El miedo a las buenas noticias

Las buenas noticias molestan. Despiertan un escepticismo generalizado. Tienen tan mala prensa que prácticamente nadie hace caso de ellas. Incomodan porque desmienten nuestros prejuicios, siempre cargados de este pesimismo hipercrítico que justifica a ciertas izquierdas y que les gusta tanto. Lo explica muy bien Hans Rosling en ‘Factfulness’ (La Campana, 2019). Y, sobre todo, las buenas noticias hunden los argumentos de los que viven de asustar con discursos apocalípticos para luego poder adoptar el papel de salvadores del mundo. Un colectivo, por cierto, dentro del cual destacan algunos científicos sociales, que han aprendido que si no la dicen gruesa nadie les escucha.

Probablemente es por todo ello, y por alguna otra razón que se me escapa, que se ha dado poco relieve informativo a los resultados de los últimos rankings -tan aficionados como somos a ellos- sobre bienestar y salud mundiales, en los que resulta que hemos logrado la primera posición. Hablo, en primer lugar, de la edición del ‘Bloomberg healthiest country índice’, que mide la salud de 169 países, y donde por primera vez, España ocupa el primer lugar, saltando desde el sexto que tenía en la edición anterior. Y me refiero a la investigación que ha hecho un equipo de la universidad danesa Southern Denmark y la británica de Warwick, que sitúa a los catalanes como los que disfrutan de un bienestar mental más elevado, comparados con los países que siempre aparecen como los más felices -los escandinavos- en los índices más reputados, el World Happiness Report.

Yo soy el primero en poner en cuarentena este tipo de índices que a menudo parten de apreciaciones subjetivas, que comparan lo incomparable o que usan fuentes discutibles. Pero en este caso el índice de salud en el que España ocupa el primer lugar -y que me permito sospechar que si hubiera datos específicos para Cataluña, todavía quedaríamos más arriba-, las fuentes son la Organización Mundial de la Salud, la división de Población de las Naciones Unidas y el Banco Mundial. Y utiliza datos objetivos como la mortalidad, la esperanza de vida en varios períodos, la probabilidad de supervivencia neonatal, comportamientos endógenos como la presión de la sangre, la glucosa y el colesterol, el sobrepeso, el tabaquismo, el alcoholismo, la inactividad física, la salud mental, la vacunación, y aún factores exógenos como el acceso a un aire no contaminado,  al agua corriente o a los servicios sanitarios.

En cuanto al estudio sobre bienestar mental, se han comparado Dinamarca, Islandia, Inglaterra y Cataluña, y los investigadores no se acaban de explicar cómo puede ser que, a pesar de la agitación política -dicen ellos- en que vive Cataluña, todavía supere a los países que tradicionalmente han sido considerados los más felices. En este caso se trata de una encuesta donde se responde al Warwick-Edinburg Mental Well-being Scale, y se tienen en cuenta aspectos como si uno se siente querido, útil o animado, y se mide el estrés, la depresión, la resiliencia, la ansiedad y el dolor.

De todo ello no me interesa tanto que seamos los primeros del mundo como que en términos comparativos estemos situados entre los países más avanzados. Después de todo, el bienestar mental o la salud deben ser resultado de sociedades globalmente armoniosas, integradas y, a pesar de todas las dificultades, razonablemente equilibradas y cohesionadas. También me parece notable que estos datos se obtengan justo cuando los sectores políticos y económicos que ven más amenazado su ‘statu quo’, se dedican a hacer discursos apocalípticos sobre supuestas fracturas sociales o falsos declives empresariales. Lo que parece cierto es todo lo contrario. Y, por último, a pesar de las necesarias precauciones a tomar sobre el valor exacto de lo que miden estos estudios -y, claro, sin que nadie vea ninguna forma de supremacismo universal-, quizás sí que nos merezcamos un poco más de autoestima y salir de la permanente autopunición a que nos solemos someter.

ARA