El Ayuntamiento de Barcelona convocó una gran fiesta, amenizada por ‘Comediants’, para celebrar la retirada de la estatua del empresario, mecenas y primer marqués de Comillas, Antonio López y López (1817-1883), un catalán, con orígenes cántabros, que se enriqueció mediante el comercio de esclavos. Acudieron a la fiesta un millar de personas, incluyendo un montón de niños que gozaron de los números de circo, los talleres de plastilina, la chocolatada y la música de ‘Always Drinking Marching Band’ y del grupo africano ‘Djilandiang’. Antes de que una grúa retirara la estatua del gran zócalo —que, por cierto, sigue en el mismo lugar sin que hayan retirado unas alegorías bastante sospechosas ni el nombre de quien lo coronaba—, el cielo de Barcelona retronó con los fuegos artificiales habituales. La fanfarria mediterránea de petardos y fiesta provoca siempre la admiración de adultos y chicos. Fue un acto de exorcismo en toda regla. A falta de políticas públicas de verdad, Barcelona en Común sobrevive con el recurso de resaltar los simbolismos. Díganme qué sesgo tienen los ceremoniales simbólicos y les diré de qué pie cojean los que los organizan.
La estatua-retrato en bronce de Antonio López fue esculpida por Venanci Vallmitjana y se inauguró el 13 de septiembre del 1884. El 26 de agosto de 1936, la estatua fue retirada por primera vez y el bronce fue destinado a las industrias de guerra. Acabada la Guerra Civil, Frederic Marès, digamos un reconocido escultor del régimen, recuperó el monumento pero utilizó piedra en lugar de bronce para la estatua principal. Todo esto lo explicó mi amiga Judit Subirachs i Burgaya en un libro excelente: «L’escultura del segle XIX a Catalunya» (1994). Al repasarlo me reafirmo en la idea de que lo que está matando las ciudades es la exhibición descarada de la ignorancia, de su uniformización ahistórica, que convierte los centros urbanos en centros comerciales al aire libre sin destacar lo que tienen de histórico de los edificios que albergan las grandes e idénticas marcas que un transeúnte puede encontrar en Barcelona, en París o en Budapest. A los niños les engañamos con golosinas en vez de enseñarles a disfrutar de la ciudad histórica. Del alma profunda de una urbe que, como no podría ser de otro modo, está construida con recortes del pasado que se superponen. Personalmente, por ejemplo, me fascinaba que la estatua del negrero y fundador de la Transmediterránea estuviera cerca, casi frente a frente, de ‘Barcelona Head’, la escultura de grandes dimensiones del artista gráfico y escultor norteamericano Roy Lichtenstein, realizada en colaboración con el escultor extremeño Diego Delgado Rajado, y que se instaló en el muelle de la Fusta con motivo de los Juegos Olímpicos del 92. El arte público urbano debería tener la categoría de los estratos geológicos y ser la medida del tiempo de una ciudad.
Barcelona es, por encima de todo, un museo al aire libre del siglo XIX, con islas del setecientos o góticas que refuerzan el sentido histórico de la ciudad. Sólo habría que ayudar a interpretarlo. Cierren los ojos e imagínense que empiezan a andar desde la calle de los Montcada hasta la estación de Francia, pasando por el Born. En un espacio tan reducido como ese se condensa la historia de la Catalunya medieval, moderna y contemporánea. Una vez acompañé a unos amigos japoneses a visitar los restos del Born. Se quedaron pasmados Pero lo que más me sorprendió fue que, alzando la vista hacia arriba, va y me dicen: “Lo que nos gusta mucho es el edificio que han construido para preservar el yacimiento”. Me quedé helado. Fue entonces cuando pensé que era necesario museografiar mucho mejor la ciudad. De paso nos ahorraríamos los debates estériles sobre la idoneidad de haber recuperado los restos del barrio que fue destruido por la represión posterior a 1714. El Born no es un santuario nacionalista. Es la explicación más o menos bien resuelta de la historia de una ciudad y tiene un aire, sin ser exactamente lo mismo, que el Covern Garden de Londres.
Les propongo uno de esos itinerarios imaginados. Bajen desde el Arc de Triomf por el paseo de Lluís Companys (antes Saló de Sant Joan y durante la República de Fermín Galán y en época de Franco de Víctor Pradera), hasta las estatuas del alcalde Rius i Taulet (de Manel Fuxà y Pere Falcara, 1897-1901), impulsor de la Exposición Universal de 1888; de Roger de Llúria (de Josep Reynés 1885) y del pintor Antoni Viladomat (de Torquat Tasso 1888). Contemplen entretanto la estatua de Pau Claris —debida a Rafael Atché e instalada en 1917, retirada en 1939 y reinstalada en 1977—, y la actual sede del Tribunal de Justicia, que se empezó a construir en 1887 y se inauguró en 1908. El estilo del edificio es bastante ecléctico y fue un encargo de los arquitectos Enric Sagnier i Villavecchia y Josep Domènech i Estapà. El conjunto contrasta con el diseño modernista de las farolas del paseo, obra de Pere Falcara, que son como guardianes en la noche. Después entren a la Ciutadella y lleguen hasta la estatua ecuestre del general Delgado (1887), salida de las manos de Lluís Puiggener, y den un paseo por el parque, hoy sede del Parlament, pero que en el siglo XVIII fue concebido como un fortín, y en 1888 acogió la Exposición Universal. Ahora tiene un aire de decadencia impropio de lo que tendría que ser el entorno de la sede de la soberanía popular. Desde allí pueden tomar la avenida del Marqués de la Argentera (antes de Eduard Maristany) y elegir cuál de los dos grandes edificios de arquitectura de hierro quieren contemplar: el mercado del Born (ideado por Josep Fontserè y el ingeniero Josep Cornet i Mas en 1876) o bien la estación de França (un proyecto de Pedro de Muguruza, Raimon Duran i Reynals y Andreu Montaner i Serra, 1848).
