Después de ignorar durante décadas las cuestiones de la desigualdad económica, economistas y académicos de otros ámbitos acaban de descubrir una variedad los efectos de la que van más allá del hecho de que algunas personas tengan demasiado dinero y muchas otras no tengan suficiente. La desigualdad afecta nuestra salud física y mental, nuestra habilidad de convivir con otras personas, de hacernos sentir, de obligar a nuestros gobernantes a rendir cuentas y, por supuesto, de decidir el futuro que queremos para nuestros hijos. Hace poco que me he dado cuenta de un aspecto de la desigualdad económica al que no se ha prestado la atención que merece. La llamo la «desigualdad intelectual».
No me refiero al hecho evidente e incontestable que unas personas puedan ser más inteligentes que otras, sino, más bien, a que unas personas tienen los recursos para intentar entender nuestra sociedad mientras que la mayoría no los tiene. A finales del año pasado, Benjamin M. Schmidt , un profesor de historia de la Northeastern University, en Boston, publicó un estudio que demuestra el hecho de que durante la última década la historia ha sido el campo académico que más rápidamente se ha hundido, aunque el número de estudiantes universitarios haya crecido. Hoy día, se imparten no mucho más de 24.000 especialidades de historia, lo que supone entre el 1 y el 2 por ciento de las carreras universitarias, un descenso de casi un tercio desde el 2011. El declive se evidencia en casi todos los grupos étnicos o raciales y entre hombres y mujeres. En términos geográficos, el descenso es más pronunciado en el Medio Oeste, si bien impacta en todo el territorio estadounidense.
Sin embargo, la situación no es del todo negativa. Se vive una época de auge de la historia en Yale, donde es la tercera materia más popular, así como en otras universidades de élite, como Brown, Princeton y Columbia, donde sigue siendo una de las carreras más exitosas. El departamento de historia de Yale se propone contratar sólo este año más de media docena de profesores, coincidiendo al mismo tiempo con la propuesta del rector de la University of Wisconsin-Stevens Point, Bernie L. Patterson, de eliminar los estudios de historia y despachar al menos uno de los profesores titulares. Está claro que cuando se lee la letra pequeña todo es más complicado. L. Willis, el jefe del departamento de historia de esta universidad, me explicó que la propuesta del rector es un recorte presupuestario consecuencia del descenso progresivo de estudiantes de esta especialidad, pero que en realidad busca reducir el número de profesores, de catorce a diez, lo que conlleva deshacerse de al menos un profesor titular. Es por ello que hay que disolver el departamento, aunque un portavoz de la universidad afirmó que la institución «está explorando todas las opciones para evitar despedir profesores u otros miembros de la facultad». Los profesores que continúen serán trasladados a nuevos departamentos que combinen la historia con otras materias.
La Universidad Stevens Points, situada en Northwoods, Wisconsin, ha acogido a los primeros universitarios de muchas familias y, en el pasado, el departamento de historia se especializó en la formación de maestros. Willis señala que el anterior Gobernador de Wisconsin, Scott Walker, lideró el enfrentamiento con los sindicatos de profesores, eliminando ayudas y casi el 10% de los profesores de la educación pública, lo que provocó que los estudiantes encontraran menos atractiva la idea de dedicarse a la docencia. «Escucho decir a menudo: ‘¿qué tipo de trabajo conseguiré con esto? Mis padres me han hecho cambiar de idea»-comenta Willis. Y sigue: «Hay mucha presión sobre esta generación en particular», si bien, dice él mismo, también he notado un aumento en el número de alumnos que optan por esta especialidad, de 76 a 120 el último semestre. Por tanto, añade, «Yo no tengo esa percepción que apunta a una tendencia unidireccional hacia nuestra desaparición».
La magnitud del descenso de alumnos de historia es más notable desde los años 2011 y 2012. Evidentemente, la crisis financiera de 2008 transmitió a estudiantes -y padres- la sensación de que era mejor optar por una carrera de un ámbito que les garantizara mayor seguridad a la hora de encontrar trabajo. Casi todas las carreras que han experimentado un crecimiento desde el 2011, según señala Schmidt en un estudio anterior, son de disciplinas denominadas STEM (por sus siglas en inglés, de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas), incluyendo enfermería, ingeniería, informática y biología. Un reportaje reciente del diario The York Times explicaba que el número de estudiantes de informática ha crecido más del doble entre 2013 y 2017. «El MIT y Stanford están haciendo grandes avances en el ámbito de las ciencias», me comenta Alan Mikhail, jefe del departamento de historia de Yale. Otras universidades han tendido a emular estas dos universidades, sobre todo porque hoy en día las disciplinas STEM estimulan a los grandes financiadores, y con este dinero aumenta la reputación nacional de cada universidad. David Blight, profesor de historia en Yale y director del Centro Gilder Lehrman, una institución enfocada al estudio de la esclavitud, la resistencia y el abolicionismo, me cuenta lo mismo en cuanto a la financiación. En una reunión reciente con los gestores de la universidad escuchó decir que los patrocinadores buscaban financiar programas STEM, por lo que concluye Blight: «son los patrocinadores los que toman las decisiones».
