En el ‘Essai sur les données immédiates de la conscience’, libro del que se ha dicho que inspiró a Marcel Proust para escribir ‘À la recherche du temps perdu’, el filósofo Henri Bergson exploró la relación entre unidad, multiplicidad y espacio. El libro es denso y la argumentación compleja, y el lector puede legítimamente preguntarse a qué viene hacer referencia al mismo aquí. Pero a poco que siga esta columna, sabrá que no es por afán de erudición por lo que a menudo menciono libros que, al principio, pueden parecer alejados de lo que voy comentando de acuerdo con los acontecimientos. Pido pues un poco de paciencia.
Bergson define el número como la síntesis del uno y del múltiple. Cada número es una unidad porque nos la imaginamos con una intuición simple y le damos un nombre. El cuatro, el diez o el quinientos nos parecen cosas perfectamente definidas y la impresión de indivisibilidad hace que pasemos del uno al otro de manera abrupta, como si subiéramos una escalera saltando los escalones. La explicación de este salto es, según Bergson, que para obtener un número necesitamos fijar la atención sucesivamente en cada una de las unidades que lo componen. Por cuanto concebimos cada una de estas unidades en un solo acto indivisible, nos la representamos como un punto separado del siguiente por un intervalo en el espacio. El tres, por ejemplo, lo intuimos poniendo tres unidades una al lado de la otra, y esto lo hacemos maquinalmente y sin darnos cuenta de ello, debido al hábito. Sólo tenemos que recordar que los niños y las personas poco adiestradas en el cálculo lo visualizan con los dedos de la mano. Y quien dice dedos, dice en realidad unidades mínimas de extensión, es decir, puntos en el espacio. Pero en la proporción en que dejamos de poner atención, las separaciones desaparecen, los puntos tienden a constituirse en líneas y el conjunto toma la apariencia de continuidad. El número es discontinuo mientras lo construimos, pero una vez constituido permanece objetivado y entonces nos parece posible dividirlo ilimitadamente, del mismo modo que una línea puede dividirse hasta el infinito.
Bergson hace este análisis de la continuidad y la discontinuidad para explicar procesos de conciencia. El argumento es complejo y lo dejaremos en este punto. Me interesa servirme de él para señalar la forma en que un concepto aparentemente tan unitario como la independencia, o, más exactamente, el sentimiento de la voluntad de independencia -el llamado independentismo- también es una objetivación de unidades separadas por intervalos que, en este caso, ya no son simétricos como los que separan las unidades numéricas, sino variables según la intensidad con que se presenta esa voluntad. Propiamente hablando, las unidades de este conjunto deberían ser las personas, pero en la política de masas el individuo es una abstracción. La unidad de intuición política es el partido. Y por eso importa recorrer a la inversa el proceso de objetivación por el que vemos continuidad allí donde la percepción cuidadosa nos mostraría una agrupación de unidades indivisibles. Importa, pues, redirigir la atención al aspecto irreductible de cada una de estas unidades.
Entonces entendemos por qué los partidos decepcionan inexorablemente el deseo de unidad. Unos quizás más que otros, pero al fin cada uno se reafirma en su unicidad, al tiempo que, yuxtaponiéndose, todos colaboran a objetivar la continuidad ilusoria del independentismo. Como pasaba con el número, la objetivación partidista hace que el independentismo se vuelva infinitamente divisible. Porque, considerado extensivamente, o, dicho en términos políticos, transversalmente, puede dividirse de muchas maneras. Por ello, cada aspirante a encarnarlo en la totalidad no hace sino dividirlo, y una propuesta unificadora, como pueden serlo unas primarias teóricamente inclusivas, no hace sino profundizar la división desde el momento en que es rechazada por cualquier de las unicidades en juego y se constituye en una nueva magnitud que de rebote rebaja el rango de las precedentes.
