Pacifismo de mentira

Comencé a tener sospechas graves de que el presidente Puigdemont tiraría a los leones a los catalanes, hace unas semanas, cuando le oí decir en una televisión francesa que prefería ser vencido por el Estado español que tener muertos sobre su conciencia. El corte era celebrado en Twitter con ese buenismo histérico que a veces hace tan difícil el debate y lo dejé pasar.

Después vinieron las primeras detenciones y el éxito del 1 de octubre. Así como la represión del Estado parecía dirigida por políticos que no conocían el país, la comunicación de la derrota policial me pareció brillante. Sólo alguien que quisiera devolver el poder de intimidación a los cuerpos de seguridad españoles podía orquestar una campaña del miedo tan alarmista y tan intensa como la que hemos vivido desde entonces.

La noche del referéndum ya avisé que Puigdemont se guardaba un as en la manga. Después de escucharlo  expliqué en Twitter que su discurso buscaba desvalorizar los resultados incluso antes de hacerlos públicos, no encontrar la manera de aplicarlos. Cuando se promovió la huelga contra la violencia policial, y se multiplicaron las fotografías de cabezas rotas, ya vi que la pornografía sobre los muertos jugaría un papel importante para intentar ir a elecciones.

Sólo en un país dominado por una prensa que pervierte todos los valores, un político que se propone hacer la independencia puede poner como condición que no haya muertos. Si dices que no quieres muertos, el Estado hostil sólo tiene que amenazar con hacer alguno para detenerte y los países que te podrían reconocer sólo tienen que poner como excusa que, si no estás dispuesto a derramar sangre por un motivo de base, no eres un socio de fiar.

Si Puigdemont fuera pacifista no sufriría porque España matara patriotas catalanes en una acción de defensa pasiva. En todo caso sufriría para que se hicieran muertos en nombre de Cataluña. Si fuera pacifista no haría ver que se ha marchado al exilio. Habría bajado la bandera española de la Generalitat y habría activado las leyes suspendidas por el tribunal constitucional, dispuesto a asumir sus consecuencias, para tensionar la situación política y dar un mensaje al mundo.

Como ocurre con las declaraciones de amor, hay una diferencia finísima, pero importante, entre el pacifismo y la comedia. El pacifismo falso de Puigdemont y su gobierno sólo se puede disfrazar con una prensa que es capaz de elogiar a políticos tan nocivos para la vida democrática como Santi Vila. ¿En qué país un político que entra en un gobierno elegido para hacer la independencia y que la abandona después de haber cobrado todas las nóminas es tratado de inteligente y moderado en los periódicos, y no de caradura o inconsistente?

Sólo en una sociedad que cada día ve normalizado el cinismo y el uso sectario de la violencia en los medios de comunicación es posible que Santi Vila sea presentado como un político digno de ser tenido en cuenta. Asimismo, sólo en un país que se ha acostumbrado a convivir de forma natural con la hipocresía más grosera, el articulista más oficialista del partido de Puigdemont puede osar culpabilizar a los «hiperventilados» de la Declaración de Independencia.

Puigdemont no declaró la independencia porque le llamaran traidor, como escribió Enric Juliana. Ni su negociación con Rajoy se puede comparar con el caso de Tarradellas, que venía de un exilio penoso y, cuando dijo que la reunión con Suárez había ido bien, lo que quería era poder quedarse a vivir en Barcelona. La DI fue la maniobra electoral de unos partidos que han pasado cinco años diciendo que construían estructuras de Estado, cuando en realidad no tenían ni querían tener nada a punto.

Como explicó Luis del Pino en un editorial en EsRadio que ha corrido por los grupos de whatsapp, los movimientos de los gobiernos de Puigdemont y de Rajoy parecen sospechosamente sincronizados. La fecha de las elecciones convocadas por el PP demuestra que el gobierno del Estado no las tenía todas consigo de poder controlar el territorio catalán. Pero también pone en evidencia que ni España ni los partidos del gobierno de la Generalitat tienen interés en unas elecciones a largo plazo que puedan alterar el equilibrio de poderes dentro del independentismo.

Desde el punto de vista electoral la jugada de Rajoy es un ‘win-win’ con unas élites nacionalistas cada vez más sobrepasadas para que nada cambie. Los argumentos que Puigdemont dio en privado para convocar elecciones, antes de echarse atrás y pasar el balón al Parlamento, cuestan creer y justificar. Si había informaciones que grupos armados de paisanos españoles harían una escabechina, como explicó el presidente, estaban los Mossos para evitarlo. Ni siquiera si la escabechina la había de intentar hacer la policía española se sostiene la gestión de Puigdemont.

La fuerza nunca puede ser un argumento para privar a los ciudadanos de un país del derecho a la defensa propia, sea violenta o pacífica. En 1936, Companys también argumentó que no podía desarmar a los anarquistas sin hacer un baño de sangre y todo el mundo que tiene un poco de cultura sabe cómo fueron las cosas. Si realmente España debía matar catalanes por el solo hecho de intentar aplicar el derecho a la autodeterminación dentro de la UE, es seguro que, tarde o temprano, acabará habiendo muchos más con actitudes tan frívolas como las del gobierno de Puigdemont.

Lo que se ha puesto en evidencia este fin de semana es que la Generalitat estaba en manos de gente que no está en condiciones de comandar la independencia. Sólo estaban en condiciones de declararla por equivocación, por eso ni siquiera la publicaron en el DOGC. Hacen ver que protegen a su pueblo, pero sólo se protegen a sí mismos con autoengaños y mentiras piadosas. Para ocultar su falta de espíritu y de amor a la vida, se hacen pasar por personas astutas y abnegadas, al igual que Companys y que Pujol. Mira qué final tuvieron ambos.

A ver si aprendemos de una vez.

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