Comenzaré con una declaración contundente: no se debería tomar nunca -jamás- ninguna medida ni legal ni penal ni represiva para prohibir, limitar o encauzar las expresiones humorísticas. Por razones de supervivencia ética y democrática, estamos obligados a permitir que manen y circulen todos los chistes, a la espera de que agoten la vida que llevan dentro, y esto incluye los chistes blancos y los negros y los verdes, los truculentos, los crueles, los escatológicos, los machistas, los racistas, los sacrílegos y, desde luego, los malos y los buenos. Si algo no puede ser nunca “políticamente correcto” es el sentido del humor, y ello por razones que veremos enseguida. Podemos evitar que la gente haga lo que no debe, podemos evitar incluso que piense lo que no debe; pero es inútil intentar impedir que la gente se ría de lo que no debe. Es peligroso hasta proponérselo. De hecho, se me antoja inquietante la tendencia creciente a censurar en las redes, en nombre de las luchas más honorables, el mal gusto de algunas pruebas de ingenio, chascarrillos fachas o chistes bellacos, pues tomarse en serio los chistes, como potenciales fuentes de mal, implica aceptar la lógica de los regímenes dictatoriales o autoritarios, según la cual hay temas que no se pueden tomar a broma. Todo se puede tomar a broma. Cada vez que nos escandalizamos desde la izquierda por un chiste machista o racista, y lo denunciamos como pidiendo amparo al Estado, estamos justificando sin quererlo intervenciones represivas como la Ley de Seguridad Ciudadana, umbral autoritario que permitió procesar a Guillermo Zapata o a los miembros de la compañía Títeres desde abajo y ahora condenar a Cassandra Vera. Defendamos incluso el mal gusto, incluso la miseria mental. Una persona que está a punto de morirse tiene derecho a reírse hasta de su propia madre. Todos estamos a punto de morirnos. El derecho sagrado a no considerar nada sagrado -desde el punto de vista de la risa- se llama sencillamente “mortalidad”. Los que vamos a morir, os contamos un chiste.
Es verdad que, si la risa es universal, los objetos de hilaridad no lo son y que no hay un criterio definitivo para distinguir un buen chiste de uno malo. Por eso conviene empezar por lo que sí sabemos: que a las dictaduras no les gustan los chistes. Todas –Hitler, Mussolini, Franco, Pinochet, Gadafi, Ben Ali– crearon redes de confidentes que cazaban el descontento o la disidencia en su último refugio: las conversaciones en los patios de vecinos y los cafés, donde los ciudadanos se defendían del peligro con un cuento cómico o un chascarrillo. Las dictaduras son serias y se toman a sí mismas tan en serio que, a fuerza de sensibilidad, acaban por considerar malévolas todas las ocurrencias y perseguir sencillamente el sentido del humor. Terrorífico y, al mismo tiempo, paradójicamente humorístico es el testimonio de un preso -recogido por la escritora Svetlana Aleksievich– que compartió gulag en Bielorusia con algunas personas condenadas a prisión por haber contado chistes, pero también con tres pobres aldeanos de mediana edad que estaban allí, privados de libertad, por… parecerse a Stalin. Incluso los chistes que hace la naturaleza tienen que ser perseguidos, aunque sea a costa de convertir la realidad misma en un chiste atroz. “¿Tú por qué estás aquí?”, “por intentar matar a Stalin”, “¿y tú?”, “por burlarme del bigote de Stalin”, “y tú?, “por tener bigote, como Stalin”. Seguro que este chiste, fruto del ingenio popular, existía en 1938; lo contaban en voz baja los moscovitas en los cafés -como denuncia hiperbólica de las purgas stalinistas-, partiéndose de risa ante el poder de la imaginación y sin saber que Stalin estaba realmente llenando las cárceles de tipos que se parecían a él.
