Poco después de la reunificación de Alemania, una cadena de televisión de ese país preguntaba a pie de calle si los alemanes se sentían un poco orgullosos de serlo. La pregunta tanteaba los límites de la autocensura, y las respuestas, cautelosas, mostraban una población adiestrada a disimular cualquier autocomplacencia nacional. La presión había sido tan sublimadora -el superyó freudiano tan sádico- que había llegado a producir un nacionalismo invertido y el narcisismo había tomado aspecto de autoodio. Durante décadas muchos alemanes cifraron su superioridad moral en denostar el nazismo de los demás y denigrar, a menudo con la intolerancia irredenta de los justos, las aspiraciones de las naciones sin Estado. Más de uno aspiraba a redimirse de la mácula de la propia identidad identificándose con alguna nación ‘inocente’, a veces hasta el fanatismo. En el ejército israelí, hay alemanes que sirven como voluntarios, no para pagar personalmente la deuda histórica con el pueblo judío, lo que sería monstruoso, sino por un deseo irrealizable de convertirse en judío y estar del lado bueno de la historia.
Escaldados por la experiencia de sus padres y abuelos en los dos grandes experimentos totalitarios del siglo XX, los alemanes han buscado la cuadratura del círculo, intentando mantener la cohesión necesaria para continuar siendo sociedad sin basarse en la continuidad histórica. Dicho en otras palabras, para ser alemán sin pertenecer a una nación alemana. Una manera de enfocar esta pretensión era suponer que el Tercer Reich había sido un accidente histórico. Elevar (o rebajar) a Hitler a la categoría de mal metafísico dejaba el resto en la zona gris de las víctimas de una seducción o un sortilegio desmoralizante. Hermann Broch recrea una versión nigrománticos del nazismo en su novela alegórica ‘Die Verzauberung’ (‘El maleficio’). Otra forma de resolver el rompecabezas era extraer el apéndice cultural del cuerpo social, eliminando quirúrgicamente los detritus del nacionalismo y aplicando una lealtad aséptica y puramente formal mediante el ‘patriotismo constitucional’, como proponía Habermas en ‘Die postnationale Konstellation’.
También había quien veía más peligrosa la reunificación política que la herencia cultural, y proponía, al contrario de Habermas, conservar la unidad nacional pero dividida en dos estados. Era el caso de Günter Grass. No era la cultura alemana lo que presentaba un peligro para Europa, sino un Estado alemán demasiado grande y sin fronteras ‘naturales’ en el centro del continente. La cultura no había sido la causa de la catástrofe, ni el nacionalismo estrictamente hablando, que más bien tiende a cerrarse en un territorio, sino el internacionalismo fanatizado por la idea racial. Hitler pensaba en términos continentales y de hecho despreciaba la cultura alemana; lo que le empujaba era el dominio mundial de los pueblos arios y su expansión imperial en virtud de una supuesta superioridad biológica. Al final, las dos tesis, el puro constitucionalismo y la división política de la nación, quedaron falsados por la historia en el cambio de siglo. Desde la reunificación al grito de ‘Wir sind ein Volk’ (‘Somos un solo pueblo’), los alemanes han demostrado querer ser nación sin las hipotecas del nacionalismo. Han reconstruido el Estado nacional mientras reorganizaban Europa con una idea transnacional, creativa pero insuficiente para superar el modelo político de la modernidad. Por ello, el pasado día 9, el presidente de la República Federal, Frank-Walter Steinmeier, en el aniversario de Kristallnacht y de la caída del muro de Berlín sesenta y un años después, o sea, en la fecha de la ruptura violenta y de la reconstitución pacífica de la nación alemana, advertía contra los peligros del nacionalismo agresivo y pedía un patriotismo discreto, de bajo perfil. La distinción entre patriotismo y nacionalismo es importante, a pesar de no resultar nunca clara en la práctica. Ya la había explicado el gran historiador holandés Johan Huizinga en tres conferencias realizadas en febrero de 1940, después de su internamiento en un campo nazi y sólo un par de años antes de su muerte. Hacía pocos días que los alemanes habían creado el gueto de Lodz en Polonia, el primero de los grandes guetos de internamiento de judíos durante la guerra.
