Cuando el letrado de la acusación popular preguntó al mayor Trapero por la salida de la secretaria judicial Montserrat del Toro del Departamento de Economía el 20 de septiembre de 2017, Trapero no contradijo, como sí lo había hecho el consejero Forn, la descripción de aquella acción como una fuga por el tejado. Simplemente describió con mucho detalle el operativo de los Mossos para facilitarle la salida. A la vinculación de este asunto con un supuesto delito de rebelión habría que objetar que la manifestación del 20 de septiembre no podía tener nada que ver con un delito que aún no se habría producido. Mariano Rajoy todavía tenía que pedir al presidente Puigdemont aclaración del sentido de la declaración del 10 de octubre, cuando el punto de vista del Estado decidiría si había habido rebelión o no. Es decir, que la construcción del relato de la acusación ha partido de un hecho legalmente discutible para ir muy atrás. Con una declaración que ni siquiera se hizo efectiva, la acusación ha hilado una red metafórica para una pesca de arrastre en las instituciones catalanas. De lo contrario, debería sorprender que alguien pueda considerar importante para la determinación penal de aquel supuesto delito la incomodidad de la señora Del Toro durante la jornada del 20-S. Centrar en ello el interrogatorio es una extensión abusiva de la causa.
Pero, dejando de lado esta objeción de manual, hay que resaltar que el interés del fiscal y de la acusación popular por este incidente no es ninguna casualidad. Y no porque el objeto de su interés sea la discutible mortificación de la secretaria judicial, sino por las derivaciones metafóricas en un imaginario público convenientemente adiestrado.
Trapero hizo muy bien en no reaccionar a la expresión ‘salir por el tejado’ y escucharla como quien oye llover, para centrarse en destrozar su trasfondo. Con pelos y señales, Trapero explicó que la seguridad fue siempre prioritaria, por lo que dio una lección de cómo se modifica el marco de significación de los hechos para no dejarse atrapar en el lenguaje del adversario. Discutir con el rival en sus términos es un error de primera magnitud. Y lo es por la razón que explicitó el consejero Forn, quien sí cayó en la trampa cuando aceptó el envite y se defendió tachando la imagen de ‘peliculera’. Objetivamente, Forn tenía razón. Los hechos se la daban. Pero los hechos resbalan sobre las conciencias impermeabilizadas por un marco incongruente. Tanto le da decir su tejado como azotea, precisar que el obstáculo a salvar tenía poco más de un metro de altura o que tenía dos. Nada de esto modifica la metáfora; por el contrario, la refuerza. Porque discutiendo su más o menos se da curso a la imagen, que esta semana volvía al juicio con toda su crudeza.
Sí, la metáfora es ‘peliculera’, y no porque sea exagerada, sino porque es una trampa. Se trata de evocar la imagen de una evasión arriesgada que el cine de acción ha vulgarizado y, almacenado en algún espacio neuronal del cerebro, está a punto de activarse con el estímulo del lenguaje y en virtud de una evocación a menudo inconsciente. El cliché funciona, y las palabras ‘huir por el tejado’ convocan, sin necesidad de articularlas, ideas de persecución, de peligro, incluso de angustia, como insinuó la señora Del Toro en una declaración que se podría caracterizar de histérica si no hubiera sido calculada. Todo encaja en el relato.
No es casualidad que esta expresión, reiterada como un eslogan, la pusieran en circulación los periodistas Germán González y Manuel Marraco, del diario El Mundo, el 22 de septiembre de 2017, en un artículo en el que acusaban a los Mossos de haber permitido a los manifestantes ‘perseguir jueces y fuerzas de seguridad del Estado’. Una inversión de los hechos, pues eran entonces y son aún ahora jueces y fuerzas de seguridad del Estado las que persiguen la disidencia. Y eran jueces y fuerzas de seguridad del Estado las que ese día habían practicado detenciones injustificadas en el Departamento de Economía. Aún no habían pasado dos semanas de aquel primer artículo cuando un dispositivo retórico y un marco interpretativo desplegados por el Estado obrarían el milagro de cambiar el sentido de la violencia ante la opinión pública española. Y este marco, afinado por el juez Pablo Llarena y cuidado por el presidente del Tribunal Supremo, expulsa del juicio los hechos asintóticos o los inhabilita cuando son inconsistentes con el relato vapuleado por los medios y los partidos del 155.
Es inútil de debatir si la señora Del Toro salió escalando por el tejado o accedió a otra azotea sin superar ninguna prueba atlética. Una vez invocada la imagen, los efectos se siguen automáticamente y la película, para continuar con la metáfora de Forn, se desovilla en todos los efectos psicológicos. Es por eso que George Lakoff, en el título de un ‘best seller’ sobre la moralidad en política, exhorta: ‘No pienses en ningún elefante’ y en el interior del libro explica que el exhorto es imposible de cumplir. Pues una vez escuchada la palabra ‘elefante’ no se puede impedir la reacción neuronal que nos hace presente su imagen mental. Lakoff advierte que la imagen se refuerza cada vez que se activa, aunque sólo sea para negarla. En el caso presente, discutir los términos elegidos por la acusación ayuda a consolidar la versión del Estado y debilitar la de los presos. Cada vez que se invoca la metáfora de una funcionaria huyendo por los tejados de Barcelona se afianza en el imaginario popular la maniobra acusatoria programada en las cloacas de la prensa.
Instaladas dentro de este marco controlado por el árbitro, las defensas no tienen ninguna posibilidad de sustituirlo por marcos alternativos. Lo intentaron en vano algunos de los acusados, tratando de trasladar el juicio al terreno de la política. Digo en vano, porque el marco que les interpela es el de un sistema punitivo al servicio de intereses inconfesables. Cambiarlo no es asunto de un día ni de un año. No se trata sólo de proponer otras metáforas; es necesario que las palabras se adecuen al sistema de valores del receptor y a la concepción del mundo que se derivan del mismo. Conseguirlo exige inteligencia y tenacidad, y disponer de altavoces eficientes, es decir, de un sistema de comunicación capaz de competir con el del Estado. Es difícil alterar la manera de ver el mundo cuando ha cristalizado en una realidad política tan profunda como lo es la española.
El abandono gradual del marco mental autonómico durante esta última década, conseguido a base de afianzar la solidaridad entre la gente a pesar de la patética insolidaridad de los partidos, hizo posible el primero de octubre e incluso el 21 de diciembre. A partir de ahora la tarea consiste en exportar el sentido moral de aquella acción, evitando razonar con el adversario a partir de su sentido común, que es inexpugnable. Y extendiendo nuestro sentido común, nuestra escala de valores, a todos aquellos que no están definitivamente secuestrados por los valores autoritarios y el derecho de conquista. Aceptar el marco normativo del franquismo fue el error de quienes un día se consideraron oposición y hoy forman parte de la represión. Y aceptar los términos del constitucionalismo degradado por el 155 sería una fatalidad para los independentistas. A ratos, sin embargo, una parte de quienes así se declaran parecen tentados de reubicarse en el conservadurismo de la división ideológica entre derechas e izquierdas, siempre útil al Estado. Mientras aquella división triunfaba, la independencia quedaba excluida del sentido común. Pero ahora que al independentismo se le ha volcado el trabajo, la nostalgia de aquel marco falsea su imagen y su sistema de valores. Quienes anteponen el eje ideológico a la transversalidad, forzando extraordinariamente los viejos conceptos, creen disputar la hegemonía del movimiento antes de que el trigo esté en el saco de la república.
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