuando el 6 de octubre de 1934 el presidente Companys proclamó el Estat Català, el gesto no tuvo un eco destacado en la sociedad catalana . Es bueno constatar, sin embargo, que, en ese momento, si bien no había pueblo detrás, sí había políticos de una solidez forjada en una larga trayectoria de lucha y compromiso. Contrariamente, en la actualidad, ahora que sí hay pueblo, que sobre todo hay pueblo y que, en ciertos momentos, parece que lo único que tenemos es pueblo, lo que no parece que tengamos son políticos con sentido de Estado, mirada larga y sin ninguna tentación de caer en la rutina de la política de siempre.
Que todo salte por los aires por unos cargos en unas decenas de ayuntamientos sobre un total de 947, en unos pocos consejos comarcales o en una diputación, por grande que sea, es indicativo de que hemos vuelto a las prácticas rutinarias de reparto de poder en la Cataluña más autonómica que autónoma. Y es aquí donde estamos. Las aspiraciones de vuelo gallináceo, de esta Cataluña política de ahora, no tienen nada que ver con los anhelos sin límites de aquellos compatriotas que hacen todo lo que pueden y más para ver su país libre e independiente. Que se pagan de su bolsillo viajes en autocar hacia Bruselas, Madrid, Estrasburgo o hacia donde convenga de nuestra geografía, que pasan frío y calor concentrados ante las prisiones, que se manifiestan, que cambian cada año de camisetas, que llenan de amarillo todos los rincones del país, que contribuyen con su dinero a pagar multas y fianzas, y que, hasta ahora, soportan pacientemente la falta total y absoluta de dirección política, las batallas de liderazgos de campanario, la ausencia de una carta de navegación clara, comprensible y asumida por todos, es decir, la orfandad de una verdadera estrategia nacional común.
Es este mismo pueblo que empieza a estar cansado del espectáculo deplorable al que se le somete, espectáculo que suscita confusión, desorientación y, ahora ya, decepción profunda y quién sabe si también indicios de desmovilización. Un poco hartos de camisetas, ‘performances’ y rosas, uno se pregunta si, realmente, estamos dispuestos a ir a por todas por un objetivo que parecía irrenunciable y que, unos y otros, nos hicieron creer que ya teníamos a tocar: la independencia de Cataluña. Presentar batalla ante el adversario, que a menudo es también el enemigo, hacer el esfuerzo gigantesco por la libertad y la soberanía, no tiene nada que ver con quemar las naves por la presidencia de una diputación provincial. Cuando, en serio, vayamos a ganar, no podremos hacerlo con el amateurismo, la improvisación, la ingenuidad, la mirada corta y el tacticismo de la inminencia que se arrastran desde media mañana del primero de octubre de 2017.
Me niego a creer que a JxCat, ERC, CUP, ANC y OC no haya gente que se dé cuenta de que, por este camino, nunca llegaremos a la independencia sino, a lo sumo, a la presidencia de una diputación provincial. Y una nación no es una provincia, ni el Gobierno de Cataluña una simple diputación. Las siglas mencionadas tienen personas sólidas, maduras y de mirada larga, con la capacidad de crear empatía, sinergias y complicidades, con tanta gente desaprovechada, desinteresada y dispuesta que, en el interior del país y fuera de éste, apoyarían la lucha por la independencia. Sólo lo lograremos con patriotismo, sí, pero también con inteligencia, mano izquierda y ese punto de mala leche que lleva el lirio de la mano hasta el jarrón con agua. Y que lo deja para siempre.