Sin embargo, la historia continúa teniendo éxito en Yale, en parte porque se trata de un departamento de gran valía, con varios profesores estrella conocidos a nivel nacional, muchos de los cuales se espera que impartirán clase de grado, y en parte, también, porque se trata de Yale, ya que un título en humanidades obtenido en esta universidad puede abrir casi todas las puertas profesionales. Como señala Mikhail, «la verdadera presión económica que los estudiantes sienten hoy en día es menor en Yale. La política de admisiones sin discriminar por cuestiones económicas marca la diferencia, a la vez que se tiene la sensación de que un título de Yale abre la puerta a cualquier trabajo, incluso en lugares como Goldman o la Facultad de Medicina». Recientemente, el departamento de relaciones públicas de Yale emitió un vídeo sobre el hijo de unos inmigrantes mexicanos, Fernando Rojas, quien centró la atención de los medios nacionales tras ser admitido en las ocho prestigiosas universidades del noreste de EE.UU., las que pertenecen a la llamada Ivy League. Rojas, que finalmente se integró en el Center for the Study of Race, Indigeneity, and Transnational Migration de Yale, se está preparando para obtener el doctorado en historia.
La razón por la que los estudiantes de Yale y de instituciones similares se pueden «permitir» estudiar historia es porque tienen la suerte de ver la universidad como la oportunidad de aprender sobre el mundo que hay más allá de sus ciudades natales, además de intentar entender cuál será su lugar en este mundo. Esto es lo que consigue la historia. Nos sitúa y nos ayuda a entender cómo hemos llegado hasta aquí y por qué las cosas son como son. «La historia infunde un sentido de ciudadanía y nos recuerda qué preguntas hay que hacer, especialmente sobre evidencias», dice Willis. En un correo electrónico posterior a nuestra conversación, Mikhail me escribió: «el estudio del pasado nos muestra que la única manera de entender el presente es abrazar el caos de la política, la cultura y la economía. No existen respuestas sencillas para cuestiones urgentes sobre el mundo y la vida pública». Como es bien sabido, Bruce Springsteen desarrolló una profunda conciencia política después de que le cayera en las manos ‘A Pocket History of the United States’, una famosa obra sobre la historia de EE.UU. escrita por Allan Nevins y Henry Steel Commager, publicada por primera vez en 1942. En su reciente espectáculo en Broadway, Springsteen afirmó: «Quería conocer toda la historia americana… Me sentí como si necesitara entender todo lo que fuera posible para entenderme a mí mismo».
Donald Trump es el rey de las mentiras incluso con consideraciones históricas falaces. Es difícil elegir una mentira entre el centenar de falsedades que Trump ha sostenido como presidente, si bien una de las más sorprendentes la ha hecho recientemente cuando, ignorando todo lo que se sabe sobre el comportamiento ilegal de la Unión Soviética, insistió en afirmar que «la razón por la que Rusia intervino en Afganistán era porque terroristas afganos habían invadido Rusia. Los rusos hicieron bien en ir allí». El editorial de The Wall Street Journal (que habitualmente se muestra amable con Trump) señaló: «no se recuerda una declaración más absurda y errónea hecha por un presidente estadounidense». En las últimas décadas, los Republicanos han aprovechado de la falta de sentido histórico de los norteamericanos a la hora de juzgar la política. Cómo explicar si no el hecho de que, durante el gobierno de Trump se haya conseguido convertir la inmigración legal en la excusa de todos los males del país, a pesar de que cualquier análisis histórico lúcido demostraría que la inmigración ha sido una de las mayores fuentes de innovación, creatividad y productividad económica de EEUU.
«Sí, tenemos la responsabilidad de formar para el mundo profesional, pero también de educar para la vida. Sin el conocimiento histórico no se está preparado para la vida», me decía Blight. A medida que el discurso político está más dominado especialmente por los que desprecian la verdad o la credibilidad, estamos más cerca de lo que advertía Walter Lippmann hace un siglo en su seminal ‘Liberty and the News’: «Los hombres que desconocen los hechos relevantes de su entorno son las víctimas inevitables de la agitación y la propaganda. El torpe, el charlatán, el patriotero . . sólo pueden florecer cuando el público se ve privado del acceso independiente a la información». Un país cuyos ciudadanos desconocen la historia está condenado a ser dirigido por chapuceros, charlatanes y patriotas de salón. Donald Trump demostró que era las tres cosas desde que construyó su carrera política sobre las mentiras sobre dónde había nacido Barack Obama. Sin especialistas en historia, estamos condenados a repetir personas como él.
