Las categorías del espacio/tiempo constituían, en la concepción kantiana, las formas a priori de la sensibilidad externa (e interna. Nota de traductor*), es decir, la condición de posibilidad para nuestra percepción o experiencia sensible del mundo físico.
Si nos fijamos en la literatura de pensamiento reciente, se diría que la dimensión temporal ha ganado en interés a la preocupación por el espacio. Quizás esto ocurre porque, según Kant, el tiempo es la dimensión imprescindible para la percepción de la propia vida psíquica y, como es sabido, el descubrimiento del sujeto y de su interioridad ha sido el elemento característico de la modernidad. Citemos sólo algunos libros que ahora mismo encontrará expuestos como novedades en los escaparates de las librerías: Judy Wajcman, ‘Esclavos del tiempo. Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital’; Rüdiger Safranski, ‘Tiempo. La dimensión temporal y el arte de vivir’; Luciano Concheiro, ‘Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante’; Graciela Speranza, ‘Cronografías. Arte y ficción de un tiempo sin tiempo’; Byung-Chul Han, ‘El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse’; Simon Garfield, ‘Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo’.
Aceptemos, tal vez, este predominio por la preocupación temporal. Seguramente es justificable. Pero constatemos también que la preocupación por el espacio también va en aumento. Razones no nos faltan.
El geolocalizador a menudo nos falla en un mundo de deslocalizaciones, de desplazamientos forzosos, de flujos migratorios, de fragmentación, de discontinuidad, de volatilidad y de contextos donde proliferan los no lugares, espacios anónimos y amorfos, lugares transitorios sin límites, espacios de flujo que nos convierte en pasajeros en tránsito, pero no en habitantes de lugares; hacemos una sociedad desterritorializada gracias a un nuevo tipo de espacio: el ciberespacio.
La desterritorialización va acompañada de otro fenómeno, el de la depredación del espacio-tiempo. Daniel Innerarity dice que somos ‘okupas’ del futuro, invasores de las propiedades pertenecientes a las futuras generaciones, que depredamos irresponsablemente en beneficio nuestro y dañamos así las posibilidades de vida futura.
Estamos obligados, pues, a repensar el espacio porque como en las patologías contemporáneas de la vivencia del tiempo necesitamos también resituarnos ante un mundo cada vez más extraño y excesivo, donde sentimos a menudo la pérdida traumática del sentido del lugar.
Los dialectos del espacio son el territorio, el ambiente, el paisaje. Necesitamos repensar el espacio porque somos seres situados en el mundo, pero en constante redefinición de esta situación. En el pasado, pensábamos localmente y actuábamos localmente. Después, a principios de los años 70, llegó la consigna «Piensa globalmente, actúa localmente», como una manera de conectar el sentimiento de espacio común (la Tierra) con la necesidad de actuaciones concretas y pequeñas ligadas al propio territorio. Más adelante, con la emergencia de la nueva globalización y con los famosos libros de Manuel Castells sobre la sociedad de la información o de Ulrich Beck sobre la globalización, se hizo evidente aún una tercera versión complementaria con la anterior: si actúas globalmente, necesitas pensar localmente. El ancla de la navegación global es el arraigo local. Si no queremos perder el rumbo, los argonautas de la globalización necesitamos transitar por el espacio combinando raíces y alas.
Tiene razón Joan Nogué cuando dice que el catalanismo contemporáneo no ha sabido incorporar a su discurso nacional el elemento territorial, ambiental y paisajístico. No ha sido capaz de entender que, junto a la lengua o la historia, el territorio en general y el paisaje en particular son también una pieza clave de la identidad nacional. No sólo desde el punto de vista racional, sino también sensorial, emocional, estético, incluso espiritual.
El compromiso del catalanismo de los 2000 por una nueva territorialidad nos obliga a repensar el espacio en todas sus dimensiones: en sentido ‘macro’ (como hacía Max Scheler en su libro ‘El lugar del hombre en el cosmos’); en sentido ‘meso’ (repensando nuestro territorio y nuestras ciudades, el valor y la significación del espacio público), y en sentido ‘micro’ (mejorando nuestras viviendas, dignificando nuestros espacios privados).
Estar situados en el mundo significa reocupar con conciencia plena un espacio físico que se convierte en nuestro espacio existencial, nuestro lugar vivido, nuestro lugar de memoria, nuestro lugar sagrado, nuestro lugar de producción, etc. El espacio traducido en territorio y el territorio convertido en paisaje es la proyección cultural que hace un colectivo humano. Y, por tanto, se mezclan las dimensiones material, emocional, estética, ecológica, simbólica, histórica, productiva, social, axiológica y espiritual. Hay que ser conscientes de la importancia de cada una de ellas y aprender a cultivarlas bien.
El reto que tenemos es tomar conciencia de qué tipo de administración e intervención queremos hacer sobre nuestro espacio. El ‘yin’ de nuestra actuación espacial nos habla de protección, conservación, preservación, planificación, recuperación, ordenación, mejora, etc. El ‘yang’, en cambio, nos recuerda la degradación, difuminación, contaminación, desolación, abandono, fragmentación, dispersión, depredación o destrucción que hemos hecho del espacio. Es tiempo, pues, de decidir. La oportunidad del momento actual es idónea y propicia para constituir, como en la cita bíblica, un nuevo tiempo y una nueva tierra. ¿Dejaremos escapar la oportunidad?
(*) Nota del traductor: la cita de Kant, utilizada por el autor, es más precisa. El «espacio» es la «forma a priori» de la sensibilidad ‘externa’, y el «tiempo» lo es de la ‘interna’. Pero es evidente que el autor la utiliza en ese sentido correcto, como se ve en el siguiente párrafo.