Si suspendemos la imagen de la línea y recuperamos el proceso formativo del número; si recuperamos, por tanto, la intuición de los intervalos, nos daremos cuenta de que cada punto permite articular series diversas y objetivarse en valores diferentes. Así, por ejemplo, el punto central del conjunto numérico ‘tres’ puede ser el origen de una línea diferente que se consolide en el valor ‘diez’ o ‘diez mil’. Dicho en otras palabras, la unicidad no es un vector sino el origen de muchos vectores posibles. Entonces, la comparación con la imagen del número como una sucesión de puntos sólo es aproximada, pues el independentismo no es un sentimiento lineal, a pesar de que se tienda a representarlo en el espacio en términos de derechas y de izquierdas y que se visualice en hileras de escaños parlamentarios que crecen o decrecen al ritmo de las elecciones. Pero esta manera de imaginar las unidades que sumadas dan ‘el independentismo’ permite discernir el potencial de cada una para iniciar líneas diversas. Líneas que, traducidas al lenguaje político, dan estrategias diferentes. Y estrategias diferentes significa combinaciones diferentes, es decir, aliados disímiles y objetivaciones desiguales. En definitiva, valores no sólo de magnitud muy diversa sino de objetivos heterogéneos.
Pero aunque solemos medirlo mediante estadísticas, sondeos de opinión y resultados electorales que dan pie a la idea de una base geométrica que teóricamente se ampliaría con determinadas combinaciones de las unidades en juego, el independentismo no es una cifra sino un sentimiento y, como tal, resulta más indicado considerarlo no de acuerdo con la linealidad sino con la intensidad. Y aquí es donde Bergson resulta muy útil, porque demuestra que la intensidad es la sensación consciente de una causa extensa.
Les ahorraré el largo razonamiento; basta con recordar el dolor de muelas que todo el mundo ha tenido alguna vez. Aunque nos parezca que la intensidad es efecto de un aumento de la causa en un solo punto, de hecho el dolor es más ligero cuando sólo invade una pequeña zona neuronal y en cambio se vuelve más agudo cuando la sensibilidad se extiende a zonas más amplias. Esto es porque en el primer caso deja intactas muchas atenciones que nos distraen del dolor, mientras que a medida que se extiende por la boca y gana extensión desplaza a otras fuentes de interés. Es la suma de sensaciones la que, a medida que ocupa zonas más grandes de nuestra atención, lo concentra. Esta concentración mayor la experimentamos subjetivamente como un aumento de la intensidad.
Intensificar significa ocupar más la atención, lo que políticamente el conservadurismo expresa en relación con el individuo con los términos ‘enrabiado’, ‘hiperventilado’ y similares, pero que mirada con perspectiva existencialista resulta en la pureza de corazón que Kierkegaard definía como querer una sola cosa. En el ámbito de partido, es decir, de programa, intensificar significa centrarse en un objetivo y mantenerse fiel, al tiempo que se extiende a más aspectos y ámbitos de la vida colectiva hasta saturarla. Y en el ámbito de Estado, significa sentir un dolor más agudo a medida de que ‘el mal independentista’ se extiende a zonas cada vez más vastas de la opinión internacional y concentra la atención, desplazando la versión estatal de un virus antidemocrático que hay que desinfectar. Si en lugar de esforzarse por sumar unidades poniéndolas en línea en combinaciones infinitamente divisibles, nos preocupáramos más por la intensidad de la voluntad, repensaríamos la estrategia en términos no de ampliar numéricamente la base de actuación sino de intensificar sus efectos, penetrando zonas clave de la sensibilidad. Llegado a este punto, considero prudente detener el análisis y dejar que el lector reflexione sobre la combinación de intenciones y de posibilidades más efectiva o, cuando menos, más creíble para el futuro inmediato.
¿Y de qué sirve toda esta elucubración?, se puede preguntar un lector que no esté por películas y pida resultados. La respuesta no tiene ninguna duda: no sirve de nada, en el sentido positivo de ‘nada’, de ‘cosa’, pues la comprensión y la acción son vectores heterogéneos. Interpretar el mundo no es transformarlo, como bien sabía Marx, aunque se equivocaba creyendo que la acción puede prescindir de los marcos de inteligibilidad. Pero además está el hecho de que, para comprender, el pensamiento debe rechazar servir a la necesidad. Pensar es un arrogante y maldito ‘non serviam’ (*). Es la parte inútil de la vida, rebelde al imperativo de ejecución ciega que rige la naturaleza y el orden político.
(*) https://es.wikipedia.org/wiki/Non_serviam
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