[Traducción: Agustí Colomines ] Artículo original en inglés: «The Decline of Historical Thinking», publicado en la versión digital de The New Yorker, del 4 de febrero de 2019.
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Eric Alterman es doctor en historia y catedrático de inglés en el Brooklyn College de CUNY. También es columnista en ‘The Nation’. Este artículo generó otro del profesor Andreu Mayayo, catedrático de historia en la Universidad de Barcelona, «Sin futuro no hay pasado», que fue publicado en L’Avenç , núm. 456, de abril de 2019. Al cabo de unos días, el historiador Xavier Diez , miembro del GRENPoC de la Cátedra Josep Termes de la Universidad de Barcelona, publicó otro comentario sobre la cuestión, «Quién desconoce el pasado está condenado a no tener futuro», publicado on-line en la Revista Mirall (*l.
Quien desconoce el pasado está condenado a no tener futuro
XAVIER DIEZ
El historiador Eric Alterman acaba de publicar en el prestigioso ‘The New Yorker’ un impactante artículo, ‘El declive del pensamiento histórico’, donde denuncia el progresivo arrinconamiento de esta materia en Estados Unidos. Hace algunas semanas, el historiador Andreu Mayayo lo recogía y lo desarrollaba, a su vez, en L’Avenç, en una intervención más detallada, e información más global, en un excelente escrito, Sin futuro no hay pasado. A partir de un estudio minucioso, el estadounidense recogía que, de 2011 a esta parte, se había reducido en un tercio las asignaturas de historia en los campus de Estados Unidos, sustituidas normalmente por habilidades técnicas, de marketing o de cualquier otra actividad dirigida al creciente economicismo que pervierte la educación superior, como si la finalidad de esta consiste en convertirse exclusivamente un engranaje más del sistema productivo.
En toda norma suele haber excepciones. Y toda excepción suele ser significativa. Allí donde no ha disminuido la presencia de la historia suele ser en las universidades de élite. Ponía el ejemplo de Yale, donde las materias de historia suelen ser las terceras en demanda por parte de los estudiantes. Los grupos acomodados saben perfectamente que, destinados a ocupar espacios estratégicos en la sociedad, el conocimiento histórico ayuda a comprender el mundo, que la información relevante es poder, y que la capacidad de interpretación sobre la realidad siempre es reforzada a partir de los conocimientos adquiridos en la experiencia humana. Ya hace algunos años leo Robert D. Kaplan que explicaba que, normalmente, los jóvenes oficiales destinados a convertirse en los altos mandos del ejército y la armada son conminados, superada su etapa en la academia militar, a cursar estudios humanísticos. Está claro que la historia, la filosofía o la literatura son considerados conocimientos útiles para quien está destinado a ejercer el poder, para liderar y tomar decisiones en nombre de los demás .
Altman destacaba en su escrito que el descenso estadístico de los estudios de historia corre paralelo a un fenómeno muy actual: el de las ‘fake news’ y la tendencia creciente a la manipulación mediática, la confusión entre propaganda e información, y la capacidad del poder de generar estados de opinión, reforzado por el creciente poder de las redes sociales y las tecnologías de la comunicación. De hecho, es ya una realidad aceptada que los grandes intereses geopolíticos y económicos condicionan, de acuerdo con sofisticadas estrategias de manipulación y guerra psicológica, las decisiones políticas en las sociedades occidentales. Las campañas electorales donde, más que la elección de aventureros políticos, se juegan intereses de grupos de poder, del control de espacios estratégicos, son una buena muestra de cómo el acceso generalizado de la población a información relevante no ha servido para empoderar la ciudadanía, sino más bien para manipularla sofisticadamente. Es aquí donde la a historia podría resultar el antídoto a las manipulaciones sistemáticas de las opiniones públicas. El rigor y sistema sobre cómo se construye la interpretación histórica, el contraste de las fuentes, la reflexión y el debate propio del campo historiográfico, parece que son elementos que sobran en esta nueva era de bajas pasiones políticas y cierta capacidad de ir invocando, globalmente, el fantasma de los fascismos.