Esta anécdota dice muchas cosas acerca de la relación de las dictaduras con el humor y, por lo tanto, acerca de las dictaduras y acerca del humor mismo. La primera es que las dictaduras no entienden, y tienden a borrar, las fronteras entre la realidad y la ficción, que es justamente la que el humor afirma y defiende como propia de la condición mortal de los humanos. El chiste de Stalin era la realidad de sus víctimas. Un chiste típico de dictadura es el de coger a un prisionero, ponerlo frente a un paredón y fusilarlo con balas de fogueo. Al prisionero no lo han matado de verdad, pero sí que ha muerto realmente. Los chistes materiales, cuya ficción no es consciente y compartida por todas las partes, se llaman bromas y en general suelen tener poca gracia. Pensemos en las novatadas de los cuarteles o en esos programas televisivos de “cámara oculta” en los que la risa unilateral se basa en la ignorancia de la víctima, a la que se exige luego, una vez desvelado el montaje, que celebre el ingenio de su verdugo. Durante el Ramadan de 2016 la dictadura egipcia emitió una serie, de título Mini Daesh, consistente en grabar las reacciones de inadvertidos egipcios a las que se hacía creer que habían sido capturados por el Estado Islámico y que estaban a punto de ser violados, asesinados o utilizados en un atentado suicida. Eso no es humor. El humor implica la aceptación consciente del tablero por parte de todos los participantes: “voy a contar un chiste”. Es como el juego: podemos jugar a indios y vaqueros y matarnos de mentiras con pistolas de juguete, pero ya no se trata de un juego -aunque al final el gesto se revele ficticio- si fingimos el fusilamiento de un prisionero o hacemos creer a una mujer que el Daesh está a punto de degollarla. Esa broma se llama tortura. Las dictaduras, que torturan y se ríen de sus víctimas, no tienen sentido del humor -y lo persiguen- porque no distinguen entre realidad y ficción. Los militares, los machistas, los racistas son bromistas; los borrachos y los poetas son chistosos.
Ahora bien, no distinguir entre realidad y ficción implica tomárselo todo en serio. Un chiste sobre Bachar Al-Asad o sobre Erdogan -ahora que el gobernante turco ha entrado en un precipicio autoritario- no es un enunciado indoloro o apotropaico que se disuelve en sí mismo y en el alivio que produce a sus oyentes: es ya un magnicidio. Para el dictador no hay ninguna palabra que no sea una acción; ninguna queja que no sea una puñalada. Se toma igualmente en serio un chascarrillo y un disparo, un epigrama y una conspiración, sin distinguir entre la consistencia ontológica de uno y de otra, y ello porque se toma demasiado en serio a sí mismo. ¿Y de dónde extrae tanta seriedad? El que cuenta o escucha un chiste se sabe y se declara mortal. El que se toma en serio a sí mismo se niega a aceptar esta condición. El que se quiere inmortal, y tiene los medios para matar a los otros, no puede escuchar un chiste sin sentir amenazada su inmortalidad. Los dictadores y las dictaduras creen que su poder absoluto, que decide sobre la vida ajena, decide también sobre la propia muerte. Todo poder absoluto se cree inmortal y, frente a él, cualquier expresión alegre o jocosa, porque cuestiona su inmortalidad, cuestiona su poder. Sólo los que se saben mortales tienen derecho a contar chistes, incluso malos, incluso racistas, incluso sacrílegos; y por eso el chiste es siempre un imperativo de libertad frente a los que, ignorantes de su inmortalidad e incapaces de distinguir entre realidad y ficción, tratan de imponer por ley el juego mortal de la seriedad generalizada e ininterrumpida.
Pero la anécdota de Stalin sirve también para que reflexionemos sobre los géneros y sus diferencias. ¿Por qué Stalin encarcelaba a inocentes que se le parecían físicamente? Hay una explicación psicopática: Stalin era único e irrepetible y no podía aceptar la existencia de ninguna réplica suya suelta por el mundo. Hay otra explicación paranoico-policial: su doble, en libertad, podía suplantarlo en su propia ventaja o con el fin de amenazar la seguridad del Estado. Y está, finalmente, la explicación más sencilla. Los pobres aldeanos no eran idénticos a Stalin; se le parecían. Eran, por tanto, caricaturas de Stalin. Estaba prohibido caricaturizar a Stalin y, si la Naturaleza producía caricaturas de Stalin, había que retirarlas de la circulación, como se hubiera hecho con un periódico o un panfleto.
Si hay que tener presente la diferencia entre un chiste y una broma, no menos la que distingue el chiste de la caricatura. El chiste verbal, lo decíamos, habla siempre de la mortalidad compartida: el narrador es tan mortal como el objeto del chiste, habitualmente fuera de la habitación, y el oyente, mortal también, se reserva el derecho o no a reírse. El chiste, además, al igual que la metáfora, relaciona dos mundos paralelos inconmensurables, pero lo hace contra toda lógica y por eso hace reír: uno de los “esquemas” más conocidos es precisamente el que, a modo de adivinanza, inicia el chiste con un “¿en qué se parecen?” (“¿En qué se parecen un boxeador y un telescopio?”, “en que los dos hacen ver las estrellas”). Otro esquema frecuente y fecundo es el de “se abre el telón”, que explota igualmente la aproximación disparatada entre dos realidades inconmensurables: siempre me ha encantado -lo confieso- ese que describe a una mujer grande y gorda, de pie en una silla sobre el escenario, a la que da un calambrazo la bombilla que está intentando enroscar en el techo: “¿cómo se llama la película?”, “el amperio contra Paca”.