En su discurso, Huizinga recordaba que el patriotismo ya estaba muy arraigado entre los griegos clásicos, aunque no tuvieran casi conciencia nacional. En la versión latina de ese patriotismo, que era espacialmente muy restringido y tenía un sentido esencialmente político, Cicerón decía que todo el mundo tiene dos patrias, una natural y otra civil, la del lugar y la de la ley. Pero los patriotas constitucionales del siglo XXI reprueban el ‘localismo’ y todo lo que haga referencia a los vínculos de proximidad: lengua, familia, costumbres. Ellos se llaman patriotas de una jurisdicción, y en definitiva de un Estado. Ahora bien, los estados se forman en la esfera abstracta e indefinida de la teoría política, pero existen concretamente en espacios delimitados por una legislación. Estos patriotas de la ley engañan cuando consideran que su legislación particular goza del privilegio de la universalidad, ya sea por revelación divina, por el hecho de encarnar la idea de progreso, el destino manifiesto de la humanidad, o las leyes eternas de la razón. Un ejemplo de este malabarismo conceptual y falsificación de la historia la ofreció Emmanuel Macron el día 11, en el discurso pronunciado en el Arco de Triunfo para conmemorar la finalización de la Primera Guerra Mundial. Macron alabó el sacrificio de los combatientes franceses, que habían ofrecido su vida para defender unos ideales universales, como un ejemplo de generosidad y de moralidad, sin mencionar en ningún momento que la Gran Guerra fue la guerra nacionalista por excelencia, aunque ninguno de los países beligerantes tuvo el monopolio del idealismo. Francia participó en la matanza no por razones edificantes sino como aliada de Rusia, que entraba para defender el nacionalismo serbio por razones de afinidad religiosa. Todos luchaban por los imperios respectivos. Macron -quien, dicho sea de paso, es el jefe de Estado occidental más ideologizado y sería el más peligroso si Francia todavía fuera una potencia- se añadía impúdicamente a la mentira que un siglo antes había enviado diecisiete millones de hombres al matadero en la guerra civil que hundió Europa.
Es curioso cómo los estados europeos, preocupados por el retorno de lo nacional reprimido en una Unión atascada económicamente e incapaz de vivir a la altura de los ideales proclamados, recuperan términos desacreditados para conjurar homeopáticamente el peligro. Recurren al ‘patriotismo’ como freno de mano pero también para instar a los ciudadanos a cerrar filas en torno al Estado. Si Steinmeier, advirtiendo contra el nacionalismo agresivo, apela a un patriotismo discreto y digno, Macron tensa la semántica con radicalidad jacobina cuando dice que ‘el patriotismo es exactamente lo contrario del nacionalismo’. Lo dice intencionadamente para provocar al presidente de Estados Unidos, presente en esa ocasión, el cual, junto con muchos defectos, tiene la virtud, o la torpeza, de la sinceridad cuando se declara nacionalista. Pues los Estados Unidos es un país extremadamente nacionalista, que desde la Segunda Guerra Mundial ha vivido en la contradicción de un internacionalismo practicado, con grandes errores y un endeudamiento insostenible, desde una concepción nacionalista de la historia.
Sin disimular, Macron venía a decir a Trump que representa la cara oscura de Europa. Pero con aquella inconsciencia de los soberbios, hacía a la vez una alabanza arrebatada de la Gran Nación como promotora de universalidad, o sea, de los principios jacobinos que acompañaron la eclosión del nacionalismo y que Napoleón extendió por toda Europa con la Grande Armée.
Muy lejos de la altura de Charles De Gaulle, capaz de sostener la ilusión de una Francia-potencia ante la Casa Blanca, Macron se presenta como el paladín del patriotismo homologado por Bruselas, porque ve la última oportunidad de reconquistar el liderazgo francés en la desmembrada fraternidad europea. Su discurso autocomplaciente e ignorante del coste en vidas humanas del fanatismo de ‘la raison’ está perfectamente representado en otra novela de Broch, justamente titulada ‘Die Schuldlosen’ (‘Los inocentes’) y oportunamente ambientada al final de la Primera Guerra Mundial. Habiendo llegado al poder tras el armisticio, la socialdemocracia, dice Broch, mantuvo intacta la forma de vida de la Alemania imperial. El protagonista de una de las historias que componen la novela es un maestro de matemáticas llamado Zacharias, patriota condecorado con la cruz de hierro. Acostumbrado, como mucha gente, a que sus opiniones coincidan con las de los poderosos, Zacharias ingresa en el Partido Socialdemócrata. Y un día, comiendo una salchicha, mientras conversa con un alumno sobre la idoneidad de regarla con vino, éste le dice que la cocina es internacional y principio de la fraternidad mundial. Zacharias también sabe hacer distinciones semánticas: ‘Internacional es no-alemán; fraternidad es alemán’, dice. ‘Pensaba que era socialdemócrata’, objeta el alumno. ‘Y lo soy, un leal socialdemócrata alemán’, responde Zacharias. ‘Entonces debería tener una actitud internacional’, que le excitó. La réplica es para alquilar sillas y la traduzco sin más comentario. Que el lector saque las consecuencias que mejor le parezcan:
«La tengo. Soy un internacional de raíz y muy leal. Pero nosotros, alemanes, tendremos que liderar el internacionalismo; los rusos no lo harán ni tampoco los franceses, y ya no hablemos de los demás. La internacionalidad democrática radica en la fraternidad, no en una vacua federación de pueblos, y nuestra tarea consiste en inculcarlo al mundo, especialmente a las democracias occidentales supuestamente victoriosas».
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