Alterman habla de los Estados Unidos, donde la elección del presidente Trump y la atmósfera política de su país presentan una contaminación extrema que ha propiciado una especie de cambio climático (político) quizás irreversible. Sin embargo, estamos hablando de un fenómeno global. En Colombia, las autoridades educativas tratan de reducir el currículo de las materias de historia para eliminar aquellas cuestiones que puedan deslegitimar determinados espacios de poder. En el Brasil de Bolsonaro (para ser honestos, bastante antes), se está desatando una cacería de brujas contra aquel profesorado que se desvíe de una interpretación oficial de la historia que no deja de ser una especie de «jibarización» folklorizante del país, a un nivel que podría recordar los libros de historia franquistas o estaliniana. En Polonia se prohibió mencionar el colaboracionismo (bastante generalizado, por otra parte) de la población polaca en el exterminio de los judíos. Lo mismo se podría decir de Turquía, empeñada en borrar de la memoria aspectos controvertidos como el genocidio armenio, la deportación de millones de griegos o la heterogeneidad nacional del Estado turco contemporáneo. Las propuestas educativas de Casado, Abascal o Rivera (me resulta difícil distinguirlos) van en la misma línea, buscando un modelo de historia «sagrada» y teleológica que recuerdan los textos escolares del nacional catolicismo y el historicismo -absurdamente surrealista- de personajes como Ricardo de la Cierva. En otros términos, hay cierta obsesión por parte del poder de controlar el relato histórico para evitar el cuestionamiento de su legitimidad, y propiciar un desconocimiento de las complejidades del pasado. Nada que no se haya inventado: se llama totalitarismo y ya tenemos una larga experiencia del mismo. En todo caso, la novedad es que, en una era de acceso fácil a la información, hay que desvirtuar la materia de historia y las técnicas de historiografía para evitar la reflexión profunda -ergo el conocimiento- y reducir la materia, no sólo en presencia o en horas, sino en esencia, a partir de generar datos banales e interpretaciones superficiales.
En el artículo citado de l’ Avanç, el profesor Andreu Mayayo nos cuenta qué ha pasado en Cataluña . En su experiencia como vicedecano de la UB, vio como, entre 2012 y 2017 se redujo un 20% el profesorado de historia en su facultad, mientras que se multiplicaba por tres el porcentaje de precariedad en la docencia. Del mismo modo, recordaba que hacia la década de 1970, -en una época en que sólo accedía menos de un 10% de jóvenes a la enseñanza superior- la Universidad de Barcelona solía acoger cada curso a unos 700 estudiantes. Ahora, cuando el contingente generacional implica que uno de cada tres jóvenes llegue a la universidad, hay menos de la mitad de estudiantes cursando estos estudios. Al respecto, la carrera profesional y académica de los historiadores podría calificarse de calvario, o de campo de minas con escasa capacidad de supervivencia: los criterios de acreditación, acceso y mantenimiento parecen a medida con el fin de excluir los estudios de humanidades. El sistema promueve una hiperinflación de artículos de dudosa valía, fragmentando por completo la búsqueda para conseguir más «impacto» en revistas que no lee nadie, en temas de escasa relevancia, y propiciando ciertos mecanismos de corrupción moral e intelectual. Servidor de ustedes, que ya hace años que optó por investigar por su cuenta, publicar obras completas sobre temas que me interesan o que considero útiles para la comunidad, ha renunciado a tener cualquier trayectoria académica convencional porque sería entrar en una zona de perversión intelectual, que por otro lado, tampoco aseguraría nada. Con algunos colegas llegamos a la conclusión de que los grandes historiadores del país; Fontana, Termes, Vilar, Serra,… hoy no tendrían recorrido, y probablemente ni habrían iniciado una absurda carrera académica, y cansados, quizás ya ni estarían en la universidad. Las nuevas reglas del juego académico, calcadas de los modelos anglosajones, han acabado por banalizar la investigación y erradicar la profundidad. En otros términos, se ha optado por ir desmantelando la universidad como templo de conocimiento,
La historia sirve para interpretar el presente, y como diría el maestro Fontana, para poder así elaborar proyectos de futuro a partir de determinados valores humanísticos. Es, por tanto, una herramienta educativa de primer orden que, desde cierto idealismo escéptico, entendemos que habría que democratizar a fin de construir una ciudadanía crítica. Ahora bien, en el momento histórico que vemos, caracterizado por una polarización social, a base de desigualdades crecientes, herramientas como las que nos decía otro maestro, Pierre Vilar, «pensar históricamente» se está convirtiendo en una actividad subversiva. Ya nos lo decían Eduardo Luque y Pilar Carrera en un libro reciente, los cambios en la educación se hacen a propósito porque «nos quieren más tontos». Bueno, al menos a la mayoría.