La caricatura gráfica, en cambio, explota el parecido y eso hace que el objeto de la misma se reconozca en la deformidad materializada. No es por justificar a Stalin, pero era comprensible que se sintiera más ofendido por una caricatura -incluso por una caricatura viva- que por un chiste. La caricatura no narra nada; está hecha para ridiculizar y de manera expansiva y parásita, pues a ese parecido se le puede adherir cualquier accesorio ideológicamente degradante. Pensemos, por ejemplo, en la famosa caricatura publicada en el Charlie Hebdo en la que se representaba a Mahoma, narigudo y barbudo, con una bomba sobre el turbante. Eso no es un chiste. Lo explicaba muy bien el dibujante franco-argelino Halim Mahmoudi, amigo de muchas de las víctimas del atentado de enero de 2015, al establecer un paralelismo entre esas caricaturas y las que el antisemitismo popularizó hace cien años en toda Europa: “nada hay más explícito y directo que una caricatura”, dice; “no están destinadas ni a hacer reír ni a hacer reflexionar”. Naturalmente no hay que prohibirlas, pero sí diferenciarlas de una viñeta chistosa y amarga, como las que -por ejemplo- dibuja El Roto en El País. O esa que -hace unos meses- representaba a un blanco rico en el muelle de un puerto mientras contemplaba cómo se ahogaban dos o tres refugiados en el agua: “¿pero por qué creéis que venimos a robaros?”, preguntan los náufragos. “¿Porque eso es lo que hacemos nosotros cuando vamos a vuestros países”. Al contrario que estas viñetas, la caricatura no hace reír; y no hace pensar; y por eso sería bueno no utilizarla en ningún campo, salvo en el del retrato turístico. Si no podemos prohibirla como recurso discursivo en los debates electorales, tampoco podemos prohibirla en el Charlie Hebdo, por mucho que algunos puedan sentirse ofendidos por ellas. A la espera de que aprendamos a ser graciosos y buenos, habrá que aprender a ofenderse con razón y sin matar a nadie.
Los chistes no hacen pensar, pero hacen reír; o al menos ése es su propósito. Siempre he estado de acuerdo con Kant y Bergson en el sentido de que son “un placer del entendimiento” asociado a una “tensión intelectual que se resuelve en nada”. Kant nunca vio ningún problema moral en ellos. Bergson, en cambio, sí. En su ensayo sobre la risa escribió: “lo cómico exige algo así como una anestesia momentánea del corazón”, de manera que la hilaridad provocada por un chiste racista implica sacrificar toda empatía a esa disfrute inmediato de la “inteligencia pura”. Sé que no es “políticamente correcto”, pero -volviendo al principio- creo en el derecho sagrado de los mortales a contar chistes buenos y malos al margen de un juicio ético o moral. Los chistes constituyen un placer de la pura inteligencia, sí, y son, por lo tanto, potencialmente injustos en un mundo materialmente desigual. Su esquema necesita siempre un objeto humano -víctima de la risa- cuya completa idiotez disparatada a veces se vira, por compensación “clasista”, en aguda inteligencia: pensemos, por ejemplo, en los chistes de nuestro Jaimito o en el Juha árabe. ¿Hay muchos chistes sobre judíos? Los había y no por casualidad; y sin duda su disminución tiene que ver con la falta de sentido del humor de Hitler, que los caricaturizó y se los tomó en serio. Pero, ¿un chiste sobre judíos empuja o justifica el Holocausto?
No es el esquema del chiste sino los hablantes, cuando dejan de reírse y por otros motivos, los que matan. Cada pueblo, de hecho, cuenta chistes sobre el pueblo vecino. Que el objeto del chiste es una función abstracta y no la finalidad malévola del cuento lo demuestra, por ejemplo, la elección de Lepe como objeto de una inagotable fertilidad chistosa en la España de los años 90. La mayor parte de los españoles no ha estado nunca en esa ciudad; y no tenía antes ni tiene ahora una mala opinión de sus habitantes. Puede que la epidemia empezara en el pueblo de al lado por una rivalidad local, pero lo cierto es que todos, sin saber nada de los leperos, repetimos los chistes y, cuando son buenos, nos mondamos de risa con ellos. “Lepero” es una función, no un objeto de odio, y en su lugar, en efecto, se podría poner cualquier otro nombre. De hecho, apenas viajas un poco, escuchas el mismo chiste -idéntico en su forma y su desenlace- en España sobre los leperos, en Túnez sobre los libios, en Egipto sobre los saidi, etc. Pensemos también en el esquema “un inglés, un francés y un español” que se repite en todas las lenguas intercambiando los papeles según la nacionalidad del narrador.
