Los excesos en el uso de las palabras, sobre todo cuando se emplean como armas arrojadizas, enturbian el pensamiento y ahogan el análisis de la realidad. Es lo que ahora mismo está pasando con el término ‘populismo’, utilizado a diestro y siniestro para menospreciar al adversario.
Es lo que pasa con otros términos, como ‘racista’, que acaban pintando al enemigo como un «otro» genérico, sin matizaciones. Para acabarlo de liar, el activismo en contra de esta lacra, para extender su lucha, ha encontrado la manera de hacer sentirse culpable a todo el mundo poniendo en circulación eslóganes del tipo «todos somos racistas». Un gran error, según mi criterio, porque desdibuja la gravedad de los que sí lo son y, sobre todo, tienen comportamientos racistas. En el caso del término ‘populismo’, ahora mismo está sirviendo para describir -y, en el fondo, atacar- a los grupos y movimientos políticos que están subvirtiendo los mapas políticos de todo el mundo, y particularmente los de las sociedades democráticas occidentales. Pero, ¿qué es el populismo?
John B. Judis, en el texto ‘The populist explosión’ -del que de momento he podido leer un buen extracto publicado por ‘The Guardian’ a mediados de octubre con el título «Us vs. Them»-, en un intento de poner un poco de orden en el debate, ha recurrido a una definición del historiador Michael Kazin que me parece muy pertinente. El populismo sería una manera de referirse a los movimientos que, primero, consideran a la gente de la calle como una noble agrupación al margen de las clases sociales; segundo, califican a sus élites como adversarios perversamente interesados y antidemocráticos, y, sobre todo, buscan movilizar a los primeros contra los segundos.
Según esta aproximación, habría populismo de derechas y de izquierdas. Es decir, según el autor, tanto lo serían Donald Trump como Bernie Sanders. Y, dicho por el mismo Judis, tanto Marine Le Pen como Pablo Iglesias. Y como ni pueblo ni élite -o casta, en versión local- describen a ningún grupo en concreto, lo que finalmente define el populismo es la voluntad de enfrentar a «los de arriba» -malos por naturaleza- con «los de abajo» -moralmente superiores por definición. Un conflicto que, en el caso del populismo de derechas, además, añadiría un tercer grupo aún «más abajo», que también habría que combatir: los forasteros, los negros, los musulmanes o cualquier otra minoría «invasora».
Creo que sería bueno que si queremos analizar y comprender la realidad social, y muy en concreto la política, más que tirarnos palabras a la cabeza hiláramos más fino con el término ‘populismo’, con sus causas y, sobre todo, con sus consecuencias. Por ejemplo, es conveniente saber que el populismo es un discurso propio de la oposición que entra en crisis cuando llega al gobierno. La confrontación abajo-arriba no es fácil de mantener, aunque exageren las gesticulaciones para hacer creer que, a pesar de ser «arriba», todavía se las pueden tener con los de más arriba, que serían «realmente» los de arriba. ¡Ya veréis a Trump!
En el caso de Cataluña, el independentismo -que a veces también tiene tics populistas- se puede sentir tentado de buscar en el populismo de izquierdas los votos que necesita para ganar un referéndum. No será fácil porque, por ahora, debido a su transversalidad, los populistas ven al independentismo repleto de «los de arriba». Pero si se acabara encontrando complicidad con ellos, ¿cuál sería el precio que se tendría que pagar? No hace falta que diga que quiero un país independiente, pero también lo quiero sin populismos, y que no les sea deudor. Es decir, no me gustaría un país construido sobre la dialéctica populista «el pueblo contra el establishment», entre otras cosas porque un Estado independiente necesitará, también, construir un establishment lo más decente posible, y un pueblo cuanto más crítico y articulado mejor. Y sin superioridades morales.
ARA