La tragedia de Chernóbil cumple 31 años este 26 de abril mientras se avivan en el Estado español el debate sobre la conveniencia de la energía nuclear y la posible reapertura de la central de Santa María de Garoña.
La madrugada del 26 de abril de 1986 se producía una explosión en el reactor número cuatro de la central nuclear de Chernóbil, a 90 kilómetros de Kiev (Ucrania). Sin duda, se trata del accidente nuclear más grave de la historia. Este accidente nuclear puso en evidencia la peligrosidad de esta fuente de energía, puesto que tuvo y tiene todavía unos efectos devastadores.
Las cifras oficiales sólo reconocen 31 víctimas mortales, pero la realidad es muy distinta. Tras el accidente, el área contaminada alcanzó, sólo en la entonces Unión Soviética, más de 130.000 kilómetros cuadrados y cerca de 4,9 millones de personas fueron evacuadas en un radio de 30 km a la redonda y reubicadas en diferentes zonas. Pero la nube radiactiva también surcó Europa y llegó hasta la península Ibérica. El número de víctimas directas e indirectas alcanzó los 200.000 muertos según la Academia de Ciencias de Rusia, y aunque nunca fueron contabilizados ni reconocidas como víctimas del accidente, cerca de 600.000 personas trabajaron (algunos sólo unos pocos minutos) en la extinción del fuego o sellar el sarcófago de la central. La mayoría de estos liquidadores, que es así como se les ha llamado, han muerto de cáncer o de enfermedades relacionadas por la exposición a la radiactividad.
Sin duda, el accidente de Chernóbil demostró que la energía nuclear ni es limpia, ni barata y ni segura, como los más acérrimos defensores han preconizado. Además, el accidente de Chernóbil demostró que la peligrosidad de las centrales nucleares no sólo afecta al país o estado que se aprovecha de su energía, sino que los efectos de un accidente pueden afectar a territorios y personas situados a miles de kilómetros.
En 2017 se cumplen además sesenta y tres años de la puesta en marcha de la primera central nuclear. En esas seis décadas y tres años se han producido unos treinta accidentes de diferentes niveles de gravedad. Sin duda, los más graves son el de Fukushima (Japón), cuyo séptimo aniversario tuvo lugar el pasado 11 de marzo; el de Harrisburg (Estados Unidos), cuyos veinte y ocho aniversarios se celebró el pasado 29 de marzo; y el de Chernóbil, el 26 de abril de 2017.
Pero además de estos accidentes, que son motivo suficiente para abandonar la energía nuclear, tenemos un tema como el de los residuos radiactivos, para los que todavía no se ha encontrado una solución técnica satisfactoria para gestionarlos, y que mantendrán su peligrosidad durante miles y miles de años. Y gestionar el combustible gastado, y los residuos que se generan cuando se desmantela una central, cuesta mucho dinero. De ello se encarga Enresa, empresa pública de gestión de residuos radiactivos, pero con lo ingresado a través de las tasas que pagan las compañías eléctricas propietarias de las centrales nucleares no es suficiente.
Concretamente, y según un informe del Tribunal de Cuentas, de aquí a 2085 quedarían sin cubrir 1.800 millones. En este contexto es cuando el presidente de Iberdrola, Ignacio Galán, hizo el pasado 30 de marzo unas declaraciones en las que afirmaba que Garoña era inviable económicamente e incluso el resto de las centrales nucleares que operan en el Estado español, debido a los “impuestos y obligaciones que se han ido imponiendo sistemáticamente a la industria nuclear”.
Este planteamiento llega en un momento en el que el sector nuclear español está intentando, con el beneplácito del Gobierno del PP, que las cinco centrales en activo puedan alargar su vida hasta los 60 años, frente a los 40 para las que fueran diseñadas, y cuando el consejo de administración de Nuclenor, participado al 50% por Iberdrola y Endesa, van a mantener el mismo 26 de abril una reunión para analizar el futuro de la central.
A la par, la planta de Garoña mantiene un segundo frente, y es el relativo al almacén temporal de residuos radiactivos que puede albergar, para el que los Presupuestos Generales de Estado de 2017 han consignado una partida de 3,4 millones de euros que serán sufragados por Enresa. Por tanto, se decida o no reabrir Garoña, los residuos radiactivos de dicha central tendrían que ir destinados a algún lugar, ya que, si bien Enresa ha apostado por depositar temporalmente los residuos radioactivos de alta actividad de todas las centrales nucleares españolas en el municipio de Villar de Cañas (Cuenca), hasta ahora no ha iniciado la construcción de dicha instalación, lo que supone un considerable retraso.
En esta tesitura, no hay razones convincentes para que se reabra Garoña, porque durante sus 40 años de funcionamiento ha tenido multitud de incidentes y problemas que la hacen ser totalmente insegura, pero tampoco para la instalación de un almacén temporal en la citada central donde en teoría se albergarían los residuos durante un máximo de 10 años, en lugar de en la piscina como hasta ahora, hasta que llegue, si llega, el almacén centralizado transitorio de Villar de Cañas, precisamente en un punto bajo tierra en el cual sus aguas están conectadas con el embalse subterráneo de la Llanada alavesa, como lo denunció la Diputación Foral de Álava en su día al Ayuntamiento del Valle de Tobalina al conceder la licencia de obras para su construcción.
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