Ley o democracia: falso debate

«Ya se sabe lo que pasa cuando se contrapone ley a democracia: el fascismo». Las palabras del exministro y exlíder del PPC, Josep Piqué, resumen muy bien el marco que quieren imponer en el relato del proceso soberanista los no independentistas y, especialmente, los defensores del centralismo y el inmovilismo del Estado. El soberanismo, sin embargo, no tiene por qué jugar ni situar sus mensajes en un terreno de juego interesado que le perjudica. Ciertamente, la reivindicación catalana se ha basado en el derecho a decidir que se fundamenta en el principio democrático, pero nadie ha dicho que debería estar fuera de la ley.

Estos días de juicios y los que vendrán hay que recordar que nadie se quiere saltar la ley en primera instancia, que si alguien la incumple es por una interpretación muy determinada de la ley y que en el derecho a decidir, tal como se ha ejercido en el Canadá y el Reino Unido, no hay ninguna voluntad de unilateralidad. Se quieren hacer las cosas de acuerdo con las leyes, porque se piensa que desde una interpretación actual del principio democrático las leyes pueden dar cobertura a la aspiración de expresar la voluntad de una comunidad política, a través de un referéndum, y conocer si quiere mantenerse dentro del Estado o independizarse a través de una negociación.

Sólo hay que recordar a la ciudadanía que ya en 1998 el dictamen sobre la secesión de Quebec del Tribunal Supremo de Canadá decía cosas como que «no hay conclusiones predeterminadas por la ley», que es posible hacer un referéndum dentro de la Constitución y que esta propia Constitución ampara los derechos tanto de los quebequenses como los ciudadanos del resto de Canadá, y que la negociación, en caso de victoria del sí, «debería buscar la conciliación entre dos mayorías legítimas, la de Quebec y la de Canadá».

Lo mismo se puede decir del espíritu con el que se interpretaron las leyes en el caso de Escocia, bajo el principio de garantizar «las estrechas y productivas relaciones entre Escocia y el resto del Reino Unido». Es muy significativo que, en caso de victoria de la opción independentista, estaba previsto que se abriera un período de transición de 18 meses, que acabarían con la proclamación de la independencia a través de actos formales de los dos Parlamentos, el británico y el escocés. El gobierno de Westminster «daría al Parlamento escocés la competencia para declararse como nuevo Estado independiente en nombre del pueblo soberano de Escocia». Cuando se habla de interdependencias (normalmente para negar la legitimidad de la independencia), o de soberanías múltiples, me cuesta encontrar un ejemplo mejor.

En Canadá, el trabajo del Tribunal Supremo (que equivale al Constitucional español), en sus propias palabras, debe ser clarificar «el marco legal en que se han de tomar las decisiones en virtud de la Constitución y no usurpar las prerrogativas de las fuerzas políticas que operan dentro de este marco». En otras latitudes, el papel del Tribunal Constitucional se ha entendido en sentido contrario: más que desarrollar principios, se ha apresurado a garantizar unos procedimientos que facilitan el mantenimiento del ‘statu quo’ y prácticamente expulsan del campo de la política (realizable y no sólo enunciativa) un tipo de demandas democráticas. Se pidió la transferencia de la competencia para organizar referéndums, se intentó hacer el 9-N en el marco de la ley de consultas no referendarias que se impugnó, se impulsó un proceso participativo de acuerdo con las competencias en esta materia. A pesar del relato de la desobediencia de otros, esta cadena pone de manifiesto la voluntad de hacer las cosas dentro de los márgenes de la ley española.

Cuando esto es imposible, las decisiones del Parlamento quizá sean inconstitucionales, pero la expresión democrática de cualquier Parlamento es ley. De nuevo, no es una cuestión de legalidad versus democracia sino de dos legitimidades democráticas, como bien expresaba el Tribunal Supremo canadiense. Y aquí viene el segundo y gran problema de la democracia española: la negación del pueblo catalán. La identificación del Estado con una única nación, algo inconcebible en estas otras democracias, es lo que convierte a los ciudadanos españoles que no se consideran de nacionalidad española en ciudadanos de segunda.

Ante la doble negación, imposibilidad de votar sobre la independencia e imposibilidad de reconocernos como nación, no hay ninguna propuesta para redefinir el Estado en los términos plurinacionales que los impulsores de la reforma estatutaria, empezando por el presidente Maragall, habían imaginado como posible. No caigamos, pues, en la trampa de oponer democracia en ley. Porque es falso. En todo caso, democracia (y ley) versus ahogo y negación, como pueblo y como ciudadanos, lo que se prefiera. Parafraseando un anuncio: «No, amigos, no todas las democracias son iguales».

ARA