El resultado de las elecciones del pasado domingo tiene muchas lecturas y los gurús ya se encargan de leer las hojas de té. En un panorama de tiempo variable como lo es ahora mismo el catalán, es muy atrevido aventurar predicciones. ¿Quién sabe realmente qué pasará dentro de un mes? Me limito, pues, a constatar la volatilidad del voto. El día 28 hubo un volantazo, tanto en el Estado como en Cataluña. Si quisiera hacer un juego de palabras, diría que se ha impuesto el bloque del 155. El formado por los de las 155 monedas de plata y los del ‘yo también apliqué el 155’. Por lo pronto pueden parecer antagónicos, pero algunas afinidades pueden acercarlos a medida que avance la legislatura. Los tripartitos existieron. De acuerdo, hay otras lecturas más como es debido. Una, la que ve en los resultados un avance del independentismo por el hecho simbólicamente importante y empíricamente despreciable de enviar más diputados que nunca a Madrid. O la que ve una abrumadora victoria de las izquierdas, a condición de hacer un esfuerzo de imaginación y valorar al PSC como partido de izquierdas. O, desde otro ángulo, una mayoría republicana que excluye a los socialistas, incurablemente monárquicos por estos contornos. Hay donde elegir encuadres y fotografías. Pero el hecho no interpretable es que las últimas elecciones, sin ser autonómicas, han abolido el 21-D.
¿Qué ha cambiado, pues, en poco más de un año? En la política española y en sentido práctico, muy poco. La maquinaria represiva chirría un poco, pero avanza como un tanque. Borrell desaparece, pero en su lugar sube Irene Lozano y un ejército de cosméticos para hacer un lifting a la imagen de España. En Cataluña, el independentismo aguanta bien la intimidación capilar y el escarnio del juicio. Ha habido trasvase de votos, pero no la inclinación que permitiría visualizar la mayoría en pugna. Cualitativamente, se puede decir que la vida resiste a la teoría. Con el juicio en el Tribunal Supremo en fase creciente de escándalo, casi la mitad de los electores ha vuelto a votar por la dignidad, otorgando actas a todos los presos que iban en alguna lista. Pero en las propuestas de los partidos y en la distribución del sufragio, hay una diferencia significativa respecto del 21-D. Las mismas consignas de los líderes rezumaban los efectos del 155 y con los resultados en la mano parece claro que se ha pasado página y se ha renunciado a la legitimidad que fue clave en aquellos otros comicios. Esta vez la noticia es la aclaración de la fuerza respectiva entre los socios de la proclamación de la república, convertidos en rivales.
Van quedando atrás los hitos del primero y del 27 de octubre de 2017, y del 21 de diciembre. Aquellas jornadas, que de tan intensas parecían hiperreales, comienzan a desvanecerse. Pronto dudaremos si las soñamos y algunos no tardarán en tildarlas de románticas. Demasiado a menudo perdemos de vista que la memoria es lo que aporta alguna consistencia a eso que llamamos Cataluña, nombre de significación muy diferente según quien lo pronuncie.
A raíz de la ausencia de una alternativa programática clara entre las principales formaciones independentistas, es natural que la mayoría se inclinara por la más robusta, la que tiene más penetración territorial y más historia institucional. En definitiva, la que parece más estable en época de desconcierto. Si no es que a los catalanes realmente nos pierde la estética y hemos votado el logotipo de izquierdas para quedar bien o como a un talismán para asustar a la derecha, que condensa una nube tóxica sobre el Estado. Por una de estas razones u por la otra, o por ambas a la vez, el caso es que el vuelco de los resultados en un tiempo tan breve apunta a una nueva centralidad. Desde la riada independentista de 2012 cuando ERC se afanaba por el centro y lo ha acabado encontrando. Bien mirado, la operación no era difícil, pues el centro se desplazaba en su sentido. Los republicanos han tenido suficiente con moderar el tono, sacrificando algunas cosas antes consustanciales a su programa, rebajando expectativas, eliminando la palabra ‘innegociable’ de su vocabulario, cambiando los principios nacionales por los de la corrección política y reduciendo el ritmo de la acción. Aprendiendo pues a pasar la película a cámara lenta y limando las aristas del marco ideológico para ampliar su perímetro.
Ahora, todo desplazamiento de un elemento del sistema tiene consecuencias en el conjunto. Al fin y al cabo, el electorado es un sistema de vasos comunicantes, y la ampliación de los márgenes ideológicos de ERC hasta convertirse en la versión actualizada del ‘catch-all party’ que fue el pujolismo desmiente el estribillo de que JxCat es una guarida de convergentes. Más exacto sería decir que ha habido un intercambio de papeles. CiU reventó por la presión del independentismo que le subía de las bases y se disgregó en un puñado de asteroides. Primero, el proceso rompió la coalición, pulverizando el fósil que ya era Unió. A continuación enfrentó a los convergentes entre ellos y finalmente desguazó el PDECat, que aspiraba a ser una tabla de salvación y acabó siendo una plancha para caminar sobre ella. Y aunque JxCat cobije desechos del antiguo partido de centro-derecha, es un sofisma querer hacer pasar esta formación por la tercera o cuarta mampara de los convergentes.