Es verdad: en un chiste siempre alguien de fuera “queda” mal y el chistoso, al reírse, asume su superioridad y la de sus oyentes solidarios. Pero es una superioridad sin ventaja. No gano nada con ella, salvo -en el caso de contarlo bien- el reconocimiento social de “chistoso”, un papel exigente del que uno ya no puede librarse nunca más y en el que nos jugamos, cada vez que abrimos la boca, nuestro destino. Es mejor no contar bien chistes. Contar bien los chistes ha llevado a más gente a la cárcel que a la gloria, al gulag que a la tiranía. No creo que los chistes introduzcan mucho mal en el mundo. No creo que ofendan, salvo a los dictadores y a los fanáticos. O sí, porque la vida es muy jodida y ofenderse forma parte también de nuestra condición mortal. Pero la mejor defensa, individual y colectiva, frente a un chiste es otro chiste y, en efecto, los españoles cuentan chistes de los franceses, que a su vez cuentan chistes de nosotros. Hace tiempo que no hay guerras entre Francia y España y no parece que un chiste de gabachos ponga en peligro la paz con nuestro irritante, arrogante, chovinista y displicente país vecino. Hay chistes crueles, truculentos, sanguinarios, pero si tienen gracia -si cumplen el esquema de tensión inteligente y resolución en nada- la risa misma ofusca o “censura” el contenido. Si son malos es otra cosa. Un mal chiste sobre judíos o sobre negros o sobre “maricones” es como una patada en los huevos, salvo que los cuente un judío, un negro o un “maricón”. Cuando el chiste es malo y no hace reír, el esquema se convierte en caricatura y en broma y el contenido pasa a dominarlo todo. No tiene gracia, si no tiene gracia, hablar de judíos después del holocausto ni de negros después de siglos de esclavitud o de gitanos tras siglos de exclusión y rechazo. Pero si tiene gracia, los judíos, los negros y los gitanos son sólo “operadores” o “funciones” de la pura inteligencia hilarante. Nadie se ríe de un judío cuando se ríe de un buen chiste; se ríe de un buen chiste. Si el chiste no es bueno y, a pesar de todo, nos reímos, entonces es que somos racistas o machistas u homófobos y con racistas y machistas y homófobos no debemos compartir una mesa. En todo caso no son los chistes, ni siquiera los malos, los que matan; son los dictadores, los fanáticos, los machistas y los racistas, cuya incapacidad para distinguir la ficción de la realidad, y por lo tanto para reírse, se fabrica en otro lado. Los chistes malos -los racistas y machistas- se acabarán con el racismo y el machismo. Pero quiero creer que, cuando acabemos con el machismo y el racismo, seguiremos contando chistes, porque somos mortales, y habrá en ellos judíos, negros, gitanos, mujeres, hombres, franceses y leperos, porque siempre necesitaremos apoyarnos en una diferencia discursiva y en una resistencia exterior para ser graciosos.
Las dictaduras, decíamos, no cuentan chistes; los hacen realidad y, por supuesto, sin gracia: como caricaturas o como bromas. Eso hacía Stalin y eso hace Al-Sisi en Egipto. Contemos chistes, aunque sean malos, aunque sean crueles. Cuando las tiranías -o la sensibilidad políticamente correcta- empiezan a perseguir los chistes es que la realidad misma se está convirtiendo en una broma muy seria. Tenemos derecho a contar chistes y la obligación de combatir las tiranías. Es la fragilidad común la que autoriza esa “suspensión de los afectos”, como decía Bergson, en favor de una inteligencia negra, fatalista, autista, que sólo encuentra consuelo en reírse de sí misma. Es la fragilidad común la que obliga también a hacer política. Los supervivientes cuentan chistes. Los supervivientes se unen contra la injusticia. Todos lo somos -supervivientes- de manera provisional. Todos lo somos -supervivientes- hasta que nos muramos. O hasta que nos mate -no lo consintamos- el fanático, el marido, el invasor o el tirano.
(Una versión más corta de este artículo fue publicada originalmente en la revista en papel Bostezo, Época II, número 0, enteramente dedicado al humor y cuyo contenido recomiendo).
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