La España que quiero debe cortar complicidades, ataduras y sintonía con el franquismo, considerarlo el período más nefasto de la historia y actuar en consecuencia, en el marco jurídico. Y condenar oficialmente la dictadura y declarar ilegal la actuación, la ideología y la exaltación de sus representantes, símbolos y objetivos. Hablo de la sustitución del nombre de Franco, los militares que le apoyaron, los políticos e ideólogos del régimen y los cargos institucionales, por otros nombres vinculados al progreso local y de la humanidad, la cultura y la ciencia, o en la promoción de valores universales como la libertad, la igualdad y la fraternidad. En 2019 hay, como si nada, nombres franquistas que dan identidad pública a escuelas e institutos, equipamientos sanitarios y deportivos, así como topónimos. En algún caso, bajo la denominación actual, consta el nombre franquista, dando a entender que el auténtico es el anterior. Los monumentos, placas y distintivos que en el espacio público hagan referencia a esta etapa de la historia deben ser derribados o sustituidos por otros que sean compatibles con los valores democráticos.
Coherentemente con la ilegalización del franquismo, la España actual debe suprimir los títulos nobiliarios que se relacionen con el mismo, como el ducado de Franco, así como no tolerar la exhibición obscena y triunfal de algunos de sus familiares directos por los platós de televisión, en entrevistas y concursos, por el simple hecho de llevar el apellido del golpista. La Fundación Francisco Franco no sólo no puede desgravar en hacienda, ni recibir subvenciones, sino que debe ser puesta fuera de la ley, de la misma manera que ni en Portugal, ni en Alemania, ni en Italia, hay entidad alguna similar con el nombre de Salazar, Hitler o Mussolini. Los militares que, pasadas cuatro décadas de las primeras elecciones después de la muerte del dictador, firman manifiestos pidiendo respeto por la memoria del general, deben ser apartados de sus responsabilidades y retirados de los honores, privilegios o prebendas otorgados durante su carrera militar. Una España democrática no puede permitir el saludo franquista, ni la exhibición de símbolos, fotografías y banderas del antiguo régimen, ni la existencia legal de fuerzas políticas que hagan apología o reclamen su legado político. Ni el mantenimiento de distinciones, condecoraciones y remuneraciones económicas a personas a las que fueron otorgadas durante el franquismo y que hoy todavía las mantienen. En esta otra España, los libros de texto no pueden calificar de «régimen autoritario» una dictadura militar, con el fin de banalizar su carácter antidemocrático.
La España que quiero debe ser laica, garantizar la libertad de cultos y la igualdad efectiva de las diferentes confesiones ante la ley, en derechos y deberes. Esto afecta a la declaración de renta y al derecho de los contribuyentes a elegir el destinatario de su porcentaje solidario; al pago de IBI de los edificios de culto, el mismo para todas las religiones; la anomalía de mantener, a cargo de los presupuestos públicos, capellanes militares; la presencia de miembros del ejército o de la Guardia Civil, uniformados y armados, en ceremonias religiosas; la prestación de honores militares o condecoraciones a figuras simbólicas de una confesión, etc. Que España sea la cuarta por la cola de los 28 estados de la UE con respecto a la independencia judicial, exige un cambio radical en el poder judicial que debe ser independiente de los otros poderes, para alcanzar la credibilidad y el respeto propios de una sociedad democrática. Esto conlleva la supresión de tribunales extraordinarios como la Audiencia Nacional, heredera del TOP franquista, y un sistema de elección de jueces y magistrados, ligados a su valía en la materia y a los organismos profesionales correspondientes, y no a los partidos, como en la Europa de tradición y cultura democráticas.
La España que quiero no debe ser alérgica a la diversidad (lingüística, cultural, nacional y religiosa) y ha de entenderla como un valor de convivencia. Debe dejar de menospreciar lo que no coincida con la lengua, la cultura, la identidad y la religión de la mayoría de españoles, para incorporarlas también como propias, proteger sus derechos y promoverlos. La pluralidad lingüística, si es democrática, se nota en los organismos e instituciones de Estado, civiles y militares, desde las cortes hasta RTVE, pasando por embajadas y consulados. Debe facilitar a los españoles monolingües el derecho a conocer, respetar y amar las lenguas, culturas, identidades y creencias de otros conciudadanos, para liberarlos del gueto de la uniformidad y la ignorancia. Una España estupenda como ésta, conservadora o progresista, será democrática y no neofranquista. La España que yo quiero es esta. Y la quiero de vecina.
EL PUNT-AVUI