Si el president Puigdemont y el president Torra ahora llevan el sambenito de alocados que durante años colgaba de ERC, algún mérito habrán hecho para recibir este honor tan penoso. Sea como sea, sería una derecha muy paradójica si sirve de chivo expiatorio a los medios de dominación ideológica. Y no sólo a los españoles, donde cada día hacen un Coripe (*), sino también a algunos de catalanes y no precisamente los más independientes. Para estos mismos medios y con fortuna variable, ERC se ha convertido en el partido del ‘seny’ (la cordura). Con un enfático ‘ahora todavía no toca’, ha sido capaz de articular un discurso prudencial compatible con un radicalismo milimetrado. Y en esta capacidad de despertar confianza a públicos muy diversos, el electorado ha visto justificadamente una capacidad estratégica superior.
Una estrategia que no renuncia a nada y que expone el independentismo a morir de inanición mientras duda, como el asno de Buridan, entre entenderse con Madrid y decidirse a decidir. El anuncio de Junqueras de que su partido no descarta la unilateralidad puntual resulta, a falta de aclaraciones, tan impropio de un largo viaje como conducir arrancando y deteniéndose, con riesgo de calar el motor. Cuando no hay más horizonte que el pragmatismo es fácil extraviarse en la provisionalidad y embarrancar en la contingencia. Fue el dolor del que murió CiU. Sería un error que ERC interpretara la victoria del 28-A como un aval al pactismo. No hay que confundir con un mandato lo que no es sino voluntad de sobrevivir de una república abortada. Especialmente en vista del estrategización del voto, teniendo en cuenta que hasta la jornada de reflexión se discutía si votar una lista única sumaba o restaba, si era necesario dividir el voto entre tres partidos o enviar uno a Madrid, otro a Barcelona, y un tercero a Bruselas, en un frenético debate de nulo convencimiento y previsible distorsión de las voluntades en juego.
Formado a contrapié del 155, el gobierno catalán vive en carne propia el dilema de un electorado que reclama unidad e impone esquizofrenia. Al presidente Torra, por un lado le piden materializar la república, y por otro le reprochan la radicalidad verbal. Él pone más voluntad que sus críticos, pero aun así su indigencia política impresiona. Gobernar sin poder tiene eso. Pero en política suenan las horas que dicta la esfera, y si las manecillas no avanzan no es que el reloj haya detenido sino que van hacia atrás. En las condiciones actuales, el anuncio de una ‘propuesta democrática basada en el derecho irrenunciable a la autodeterminación’ para cuando condenen los presos tiene todo el aspecto de un brindis al sol. La independencia no es ninguna entelequia. O es un objetivo con todos los pormenores o no es nada. Y no puede depender nunca de una decisión del Estado. El independentismo fue imparable mientras era inventivo y llevaba la iniciativa. Desde que es reactivo pierde fuelle.
¿Qué credibilidad merecería ahora repetir una proclamación que ya cayó bajo la primera embestida del Estado? ¿De qué serviría volver a recorrer el camino ya pasado? Especialmente ahora que muchos de los actores han hecho gestos que equivalen a una retractación. España pagará el precio que sea necesario para sujetar a Cataluña y el cebo del referéndum pactado sólo engaña a los besugos. Presentado en estos términos, el conflicto es un agujero negro que chupa incluso la luz. Para ver, es urgente salir del mismo. La solución requiere la multilateralidad y esto hace imprescindible involucrar a más actores. Cataluña es una molestia para Europa y ante una molestia se reacciona por lo pronto despreciándola, confiando en que pase. Pero con el pacto de no intervención, la Unión Europea sólo ha conseguido alentar al estado a la arbitrariedad represiva, con riesgo de que la Unión misma termine devorada por el autoritarismo.
Para salir del callejón sin salida, Cataluña debería convertirse en un dolor de cabeza para Europa, forzándola a una decisión existencial. Y eso, más que una política de distensión, aconseja profundizar la contradicción entre legalidad y legitimidad democrática. Sobre todo, pide tener manos libres en Europa, instalando en ella el motor de la ruptura con España. Hacerlo efectivo exigiría que los partidos independentistas sin excepción trasladaran la estrategia nacional al Consejo de la República, desvinculándola del combate de proximidad entre ellos y liberándola del acoso de la judicatura española. Sería ingenuo esperar que los partidos lo hicieran con agrado, abocados como están en la lucha por el reparto de sillas y enfrentados en un rencoroso ‘nosotros y ellos’. Pero los electores saben la manera de reconducirlo. Basta con que también sepan hacia dónde quieren ir.
(*) https://www.lavanguardia.com/local/sevilla/20190422/461782181048/alcalde-coripe-antonio-perez-vazquez-polemica-puigdemont-quemar-arabes.html
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