¿Están en peligro las democracias liberales ante los cambios ideológicos de los ciudadanos y el aumento de los populismos de derechas y de izquierdas? En el ámbito político las predicciones siempre son peligrosas, pero tiene sentido hablar de tendencias cuando se parte del análisis de datos fiables. En este sentido tiene interés un estudio reciente sobre Estados Unidos y la Europa occidental de R. Stefa y Y. Mounk basado en datos de la Encuesta Mundial de Valores (1995-2014) ( Journal of Democracy, 2016).
La ciencia política ha constatado repetidamente una pérdida de influencia social de los partidos políticos y sindicatos –baja afiliación, volatilidad electoral, votos antisistema, etcétera–. Sin embargo, eso se interpretaba más como una deslegitimación de los gobiernos y partidos que de unas democracias a las que se veía dotadas de buena salud. La novedad de este estudio es que cuestiona esta última conclusión.
Analizando los valores y actitudes de diferentes generaciones de ciudadanos (‘cohorts’) se constata un escepticismo creciente sobre la democracia, así como una simpatía más acusada hacia soluciones autoritarias. Un 24% de los actuales ‘millennials’ estadounidenses creen que la democracia es un “mal sistema” o un “muy mal sistema” (2011) (un 7% más que en 1995). En Europa son un 13% (un 8% más alto). Las generaciones de más edad son las que muestran hoy más apoyo a la democracia, especialmente en el caso estadounidense. Una de las conclusiones del estudio es que eso está vinculado a un “efecto de generación”, no a un efecto de edad. Es decir, cuando las generaciones que ahora son mayores eran jóvenes (generaciones de entreguerras y ‘baby boomers’) mostraban en la ‘Encuesta de Valores’ más sintonía con la democracia que los jóvenes de hoy.
En los años ochenta los jóvenes eran los que daban más apoyo a valores liberaldemocráticos. Hoy los papeles generacionales se han invertido. Se constata un radicalismo juvenil insatisfecho en los dos extremos del espectro político. Además, el estudio concluye que el interés por la política es más alto en las generaciones mayores de 50 años que en las posteriores, tanto en Estados Unidos (una diferencia del 26%) como en la Europa occidental (14%).
En las últimas décadas, la participación electoral decreciente se compensaba con fórmulas de activismo y participación en movimientos sociales, organizaciones humanitarias y formas de protesta ciudadana. Hoy parece que ya no es así en las generaciones más jóvenes.
Quizás el dato más alarmante es que la “democracia” tiende a ser pensada por las nuevas generaciones desde premisas menos liberales. Ha disminuido la percepción de que resulta importante vivir en una democracia construida en torno a los derechos y libertades, parlamentos, separación de poderes, procedimientos legales de control, elecciones competitivas, etcétera, es decir, en una democracia vinculada a los valores e instituciones de raíz liberal. Actualmente está aumentando la demanda de “líderes fuertes” e incluso de sistemas autoritarios. Y en contraste también con lo que ocurría en las últimas décadas, el aumento de las actitudes antidemocráticas se da hoy entre los sectores sociales más ricos, especialmente entre los ricos jóvenes (35% en EE.UU., 17% en Europa), que previsiblemente formarán parte de la clase dirigente del futuro. Es un retorno parcial al periodo de entreguerras.
¿Es todo eso un peligro para las democracias liberales? Creo que todavía no. El triunfo de Donald Trump, el aumento de los populismos de extrema derecha en Francia, Holanda, países nórdicos y centroeuropeos, y de los populismos de izquierdas en el sur del continente expresa de momento más un síntoma y una tendencia que un peligro institucional inmediato. Pero hay corrientes de fondo que pueden llevar a dinámicas de inestabilidad democrática. No sabemos cómo serán los jóvenes de 20 o 30 años de aquí a 25 años, pero parece que en estas fechas los ciudadanos de más 50 años serán más conservadores y menos liberales que los de más de 50 años de ahora. Habrá que estar atentos a estas dinámicas de futuro.
Las democracias actuales son unos productos históricos de aluvión en los que actúan varias lógicas no necesariamente congruentes (liberales, democráticas, sociales, culturales, nacionales, etcétera). En el caso de las lógicas liberal y democrática el quid del éxito del invento es que cada una limite y controle los excesos de la otra. Creo que habitualmente se piensan poco o mal estas tensiones inevitables, especialmente las que se dan entre el liberalismo político y la democracia. Ambos componentes resultan necesarios.
Shakespeare refleja en Julio César la lucha interna de Bruto: quiere salvar la República de los riesgos de la tiranía, objetivo que le aboca a participar en un asesinato que moralmente le repugna. En cambio, Marco Antonio utiliza “el pueblo contra la República”. Un tema clásico. Hoy hablaríamos más bien del peligro potencial de “el pueblo contra los derechos y libertades”, “el pueblo contra la democracia”. Una reflexión que tiene en los escritos de Madison, Tocqueville, Stuart Mill y Berlin una permanente y lúcida actualidad. Afortunadamente, todavía no estamos aquí. De momento, alarma naranja. Pero en política nada es irreversible.
LA VANGUARDIA