Pueden seguir por la misma avenida hacia el monumento dedicado a Colón —un conjunto de hierro y piedra erigido en 1888 por Gaietà Buïgas i Monravà, que también habría que retirar si siguiéramos la lógica de Ada Colau—, y entretenerse en el Pla de Palau con la Font del Geni Català (de Fausto Baratta y Francesc Daniel Molina, 1856) y los frisos de los porches de En Xifré, en uno de los edificios más modernos de su época (1836-1840), del que incluso se llegó a afirmar que fue de los primeros en disponer de agua corriente. Es donde está ubicado el Restaurante 7 Portes. Después podemos pasar por la plaza del duque de Medinaceli, donde esta instalada la fuente-monumento dedicada al almirante de la armada medieval catalana Galceran Marquet, erigida en 1851, y explicar allí mismo los efectos de la desamortización eclesiástica de 1835, que se llevó por delante el primer establecimiento de la orden franciscana, el convento de Sant Francesc, construido en el siglo XIII y destruido en 1836. Donde estaba el convento ahora está la sede de la CNT. Paradojas del tiempo. Los cuadros del antiguo convento franciscano fueron retirados por la Real Academia Catalana de Bellas artes de Sant Jordi antes del derribo y hoy se exponen en el Museu Nacional d’Art de Catalunya. Nada lo indica.
Cuando con los ojos todavía cerrados lleguen a la altura de la Porta de la Pau, sitúense de espaldas al mar y busquen al principio de la Rambla, a mano derecha, la ‘Alegoría del Comercio y de la Industria’ (de Venanci y Agapit Vallmitjana, 1858-59) en una puerta, ahora inutilizada, del lateral del Departament de Cultura, que antes daba entrada al antiguo Banco de Barcelona. ¿A que es un bonito itenerario histórico? Sin embargo, si quiero explicar a mis amigos extranjeros que Catalunya también fue un país esclavista, les tendré que enseñar una postal del monumento dedicado a Antonio López y que ha sido retirado absurdamente. Quien quiera comparar el significado de esta estatua con la polémica y los disturbios generados por la retirada de la estatua del general Robert E. Lee en Charlottesville, sencillamente es un demagogo. Es impensable que en Barcelona alguien se atreviera a convocar una manifestación supremacista a los pies del monumento del negrero catalán, como sí que pasó con los nostálgicos confederados norteamericanos. Las acciones políticas deben guardar proporción con el contexto donde se aplican y también con el daño o el beneficio que provocan.
David Rieff, un reconocido historiador y reportero norteamericano, publicó dos libros, ‘Against Remembrance’ (2011) y ‘In Praise of Forgetting’ (2016), a pesar de que el segundo es una ampliación del primero, con capítulos idénticos entre uno y otro. Este veterano corresponsal de guerra, hijo de la gran Susan Sontag, es alérgico al culto del pasado. A raíz de haber palpado el horror desde infiernos tan variados como por ejemplo Irlanda del Norte, Bosnia, Ruanda, Liberia, Sierra Leona o Kosovo, convirtió en propio un consejo de Philip Roth: “recuerda olvidar”. Las reflexiones de Rieff no están escritas a lo loco. Nos advierte que al principio aceptaba acríticamente la célebre frase del ensayista y filósofo hispano-norteamericano George Santayana (nació en Madrid en 1863 y murió en Roma en 1952) que reza así: “Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. Pero su entusiasmo memorialista fue menguando con el impacto sobre él del horror: “En todos estos lugares [desde donde escribió crónicas de los conflictos] pude ver los efectos nefastos del uso de la memoria como arma de guerra”. La memoria puede ser, ciertamente, una arma arrojadiza porque se basa en la regla, siempre arbitraria, de tantas seseras, tantas monteras.
No obstante, el tiempo todo lo cura. Por lo menos eso dicen, si recurrimos al uso de la historia y nos olvidamos de la memoria, que es su abuso, porque embauca más que explica. Recordar es un acto ético, si se quiere. Y a veces es necesario, siempre que no se convierta en un acto de fe. La política mezclada con la religión, que es lo que son las ideologías totalistas, es muy peligrosa. La historia es otra cosa, dado que es fuente de conocimiento y se construye con datos y no con percepciones u opiniones preconcebidas. Historiar una ciudad es llenarla de vida. Es recrearla y modificarla a la vez, porque se construye con las capas del tiempo. Es un espacio vivido. Sólo hay que explicarlo, como por ejemplo con el ejercicio que acabo de realizar aquí. Gerardo Pisarello, doctor en Derecho y teniente de Alcalde del Ayuntamiento de Barcelona, insistió durante la fiesta de celebración de la retirada de la estatua de Antonio López que aquella decisión era “un acto de reparación. El colonialismo y la esclavitud son los peores productos de la especie humana”. ¡Claro que sí! Pero la historia no es ningún juicio sumarísimo. Reparar y recordar es posible. En cambio, fomentar la amnesia ciudadana convierte a las ciudades en un geriátrico lleno de enfermos de Alzheimer o en una guardería de párvulos permanentes. Los iluminados que creen tener visiones celestiales de la vida así lo querrían.