¿Qué hacer ante leyes injustas?

Marta Pessarrodona, que acaba de recibir el Premio de Honor de las Letras Catalanas, el segundo que concede Òmnium con su presidente, Jordi Cuixart, en prisión, ha dejado dos versos memorables en el último libro que acaba de publicar, ‘variaciones profanas’: «En el ruido lo perdimos todo;/En los reproches lo enterramos». Haríamos bien en tomar nota.

Contextualicemos. Vale la pena recordar algo de la historia del Código Penal en España. No lo hay hasta el 1822, ya que España tarda mucho en salir del Antiguo Régimen, con el trienio liberal. Pero sólo estará vigente unos meses, debido a la Década Ominosa absolutista. En 1848 se vuelve a hacer uno, que en 1850 ya es reformado con un endurecimiento que lo desnaturaliza. En 1870 se promulga otro, gracias a la revolución liberal de 1868, y que estará vigente hasta 1928, cuando Primo de Rivera promulga el suyo, de inspiración dictatorial. La Segunda República vuelve al de 1870, pero, con el golpe de estado militar de 1936, queda derogado en la práctica. Hasta las reformas del Código Penal franquista, en 1983 y 1985, no habrá Código Penal democrático. Hagan la suma: España, en los dos últimos siglos, no ha tenido Código Penal de inspiración liberal o democrática más que cien años, y bien justitos. La tradición democrática del Código Penal español es escasa e interrupta. Y lo mismo puede decirse del Tribunal Supremo. Para decirlo breve: a todos les pesa su historia.

Concretemos. La sesión de este martes en el Supremo estuvo dedicada a la formulación definitiva de las acusaciones por parte de la Fiscalía, la Abogacía del Estado y la acusación popular del partido fascista Vox. La extrema gravedad de lo que se dijo y argumentó debería alarmarnos. Después de dieciséis semanas de juicio, y a pesar de la incapacidad de las acusaciones para aportar pruebas irrefutables de los delitos invocados (de eso se trataba, ¿no?), Las acusaciones han mantenido los delitos de rebelión, sedición y malversación con peticiones de penas, por parte del Estado (Fiscalía) y del gobierno español (Abogacía), que llegan hasta los 25 años de prisión.

A falta de pruebas, la Fiscalía ha procedido con una estrategia doble. En primer lugar, con una abstrusa y barroca argumentación teórica, que recurre a citas de segunda mano de gente como Hans Kelsen o Jürgen Habermas. En segundo lugar, con lo que puede ser calificado de incriminación por elevación: se acusa formalmente de rebelión, pero, en ausencia de pruebas que lo sustenten, se procede cambiando la escala de las acusaciones y esgrimiendo, también sin pruebas, que lo que ha tenido lugar en realidad es un «golpe de estado» y que los acusados ​​constituían una «organización criminal». La lógica que inspira esta falaz argumentación es digna de diagnóstico patológico: si es una «organización criminal» y un «golpe de estado», ¿por qué la acusación no lo formula como delitos, basándose en pruebas? Y si es sólo un recurso retórico de acusación por elevación, ¿esto no descalifica también la acusación de rebelión? ¿O se está sugiriendo que, con la petición de rebelión, sin que se haya probado la violencia requerida, se están pidiendo penas por delitos menos graves que los que, en realidad, se habrían cometido?

La cuestión es que los doce acusados ​​son juzgados por un delito no tipificado en el Código Penal: organizar y llevar a cabo un referéndum. Pero, como el TS no puede acusarles de algo que no es delito, hay que violentar los hechos para hacerlos aparecer como delitos tipificados.

Pero el problema de fondo queda intacto: ¿qué debemos hacer, ante leyes injustas? Henry David Thoreau se lo preguntaba en 1866: «Hay leyes injustas: ¿nos contentaremos con obedecerlas o intentaremos corregirlas, obedeciendo hasta que lo hayamos conseguido? ¿O las debemos transgredir enseguida?» Hay que recordar, y es una evidencia, que una ley no es justa sólo por el hecho de ser ley. Y hay que recordar, de acuerdo con John Rawls, el principal teórico de la justicia en nuestro tiempo, que la desobediencia civil, frente a leyes consideradas injustas, es tan legítima como la autoridad democrática constitucional a que la desobediencia civil se opone. Es Rawls quien reconoce, justamente, la desobediencia civil como «un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno». Por ello, Hannah Arendt consideraba que la desobediencia civil es un instrumento indisociable de los principios de un sistema democrático.

Está claro que, en un sistema democrático, hay vías para oponerse a la ley con la voluntad de cambiarla. Sin embargo, ya Hannah Arendt, en su texto clásico sobre este tema, planteaba que «la desobediencia civil surge cuando una cantidad significativa de ciudadanos se convencen o bien de que los canales utilizados tradicionalmente para conseguir los cambios ya no están abiertos o bien de que a través de estos canales no se escuchan ni atienden sus quejas, o bien que, al contrario, es el gobierno quien unilateralmente impulsa los cambios y persiste en una línea cuya legalidad y constitucionalidad despierta graves dudas».

Si el fiscal Zaragoza hubiera leído a Habermas, en lugar de citarlo de oído, sabría que, en 1983, escribió que «el Estado constitucional moderno sólo puede esperar la obediencia a la ley de sus ciudadanos si se fundamenta en principios dignos de reconocimiento». Sin el reconocimiento de la ley, la obediencia puede ser excusable. Y también habría podido leer que «la violación civil de los preceptos son experimentos moralmente justificados, sin los cuales una república viva no puede conservar su capacidad de innovación ni la creencia de sus ciudadanos en su legitimidad».

Ante el abuso del TS, y teniendo en cuenta que el 1-O es un caso de manual de legítima desobediencia civil, que sólo mentes enfermas pueden calificar de rebelión o de golpe de estado, seguramente sólo cabe una respuesta: la desobediencia civil es un instrumento inalienable de corrección colectiva de una situación injusta. Que el ruido o los reproches no nos impidan verlo. Y actuar en consecuencia, claro.

ARA