Los Ginzburg

Su figura y su personalidad me interesarían aunque no fuera el prestigioso historiador que es. Basta para despertar mi interés el simple hecho de que sus padres se llamaran Leone y Natalia Ginzburg; él, un intelectual antifascista que participó en la fundación de la mítica editorial Einaudi; ella, una de las escritoras que más tempranamente me hicieron amar la literatura. ¿Cómo no iba a interesarme alguien cuya presencia infantil puede rastrearse en dos de mis libros favoritos, también dos de los más célebres de su madre, Las pequeñas virtudes y Léxico familiar? Estoy hablando de Carlo Ginzburg, el primogénito del matrimonio, que nació en 1939 y que en 1976 se consagraría como historiador con una obra ya clásica titulada El queso y los gusanos.

En El queso y los gusanos reconstruye Carlo Ginzburg la historia de un molinero del siglo XVI que tenía sus propias ideas sobre la creación. El mundo, según el molinero Menocchio, habría sido producto de un proceso de putrefacción no muy distinto del que hace que nazcan gusanos en un queso podrido. En una época como aquella, la de la Contrarreforma, tener ideas propias en materia de religión sólo podía conducir donde condujo a Menocchio: a la hoguera en la que la Inquisición ordenó que fuera quemado por hereje. Lo relevante de la propuesta historiográfica de Carlo Ginzburg era que el acercamiento a un periodo o una sociedad determinados no debía necesariamente abordarse desde la perspectiva de las grandes figuras o los grandes episodios de la historia. También podía hacerse tomando como punto de partida la peripecia de un personaje menor, casi irrelevante. El molinero Menocchio, que para la mayoría de los estudiosos no habría merecido ni una nota a pie de página, mereció para él todo un libro. Al reducir el tamaño del objeto de estudio, hubo de variar la escala de observación para enfocarlo de cerca sin perder la visión de conjunto y se acostumbró a alternar el plano corto del pequeño detalle con el plano general del contexto global. Esa corriente historiográfica que aspira a relatar la “gran historia” a través de las minúsculas vidas individuales es la de la llamada microhistoria. Si Carlo Ginzburg está estos días de actualidad en España es porque los historiadores valencianos Justo Serna y Anaclet Pons acaban de publicar un libro sobre él que se titula precisamente Microhistoria.

Por ese libro he sabido que la vocación de historiador se le despertó unida al interés por las víctimas de los procesos de la Inquisición y, en general, por los perseguidos, sobre los que inconscientemente proyectaba su propia condición de judío, fortalecida por la persecución de la que su familia había sido objeto. Recordemos que Carlo Ginzburg vivió de niño en un pueblecito de los Abruzos en el que sus padres estuvieron confinados durante más de tres años por orden del gobierno de Mussolini y que luego, cuando buscaron refugio en Roma, el cabeza de familia fue detenido por los nazis, que lo encerraron en la cárcel de Regina Coeli y lo torturaron hasta la muerte. Con unos antecedentes como esos, era difícil que el joven Carlo no desarrollara una relación de afinidad con otras víctimas de persecución.

De Natalia, su madre, heredó la familiaridad con la buena literatura. Él mismo, cuando le preguntan por los maestros de los que más ha aprendido, suele mencionar menos historiadores que novelistas: Tolstói, Carlo Levi, Queneau, Woolf, Musil… Y sobre todo Proust, que para él constituye un modelo de exploración de la realidad a través de la ficción. La distinción aristotélica entre los historiadores y los poetas (léase literatos) establecía que los primeros escribían sobre lo que había ocurrido y los segundos sobre lo que habría podido ocurrir. Por suerte, esas fronteras tan claramente delimitadas hace tiempo que desaparecieron y, del mismo modo que no somos pocos los novelistas que buscamos inspiración en acontecimientos históricos, abundan también los historiadores que han incorporado a su trabajo las herramientas de la mejor narrativa. De hecho, en pocos historiadores se produce como en Carlo Ginzburg un hermanamiento tan armonioso entre historia y literatura, hermanamiento que, sin embargo, no viene sólo por la vía de la composición o la elaboración artística, sino también (y sobre todo) por la del compromiso con cierta verdad profunda. Me pregunto si ese interés por contar una época o una sociedad a través de la existencia de unas criaturas irrelevantes no le vendría también de su madre, cuyos libros están casi siempre protagonizados por mujeres frágiles, indecisas, silenciosas, solitarias, conscientes de su propia pequeñez, decididamente antiheroicas, personajes menores a los que un escritor convencional no concedería otra condición que la de comparsas. Algo de microhistoria había ya en la memorable literatura de Natalia Ginzburg, a la que sin duda acudirán los lectores del futuro que sientan curiosidad por la época que le tocó vivir.

LA VANGUARDIA